«Esa niña ciega.»
Se alejó unos cuantos pasos de ella, dándole la espalda, y se detuvo a mirar un cuadro de jacintos que crecían arrimados a una espaldera. Era una petición justificada, supuso. A ella, y probablemente a toda la gente de Alvesley y Lindsey Hall, debía parecerles de muy mal gusto tener a Lizzie cerca.
Pero Lizzie era una persona; una niña inocente. Y era suya.
– No -dijo-. No puedo hacer esa promesa, lo siento, Portia.
El silencio de ella fue más acusador de lo que habrían sido las palabras.
– He respetado los cánones sociales todos estos años -continuó-. Mi hija tenía a su madre y una casa cómoda en Londres, y yo podía verla siempre que quisiera, que era todos los días cuando estaba en la ciudad. Nunca le hablé de ella a nadie, a excepción de Neville, y nunca la llevé a ningún lugar donde pudieran vernos juntos. Aceptaba que así era como debía ser. Nunca tuve ningún verdadero motivo para poner en tela de juicio los dictámenes de la sociedad hasta que murió Sonia y Lizzie quedó sola.
– No deseo oír nada de eso -dijo Portia-. Es muy indecoroso.
– Aún no tiene doce años -continuó él-. Aun es muy pequeña para tener cierta independencia, incluso en el caso de que no fuera ciega. -Se giró a mirarla-. Y la quiero. No puedo expulsarla de la periferia de mi vida, Portia. Y no lo haré. Pero mi peor error, lo comprendo ahora, fue no haberte hablado de ella antes. Tenías derecho a saberlo.
Ella estuvo callada un buen rato. Estaba sentada inmóvil como una estatua, increíblemente delicada y hermosa.
– Creo que no puedo casarme con usted, lord Attingsborough -dijo al fin-. No tengo el menor deseo de saber nada de una niña como esa, y sólo me sorprende que piense que debería haberme informado de la existencia de esa horrenda criatura que ni siquiera «ve». No toleraré oír nada más acerca de ella, y no toleraré saber que sigue aquí o en Lindsey Hall. Si no puede prometer que ordenará que se la lleven y si no puede prometer que nunca volveré oír hablar de ella, debo retirar mi aceptación de su proposición.
Curiosamente, tal vez, él no se sintió aliviado. Otro compromiso roto para ella, aun cuando para la alta sociedad sería evidente que ella no había tenido la culpa en ninguno de los dos, la convertiría casi en incasable. Y ya no era tan jovencita; ya debía tener unos veinticinco años. Y a los ojos de la sociedad, sus exigencias parecerían sensatas.
Pero… «esa horrenda criatura».
Lizzie.
– Lamento oír eso -dijo-. Te ruego que lo reconsideres. Soy el mismo hombre de siempre. Engendré a Lizzie muchísimo antes de conocerte.
Ella se puso de pie.
– No lo entiende, ¿verdad, lord Attingsborough? No «tolero» oír ese nombre. Ahora iré a escribirle a mi padre. No estará complacido.
– Portia…
– Creo que ya no tiene ningún derecho a tutearme llamándome por mi nombre de pila, milord.
– ¿Está roto nuestro compromiso, entonces?
– No logro imaginarme nada que me haga reconsiderarlo -contestó ella, se giró y echó a andar hacia la casa.
Él se quedó donde estaba, mirándola.
Y sólo cuando desapareció de su vista sintió los comienzos de la euforia.
¡Estaba libre!
CAPÍTULO 20
Al final Claudia regresó a Lindsey Hall sin Lizzie. Cuando volvió el marqués a su habitación, la niña estaba profundamente dormida y daba la impresión de que dormiría toda la noche si no se le perturbaba el sueño. Lady Ravensberg se ofreció a ordenar que le prepararan la cama a él en una carriola en el vestidor.
Él insistió en acompañar a Claudia a Lindsey Hall llevándola en su coche; los invitados de ahí ya habían vuelto a casa hacía rato, lógicamente. La vizcondesa, Anne y Susanna prometieron turnarse para velar el sueño de la pequeña hasta que él volviera.
Claudia insistió en volver sola, pero él no quiso ni oír hablar de eso. Tampoco quisieron Anne y Susanna, que le recordaron que ya era casi de noche. Y, el cielo la amparara, pensó Claudia, cuando terminó de bajar la escalera con él y salieron a la terraza donde los esperaba el coche, no iba a discutir ese punto.
Los vizcondes Ravensberg estaban ahí con lady Redfield.
– Señorita Martin -dijo la condesa-, espero que no haga el menor caso de lo que dijeron lady Sutton y la señorita Hunt. Mi marido y yo hemos estado encantados de tenerlas aquí a usted y a las niñas de su escuela, incluida Lizzie Pickford, y no descuidó su deber cuando fue a caminar con su amigo de la infancia el duque de McLeith. Todos estábamos vigilándola, y todos fuimos responsables de dejar que se alejara y perdiera.
– La señorita Martin no tuvo ninguna culpa -dijo el marqués de Attingsborough-. Cuando fue a caminar yo estaba jugando con Lizzie. Ella tenía todos los motivos para creer que yo la mantendría a salvo.
Dicho eso ayudó a Claudia a subir al coche y luego subió él.
– Señorita Martin -dijo la vizcondesa metiendo la cabeza en el interior antes que cerraran la puerta-, vendrá al baile de aniversario mañana, ¿verdad?
A Claudia no se le ocurrió nada que deseara menos.
– Tal vez sería mejor que no viniera -contestó.
– No, nada de eso -dijo la vizcondesa-. Si no viene, todo el mundo pensará que algunos de nuestros huéspedes tienen más poder que nosotros para decidir a quién se recibe bien en nuestra casa.
– Lauren tiene toda la razón, señorita Martin -dijo la condesa-. Por favor, venga. -Le hizo un guiño-. No me da la impresión de ser una dama carente de valentía.
Claudia captó la mirada del vizconde y este le hizo un guiño.
– Son muy amables -contestó-. Muy bien, entonces, vendré.
Lo que de verdad deseaba hacer, pensó, era volver sola a Lindsey Hall, hacer sus maletas y marcharse a primera hora de la mañana. Mientras se cerraba la puerta y el coche se ponía en marcha, recordó la última vez que se marchó de Lindsey Hall. Ay, lo que le gustaría repetir esa salida.
De pronto le pareció que el coche estaba atiborrado, con sólo ellos dos, el mismo coche en el que él se refugió de la lluvia durante el trayecto de Bath a Londres, cuando ella se sintió desagradablemente consciente de su masculinidad. Nuevamente se sentía consciente, aunque muchísimo más que aquella vez, entonces recordó lo que, por increíble que fuera, casi había olvidado en el torbellino emocional de esa última hora más o menos. Cuando estaban sentados en la cama de la cabaña del bosque, él le habló sin sonido, sólo con el movimiento de los labios, pero ella oyó las palabras fuertes y claras: «Te amo».
Era muy probable, pensó, que el dolor del corazón acabara rompiéndoselo antes que acabara todo. Y eso era una evaluación optimista del futuro. Sí, se le rompería. En realidad, eso ya había ocurrido.
– La señorita Hunt ha roto nuestro compromiso -dijo él, mientras las ruedas del coche retumbaban sobre el puente palladiano.
A veces una frase, por corta que sea, no tiene el poder para ser captada por la mente toda entera de una vez. Fue como si hubiera oído las palabras por separado, y necesitó armarlas para saber lo que decían.
– ¿Irrevocablemente? -preguntó.
– Me dijo que no lograba imaginarse nada que la hiciera cambiar de opinión.
– ¿Porque tiene una hija ilegítima?
– Resulta que no es ese el motivo. No le importa si tengo cualquier cantidad de amantes e hijos. En realidad, espera eso de mí, como lo espera de todos los hombres. Lo que la ha ofendido es que yo transgredí una de las reglas capitales de la buena sociedad al reconocer el parentesco de Lizzie conmigo. Mi negativa a ordenar que se la llevaran de Alvesley esta noche y de Lindsey Hall mañana, y a prometer no mencionarla nunca más, fue el motivo de que me informara de que no podía casarse conmigo.
– Tal vez recapacite y cambie de opinión después de una reflexión más calmada -dijo ella.