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– Deseo más que besos -dijo, acercando la cara a la de ella.

– Sí, yo también.

Él sonrió, aunque ella no podía verlo en la oscuridad. Su voz había sonado enérgica y gazmoña, en desacuerdo con sus palabras y la cálida rendición de su cuerpo.

– Claudia -musitó.

– Joseph.

Él volvió a sonreír. Se sintió ya acariciado. Era la primera vez que ella lo llamaba por su nombre de pila.

Entonces bajó más la cabeza y la besó en la boca.

Todavía no dejaba de asombrarlo que de todas las mujeres que podría haber poseído o amado durante los quince últimos años más o menos, fuera ella la que había elegido su corazón. Ante ella incluso el recuerdo de su amor por Barbara se desvanecía y perdía importancia. Deseaba a esa mujer fuerte, inteligente, disciplinada, más de lo que había deseado nada ni a nadie jamás.

Se exploraron las bocas con los labios, lenguas y dientes, con las manos cogidas a la espalda de él. La boca de ella era cálida y acogedora, y se la acarició con la lengua, deslizándola por sus superficies hasta que ella gimió y profundizó el beso. Pasado un momento él echó atrás la cabeza y volvió a sonreír. Los ojos se le habían adaptado a la oscuridad, así que la vio sonreírle, con expresión soñadora y sensual.

Le soltó las manos y se quitó la chaqueta. Hincando una rodilla la extendió sobre la hierba y le tendió la mano.

Ella se la cogió, se arrodilló también y luego se tendió, con la cabeza y la espalda sobre la chaqueta.

Ese, estaba muy consciente, podría ser el único momento que tuvieran para ellos. Al día siguiente podría haber cambiado todo otra vez. Ella también lo sabía; levantó los brazos hacia él.

– No me importa el pasado ni el futuro -dijo-. Les damos demasiado poder sobre nuestra vida. Me importa el presente, el «ahora».

Él se inclinó y la volvió a besar; después bajó todo el cuerpo hasta quedar tendido a su lado.

Para ella habían sido dieciocho años y para él casi tres. Percibía el deseo de ella y trató de poner freno al suyo. Pero a veces la pasión no obedece ninguna orden que no sea su intensa necesidad.

La besó en la boca, devorándosela con la lengua, la exploró con las manos impacientes, descubriendo un cuerpo bien formado y seductor. Le levantó la falda, le bajó las medias y le acarició la piel sedosa y firme de las piernas, hasta que no le bastó con las manos. Bajó la cabeza y le recorrió con besos suaves como una pluma desde los tobillos a las rodillas, le besó y lamió las corvas de las rodillas, hasta que ella estuvo jadeante y con las manos apretadas en su pelo. Buscó los botones en la espalda del vestido y se los soltó uno a uno hasta poder bajarle el corpiño por los hombros, junto con la camisola, y dejó al descubierto sus pechos.

– No soy hermosa -dijo ella.

– Deja que yo sea el que lo juzgue.

Le acarició los pechos con las manos y los labios, deslizándolos por ellos, y le lamió los pezones duros hasta que ella estuvo jadeando otra vez.

Pero no yacía ahí pasiva. Se movía al sentir sus caricias y con las manos lo exploraba por debajo del chaleco. Le soltó los faldones de la camisa y metiendo las manos por debajo las subió por su espalda hasta los hombros, acariciándosela. Entonces sacó una mano y la bajó por entre ellos para cubrir su miembro duro por encima de los pantalones.

Él le cogió la muñeca, le apartó la mano y entrelazó los dedos con los de ella.

– Piedad, mujer -le dijo con la boca sobre sus labios-. Me queda muy poco autodominio sin que me toques ahí.

– A mí no me queda nada -repuso ella.

Riendo, él volvió a meter la mano por debajo de su falda y la deslizó por el interior de sus muslos hasta llegar a la entrepierna. Estaba caliente y mojada.

Ella gimió.

Se desabotonó la bragueta y la montó, separándole los muslos con los de él, pasó las manos por debajo de ella para amortiguarle la dureza del suelo, la penetró y presionó hasta tener el miembro bien al fondo y sintió cerrarse sus músculos alrededor.

Ella levantó las rodillas, apoyando los pies en la hierba y se arqueó apretándose a él para hacer más profunda la penetración; él hizo una lenta inspiración, con la cara apoyada en un lado de la de ella.

– Claudia -le dijo al oído.

Hacía mucho, muchísimo tiempo, una eternidad, y sabía que no podría prolongar lo que acababa de comenzar. Pero necesitaba recordar que era con Claudia, que eso era mucho más que una simple relación sexual.

– Joseph -dijo ella, con la voz ronca, gutural.

Se retiró y embistió, y el ritmo del amor los atrapó a los dos en su urgente crescendo hasta que todo estalló en gloria y eyaculó dentro de ella.

Demasiado pronto, pensó pesaroso mientras su cuerpo se iba relajando, ya saciado.

– Como un escolar demasiado excitado -musitó.

Ella se rió en voz baja y giró la cara para besarlo en los labios.

– Pues no me lo ha parecido -dijo.

Él rodó hacia un lado llevándola con él hasta que los dos quedaron de costado cara a cara.

Ella tenía razón. Nada había ido mal. Por el contrario, todo había ido bien, perfecto.

Y por el momento era suficiente. Y ese momento podría ser el único que tuvieran. Se abrazó al momento, tal como la tenía abrazada a ella, y le ordenó que se convirtiera en una eternidad, infinita.

Veía la luna arriba, sentía la brisa fresca, sentía el cuerpo cálido, blando, relajado, de la mujer que tenía en los brazos, así que se permitió sentir felicidad.

Claudia sabía que no lo lamentaría, tal como en ningún momento había lamentado ese beso en Vauxhall.

Sabía también que sólo habría esa noche, o mejor dicho ese anochecer. Ahora él debía volver a Alvesley.

Estaba todo lo segura que podía estar de que la señorita Hunt no renunciaría fácilmente a un premio matrimonial como el marqués de Attingsborough. Al duque de Anburey y a la condesa de Sutton no les costaría mucho hacerla entrar en razón. Y claro, él, Joseph, no tendría otra opción que reanudar el compromiso, puesto que este no se había roto públicamente. Era un caballero después de todo.

Así que sólo tendrían ese momento del anochecer.

Pero no lo lamentaría. Sufriría, sin duda, pero claro, también habría sufrido aunque no hubiera existido ese momento.

Se resistió a dormirse. Se dedicó a contemplar la luna y las estrellas sobre el lago, a oír el chapaleteo casi silencioso del agua al lamer la orilla, a sentir la frescura de la hierba en las piernas, a aspirar el olor de los árboles y de la colonia de él, a saborear sus besos en los labios ligeramente hinchados.

Estaba cansada, exhausta en realidad. Y, sin embargo, nunca se había sentido tan viva.

No lo veía con claridad en la oscuridad, pero se dio cuenta cuando se quedó dormido y luego cuando se despertó con un ligero sobresalto. Sintió una inmensa pena ante la imposibilidad de poder detener el tiempo.

La próxima semana a esa hora estaría de vuelta en la escuela preparando las clases y los horarios para el año escolar. Esa era siempre una época estimulante, vigorizadora. La estimularía, le daría ánimo.

Pero todavía no.

Por favor, todavía no. Aun era demasiado pronto para que el futuro invadiera el presente.

– Claudia -dijo él-, si hubiera consecuencias…

– Oh, vaya por Dios, no las habrá. Tengo treinta y cinco años.

Era ridículo decir eso, por supuesto. «Sólo» tenía treinta y cinco años. Sus reglas le decían que todavía podía concebir hijos. No había pensado en eso, o si lo había pensado había desechado el pensamiento. Sería tonta.

– Sólo treinta y cinco años -dijo él, haciéndose eco de su pensamiento.

Pero no completó la frase que comenzó. ¿Cómo podría? ¿Qué podía decir? ¿Que se casaría con ella? Si la señorita Hunt decidía obligarlo a atenerse al compromiso, no estaría libre para hacerlo. Y aun en el caso de que no reanudara el compromiso y él quedara libre…