Ah, o sea, que se había tomado el tiempo para reflexionar desde ese atardecer, tal como él había supuesto. No era una mujer joven en lo que al mercado del matrimonio se refería. Aunque era de buena cuna, rica y hermosa, le resultaría desagradable conformarse con continuar soltera, otra vez, con dos compromisos de matrimonio rotos en su haber. Tal vez nunca más volvería a tener otra oportunidad para obtener un matrimonio tan ventajoso. Y él sabía que ella tenía la mira puesta en ser duquesa en algún momento en el futuro.
Pero que estuviera dispuesta a obligarlo a llevar a cabo un matrimonio que sin duda les produciría sufrimiento a los dos le resultaba increíble.
Cerró los ojos y los mantuvo cerrados un instante.
– Creo que lo que necesitamos hacer, Portia -dijo-, es hablar con tu padre. Es una pena que no se haya quedado con tu madre un poco más. Debe de haber sido terrible para ti estar sin ellos hoy. ¿Acordamos una tregua? ¿Ponemos cara amable a las cosas mañana para la celebración del aniversario y nos marchamos pasado mañana? Te llevaré a tu casa y hablaremos de todo esto con tu padre.
– Él no le liberará -dijo ella-. No lo espere. Le obligará a casarse conmigo y le obligará a renunciar a esa horrenda criatura.
– La importancia de Lizzie en mi vida ya no es negociable -dijo él tranquilamente-. Pero dejemos eso por ahora, ¿eh? Muy pronto tendrás a tu madre para que te dé apoyo moral y a tu padre para discutir y negociar en tu nombre. Mientras tanto, ¿me permites acompañarte al salón?
Le ofreció el brazo, ella puso la mano en su manga y se dejó llevar fuera de la biblioteca.
De ese modo, volvía a estar comprometido oficialmente. Y tal vez, ¿quién podía saberlo?, jamás volvería a ser libre. Tenía la fuerte impresión de que Balderston podría aceptar sus condiciones y Portia casarse con él y luego no cumplirlas.
Todo eso lo afrontaría cuando llegara el momento, porque no tenía otra opción.
Por el momento no estaba libre, y era posible que nunca lo estuviera.
¡Ah, Claudia!
No se había atrevido a pensar en ella desde el momento en que puso el pie en esa casa al volver.
¡Ah, mi amor!
A la mañana siguiente, Lizzie estaba sentada ante una mesa pequeña en el dormitorio de Joseph, vestida pulcramente con el vestido que se puso para la merienda, que le había traído una criada, bien limpio y planchado, y con el pelo recién cepillado y recogido con la cinta blanca, también limpia y planchada. Estaba tomando el desayuno y atendiendo a las visitas.
Después del desayuno volvería a Lindsey Hall, pero mientras tanto, había recibido una visita tras otra. Primero llegaron Kit y Lauren con Sydnam, Anne y su hijo; después entraron Gwen con tía Clara, Lily y Neville, seguidos de cerca por Susanna y Whitleaf. Todos deseaban darle los buenos días, abrazarla y preguntarle si había dormido bien.
Todos tenían sonrisas para Joseph.
Tal vez sólo eran sonrisas de triste compasión, claro, porque todos sabían el suplicio por el que había pasado el día anterior, aun cuando todas las discusiones fueron a puerta cerrada. De todos modos, él no paraba de preguntarse por qué había guardado tanto tiempo el secreto. La sociedad tenía sus reglas, cierto, pero en su familia siempre había habido amor de sobra.
Entonces llegó su madre. Después de abrazarlo en silencio fue a sentarse en una silla junto a la mesa y Lizzie levantó la cara, comprendiendo que otra vez había alguien ahí, que no estaban solos su padre y ella.
Su abuela le cogió una mano entre las suyas.
– Lizzie. ¿Diminutivo de Elizabeth? Me gustan los dos nombres. Mi querida niña. Te pareces mucho a tu padre. Yo soy su madre. Tu abuela.
– ¿Mi abuela? Ayer oí su voz.
– Sí, querida -dijo ella dándole una palmadita en la mano.
– Fue después que fui a caminar con Horace y me perdí -dijo Lizzie-. Pero mi papá y la señorita Martin me encontraron. Mi papá va a adiestrar a Horace para que no vuelva a perderse conmigo otra vez.
– Pero qué aventurera eres -dijo su abuela-. Igual que tu padre cuando era niño. Siempre estaba subiéndose a los árboles más altos, bañándose en los lagos más profundos y desapareciendo horas y horas en viajes de descubrimiento sin decirle ni una palabra a nadie. Es un milagro que no me hayan dado unos cuantos ataques al corazón un montón de veces.
Lizzie sonrió y luego se echó a reír regocijada.
Su madre le dio otra palmadita a su nieta en la mano y él vio lágrimas en sus ojos. No carecía de valor, al venir ahí desafiando a su padre. Los besó y abrazó, tanto a él como a Lizzie, pues ya era la hora de marcharse en dirección a Lindsey Hall. Ella y lady Redfield salieron a la terraza a despedirlos.
Joseph cabalgó acompañado por McLeith, con Lizzie sentada delante en la silla y el perro corriendo al lado, hasta que se cansó y tuvo que subirlo al caballo también, para gran placer de la pequeña. McLeith, lógicamente, iba a ver a Claudia, como hacía casi todos los días. Joseph pensó si ese hombre la convencería finalmente de casarse con él, aunque lo dudaba mucho.
Cuando llegaron a Lindsey Hall, Joseph entró en el vestíbulo para enviarle a Claudia con un lacayo la nota que le había escrito esa noche. Pero después salió. Fuera estaban la duquesa de Bewcastle y lord y lady Hallmere conversando con Lizzie. McLeith entró a ver a Claudia. Pasado un momento él tomó el camino hacia el lago con Lizzie y el perro.
– Papá -dijo ella, cogiéndole la mano-. No quiero ir a la escuela.
– No irás. Te quedarás conmigo hasta que crezcas, te enamores, te cases y me abandones.
– Tonto -rió ella-. Eso no ocurrirá nunca. Pero si no voy a la escuela perderé a la señorita Martin.
– ¿Te cae bien, entonces?
– La quiero. ¿Es malo eso, papá? Yo quería a mi madre también. Cuando murió pensé que se me iba a romper el corazón. Y creí que nadie aparte de ti podría hacerme sonreír o sentirme segura otra vez.
– Pero ¿la señorita Martin puede?
– Sí.
– Eso no es malo, cariño -dijo él, apretándole la mano-. Tu madre siempre será tu madre. Siempre habrá un rincón en tu corazón donde seguirá viviendo. Pero el amor crece, Lizzie. Cuando más amas más puedes amar. No tienes por qué sentirte culpable por querer a la señorita Martin. A diferencia de él.
– Tal vez la señorita Martin podría ir a visitarnos, papá.
– Tal vez.
– La echaré de menos -suspiró ella cuando se detuvieron junto a la orilla del lago y él miró hacia los árboles del bosque que llegaban casi hasta la orilla; el lugar donde…-. Y a Molly, a Agnes y a la señorita Thompson.
– Pronto te llevaré a casa.
– Casa -dijo ella, suspirando otra vez y apoyando el lado de la cabeza en su brazo-. Pero, papá, ¿la señorita Martin se llevará a Horace?
– Creo que la hará feliz que se quede contigo.
Vio que Claudia iba caminando con McLeith a cierta distancia. Debieron dar una vuelta por la colina de atrás de la casa y bajaron por el bosque.
Resueltamente volvió la atención a su hija. Qué feliz lo hacía poder estar con ella así, a la vista de todos, por fin, después de tanto tiempo.
– Al final no dimos el paseo en barca ayer, ¿verdad, cariño? ¿Buscamos un bote para darlo ahora?
– Ooh, síii -exclamó ella, con la cara iluminada por el placer y el entusiasmo.
– No me habría sorprendido si te hubiera encontrado lista para marcharte esta mañana, Claudia -dijo Charlie-, tan pronto como llegara la niña y pudieras llevártela contigo. Me habría enfadado, eso sí. Es a Attingsborough a quien le corresponde llevársela, y debería hacerlo tan pronto como sea posible. No debería haberla hecho traer aquí, para empezar. Ha puesto a Bewcastle en una posición incómoda y es un horroroso insulto a la señorita Hunt y a Anburey.