– Tal vez -convino él. Guardaron silencio un rato.
– ¿Qué va a pasar entonces? -preguntó ella-. ¿Qué le ocurrirá a Lizzie? Eleanor está de acuerdo conmigo en que es educable y en que acabará adaptándose, y que está deseosa de aprender. Sería un placer aceptar el reto de tenerla en la escuela. Sin embargo, no sé si eso es lo que desea ella, aun cuando sé que ha disfrutado mucho con la compañía y las actividades.
– Lo que he deseado hacer desde el momento en que murió Sonia -dijo él-, es trasladar a Lizzie a Willowgreen, mi casa en Gloucestershire. Siempre ha sido un sueño imposible, pero tal vez ahora podría hacerlo realidad. El secreto ya ha salido a la luz, después de todo, y he descubierto que me importa un rábano lo que piense de mí la sociedad. Normalmente la sociedad no es ni la mitad de villana que suponemos que es. Anne y Sydnam Butler tienen al hijo de ella en Alvesley; él nació fuera del matrimonio nueve años antes que se conocieran, pero claro, usted ya sabe todo eso. A David Jewell no lo tratan de ninguna manera diferente a los demás niños.
– Ah, creo que Willowgreen, el campo, sería perfecto para Lizzie -dijo Claudia; sentía un anhelo sin nombre, que no continuaría innombrado si lo pensaba mucho-. ¿Cómo organizaría su educación?
– Le contrataría a una acompañante y a una institutriz. Pero yo podría pasar muchísimo más tiempo con ella. Le enseñaría cosas sobre el campo, las plantas y los animales, acerca de Inglaterra, historia. Contrataría a alguien para que le enseñara a tocar el piano, el violín o la flauta. Tal vez dentro de uno o dos años estaría más preparada para ir a la escuela y mejor dispuesta que ahora. Mientras tanto, yo podría estar en casa con ella durante periodos mucho más largos de los que lo he podido estar en Londres. Así estaría menos ocioso, y me ocuparía en actividades más valiosas. Quizá de ese modo hasta usted llegara a aprobarme.
Ella giró la cabeza y lo miró. El coche acababa de salir del bosque al final del camino de entrada e iba cruzando las puertas, y los últimos rayos del sol poniente iluminaron la cara de él. Observó que había hablado en teoría, como si no creyera de verdad en su libertad.
– Sí -dijo-, tal vez podría.
Él esbozó su sonrisa indolente.
– Aunque en realidad ya le apruebo -añadió ella-. No ha pasado tanto tiempo en Londres por motivos frívolos. Lo ha hecho por amor. No hay ningún motivo más noble. Y ahora ha reconocido públicamente a su hija. Eso también lo apruebo.
– Habla como la maestra de escuela gazmoña que me saludó en Bath.
– Eso es lo que soy -dijo ella, juntando las manos en la falda.
– ¿No fue usted la que le dijo a mi hija, no hace mucho, que a nadie se le puede definir solamente con etiquetas?
– Tengo una vida rica, lord Attingsborough. Me la he forjado yo, y soy feliz con ella. Es muy distinta de la que he vivido estas últimas semanas, y no veo la hora de volver a ella.
Había girado la cabeza para mirar por la ventanilla.
– Lamento el trastorno que he causado en tu vida, Claudia. -No ha causado nada que yo no haya permitido. Volvieron a quedarse en silencio, un silencio plagado de tensión, aunque curiosamente amigable también. La tensión, claro, era sexual. Ella estaba muy consciente de eso. Pero no era lujuria. No era solamente el deseo de abrazarse y tal vez pasar a algo más que simples abrazos y besos. El amor le daba un toque consolador y agradable a la atmósfera y, sin embargo, el amor todavía podría ser trágico. La señorita Hunt podría cambiar de opinión. ¿Y si no cambiaba?
Pero su mente no pudo pasar más allá de ese obstáculo.
Cuando el coche dio la vuelta a la enorme fuente y se detuvo ante la puerta de Lindsey Hall, salieron inmediatamente los duques de Bewcastle.
– Ah -dijo la duquesa cuando el cochero abrió la puerta y bajó los peldaños-, la ha acompañado el marqués, señorita Martin. Cuánto me alegro. Nos preocupaba que viniera sola. Pero Lizzie, ¿no ha venido con usted?
– Está durmiendo -le explicó el marqués, bajando y girándose a ayudarla a bajar a ella-. Me pareció mejor no despertarla. Me la llevaré de allí mañana, a otro lugar, si usted lo desea.
– ¿Un lugar diferente de Lindsey Hall, quiere decir? -preguntó la duquesa-. Espero que no, por supuesto. Aquí es donde le corresponde estar hasta que se marchen a Bath Eleanor y la señorita Martin. Yo la invité a venir aquí.
– He pensado que tal vez yo debería marcharme mañana también -dijo Claudia.
– Señorita Martin -terció el duque-. ¿No estará pensando en dejarnos de la manera que eligió la última vez, es de esperar? Es cierto que Freyja atribuye al disgusto y la culpabilidad que sintió esa vez el haberse convertido en un ser humano tolerable, pero yo no logré encontrar ese consuelo en el incidente, y menos aún cuando me enteré de que Redfield la llevó con su pesada maleta en su coche porque usted no aceptó el mío.
Lo dijo en tono altivo y algo lánguido, con la mano en el mango de su monóculo levantada a medio camino hacia el ojo.
La duquesa se rió.
– Ah, cómo me gustaría haber visto eso -dijo-. Freyja nos contó la historia durante el trayecto de vuelta de Alvesley Park. Pero pasen, por favor, los dos, a reunirse con todos los demás en el salón. Y si teme, lord Attingsborough, encontrar aquí ceños desaprobadores, eso quiere decir que no conoce a la familia Bedwyn ni a sus cónyuges, ¿verdad, Wulfric?
– Desde luego -dijo el duque, arqueando las cejas.
– Yo no entraré, gracias -dijo el marqués-. Debo volver pronto a Alvesley. Señorita Martin, ¿tendría la amabilidad de dar un paseo un momento conmigo antes de entrar?
– Sí, gracias -dijo ella.
Captó la cálida sonrisa que les dirigió la duquesa cuando se cogió del brazo del duque y los dos se giraron para entrar en la casa.
Joseph no conocía bien el parque de Lindsey Hall. Tomó la dirección hacia el lago, donde casi una semana antes el perro había llevado a Lizzie. Caminaron en silencio, él con las manos cogidas a la espalda y ella con las manos cogidas delante de la cintura.
Se detuvieron al llegar a la orilla, cerca del lugar donde él le enseñó a Lizzie a arrojar guijarros al agua para oírlos hacer plop. La última luz del sol poniente hacía brillar el agua. Arriba se extendía el cielo, claro en el horizonte y más oscuro arriba. Ya se veían estrellas.
– Es muy posible que mi padre y mi hermana convenzan a Portia de que va en contra de sus intereses poner fin al compromiso -dijo.
– Sí.
– Aun cuando ella dijo que nada podría hacerla cambiar de opinión -añadió él-, y yo no voy a transigir. Lizzie continuará siendo una parte visible de mi vida. Pero para una dama es algo terrible romper un compromiso, en especial dos veces. Podría reconsiderarlo.
– Sí.
– No puedo hacerte ninguna promesa.
– No pido ninguna. Además de ese obstáculo, hay otros. No puede haber ninguna promesa, ningún futuro.
Él no tenía muy claro si estaba de acuerdo con ella, pero no tenía ningún sentido oponer argumentos en ese momento. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que entre su padre y Wilma persuadirían a Portia de que reanudara sus planes para casarse con él.
– Ningún futuro -dijo en voz baja-. Sólo el presente. En el presente estoy libre.
– Sí.
Él le buscó la mano y ella se la cogió; entonces entrelazó los dedos con los suyos, acercándola más a su costado y echó a caminar siguiendo la orilla. Más allá se veía un bosque que se extendía hasta casi la orilla del lago.
Se detuvieron cuando llegaron allí; estaba oscuro por el follaje. La hierba estaba bastante crecida y se notaba blanda bajo los pies. Se giró a mirarla, le cogió la otra mano, entrelazó los dedos y se llevó las dos manos cogidas a la espalda de forma que ella quedó estrechamente unida a él, tocándolo con los pechos, el vientre y los muslos. Entonces echó atrás la cabeza, aunque él ya no le veía la cara con claridad.