– Me niego a preocuparme -dijo-, o a pensar en cosas desagradables en este momento.
Eso era exactamente el tipo de estupidez acerca de la que sermoneaba a las chicas mayores antes que salieran de la escuela, en especial a las de no pago, que enfrentarían más riesgos que las que tenían familias que velaran por ellas.
– ¿Sí? -dijo él-. Estupendo.
Subió las manos por su espalda, acariciándosela, le mordisqueó la oreja y deslizó la boca por el lado del cuello; ella lo abrazó con más fuerza, le besó el pecho, el cuello, la mandíbula hasta llegar a su boca. En el vientre sintió la presión de su miembro duro y comprendió que el momento de esa noche aún no había acabado.
Continuaron de costado. Él le levantó la pierna, la puso sobre su cadera, se posicionó y la penetró.
Esta vez el frenesí fue menor, la avidez, la locura. Él se movía con más lentitud y firmeza, y ella también hizo más pausados sus movimientos; sentía la presión de su miembro duro e hinchado en la vagina mojada, oía los sonidos de succión y salida. Se besaban y besaban, suavemente, con las bocas abiertas.
Y de repente a ella le pareció que de verdad era hermosa. Y femenina, apasionada y todas las cosas que había creído de sí misma antes, y que luego dejó de creer cuando ni siquiera era totalmente una mujer. Él era hermoso, la amaba y le estaba haciendo el amor.
En cierto modo él la liberaba, la liberaba de las inseguridades que la habían acompañado durante dieciocho años, la liberaba para ser la persona completa que era realmente. Maestra y mujer, empresaria y amante, próspera y vulnerable, disciplinada y apasionada.
Era quien era, sin etiquetas, sin pedir disculpas, sin límites.
Era perfecta. También lo era él. También lo era ese acto de amor.
Simplemente perfecto.
Él colocó las manos detrás de sus caderas y la sujetó con firmeza para embestir con más fuerza profundizando las penetraciones, aunque estaba claro que lo hacía más por resolución que por urgencia. La besó en la boca y le susurró palabras que su corazón entendió pero sus oídos no lograron descifrar. Y entonces él se quedó quieto dentro de ella, ella se apretó a él y algo se abrió en el fondo mismo de su ser y lo dejó entrar, y él entró y entró, eyaculando, hasta que ya no hubo ni ella ni él sino solamente ellos.
Continuaron así abrazados sin decir palabra un largo rato, hasta que él aflojó la presión de los brazos y ella supo con pesar que volvían a ser dos, y continuarían así el resto de sus vidas.
Pero no lo lamentaría.
– Tengo que llevarte de vuelta a la casa -dijo él, sentándose y arreglándose la ropa, mientras ella se subía las medias, se bajaba la falda y se subía el corpiño-. Y después volver a Alvesley.
– Sí -dijo ella, reajustándose algunas horquillas.
Él se incorporó, le tendió la mano, ella se la cogió, y la puso de pie, y se quedaron cara a cara, casi sin tocarse.
– Claudia, no sé…
Ella le puso un dedo sobre los labios, tal como hiciera esa noche en Vauxhall.
– No esta noche -dijo-. Deseo que esta noche continúe perfecta. Quiero poder recordarla tal como es. Todo el resto de mi vida.
Él cerró la mano sobre su muñeca y le besó el dedo.
– Tal vez la noche de mañana sea igual de perfecta -dijo-. Tal vez lo sean todos nuestros mañanas.
Ella se limitó a sonreír. Eso no lo creía ni por un instante, pero pensaría en eso mañana, pasado mañana y…
– ¿Irás al baile? -preguntó él.
– Ah, sí. Preferiría no ir, por supuesto, pero creo que la condesa y lady Ravensberg se ofenderían, e incluso se sentirían heridas, si no voy.
¿Y cómo podía no ir, incluso sin esa motivación? La noche del día siguiente podría ser la última vez que lo viera. En todo el resto de su vida.
Él le besó la muñeca y le soltó la mano.
– Me alegra -dijo.
CAPÍTULO 21
Tan pronto como Joseph puso un pie en el vestíbulo de Alvesley, el mayordomo lo informó de que el duque de Anburey solicitaba su presencia en la biblioteca. No fue inmediatamente. Subió a su dormitorio y ahí encontró a Anne y Sydnam velando el sueño de Lizzie, que no había despertado desde que él se marchó a Lindsey Hall, según le informaron.
– Mi padre desea hablar conmigo -les dijo.
Sydnam lo miró compasivo.
– Vaya -dijo Anne, sonriéndole-. Sólo hará una media hora que relevamos a Susanna y a Peter. Nos quedaremos el tiempo que haga falta.
– Gracias.
Se acercó a la cama a acariciarle la mejilla a Lizzie con el dorso de la mano. Ella tenía una esquina de la almohada sujeta ante la nariz con una mano. Cuánto lo alegraba que se hubiera acabado el secreto del parentesco entre ellos. Se inclinó a besarla. Ella musitó algo ininteligible, sin despertarse, y dejó los labios quietos otra vez.
Cuando entró en la biblioteca le cayó encima una tremenda bronca. Su padre echó pestes, vociferando. Al parecer había hecho entrar en razón a Portia, convenciéndola de que su hijo se portaría correctamente y ella no volvería a ver ni a oír hablar de la niña nunca más. Ella estaba dispuesta a continuar con el compromiso.
Pero él no estaba dispuesto a aceptar órdenes. Informó a su padre que no estaba dispuesto a continuar ocultando a Lizzie; que esperaba trasladarla a Willowgreen para pasar gran parte de su tiempo ahí con ella. Y puesto que Portia lo había liberado, ahora debía aceptar esa nueva realidad si quería reanudar el compromiso.
Se mantuvo firme incluso cuando su padre lo amenazó con echarlo de Willowgreen, que seguía siendo oficialmente suyo. Y él le contestó que entonces viviría con su hija en otra parte. Al fin y al cabo no dependía económicamente de él. Se compraría otra casa en el campo.
Discutieron un largo rato, o, mejor dicho, su padre no dejó de despotricar mientras él guardaba un obstinado silencio. Su madre, que estaba presente, lo soportó todo en silencio.
Finalmente los dos salieron juntos de la biblioteca y le enviaron a Portia.
Ella entró, muy serena y hermosa, ataviada con un vestido azul hielo. Él se mantuvo donde estaba, junto al hogar sin fuego, con las manos cogidas a la espalda. Ella avanzó hacia él, tomó asiento y se arregló primorosamente los pliegues de la falda. Después lo miró, con su hermosa cara desprovista de toda emoción discernible.
– De verdad lamento mucho todo esto Portia -dijo él entonces-. Yo tengo toda la culpa. Desde que murió su madre he sabido que mi hija debe ocupar un lugar más importante en mi vida que antes. He sabido que debo ofrecerle un hogar y dedicarle mi tiempo, mi atención y mi cariño. Sin embargo, hasta hoy no se me había ocurrido que no podría continuar haciendo eso mientras siguiera viviendo esa especie de doble vida que me exigía la sociedad. Si se me hubiera ocurrido a tiempo, habría podido hablar francamente del asunto con mi padre y con el tuyo, antes de exponerte al tipo de aflicción que has soportado hoy.
– He venido aquí, lord Attingsborough, porque había entendido que no se me iba a volver a mencionar a esa horrenda niña ciega. Acepté reanudar el compromiso con usted e impedir su absoluta deshonra a los ojos de la alta sociedad con la condición de que todo volvería a ser como antes que usted hablara tan desacertadamente esta tarde en la merienda. Y «eso» no habría ocurrido si esa incompetente maestra de escuela no hubiera puesto su mira en cazar por marido a un «duque» y descuidado sus responsabilidades. Él hizo una lenta inspiración.
– Veo que esto no va a acabar bien. Si bien entiendo tu razonamiento, Portia, no puedo aceptar tus condiciones. Debo tener a mi hija conmigo. Debo ser un padre para ella. El deber lo ordena y la inclinación lo hace imperioso. La «quiero». Si no puedes aceptar eso, entonces creo que no será viable un matrimonio entre nosotros.
Ella se puso de pie.
– ¿Está dispuesto a romper nuestro compromiso? ¿A renegar de todas sus promesas y de un contrato de matrimonio debidamente redactado? Ah, creo que no, lord Attingsborough. No le liberaré. Mi padre no le liberará. Y el duque de Anburey lo desheredará.