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– No fue idea de él traer a Lizzie aquí -dijo Claudia-. Fue idea mía.

– No debería ni haberte hablado de la existencia de la niña. Eres una «dama».

– Y Lizzie es una persona.

– La señorita Hunt ha estado terriblemente molesta aunque tiene tanta dignidad que no lo demuestra. Fue humillada delante de todos los huéspedes de Alvesley y de Lindsey Hall, por no mencionar a todos los aristócratas rurales que vinieron a la merienda. Yo medio suponía que se negaría a continuar con sus planes de casarse con Attingsborough, pero parece que le ha perdonado.

Sí. Ella no necesitaba que se lo dijera. Había leído el escueto mensaje que le envió Joseph poco después que ella lo vio venir por la ventana del aula. Apenas se fijó que venía con Charlie y Lizzie. Había esperado el desenlace sin hacerse esperanzas, aunque, después de leer la nota comprendió que en realidad se había estado engañando; sí que había tenido esperanzas. Y, de repente, todas desaparecieron, toda posibilidad de dicha.

Cuando salieron del bosque para continuar caminando hasta el final del lago, miró atrás, hacia el lugar donde esa noche se había acostado con Joseph, y entonces lo vio, en la distancia, a la orilla del lago con Lizzie. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, se obligó a volver la atención a lo que habían estado hablando.

– Charlie -dijo-, Lizzie fue concebida hace más de doce años, cuando el marqués de Attingsborough era muy joven, y mucho antes que conociera a la señorita Hunt. ¿Por qué tendría ella que sentirse amenazada por la existencia de Lizzie?

– Pero es que no se trata de su existencia, Claudia. Es que ahora la señorita Hunt y muchísimas otras personas «saben» de ella, y pronto lo sabrán todas las personas que tienen alguna importancia. Eso no es correcto. Un caballero se guarda esas cosas para sí. Conozco las expectativas de la sociedad, tuve que aprenderlas cuando tenía dieciocho años. No es extraño que tú no las sepas. Has llevado una vida mucho más protegida.

– Charlie -dijo ella, al captar de repente su atención por algo que le pasó por la cabeza-, ¿tienes otros hijos además de Charles?

– ¡Claudia! -exclamó él; era evidente que estaba azorado-. Esa no es una pregunta que le hace una dama a un caballero.

– Los tienes. Tienes otros hijos, ¿verdad?

– No contestaré a eso. De verdad, Claudia, siempre dices lo que te pasa por la cabeza con más libertad de la que debieras. Eso es una de las cosas que siempre he admirado en ti, y sigo admirando. Pero hay límites…

– ¡Tienes hijos! ¿Los quieres y cuidas de ellos?

Él se echó a reír y movió la cabeza, pesaroso.

– ¡Eres desesperante! Soy un caballero, Claudia. Hago lo que debe hacer un caballero.

La pobre duquesa difunta, pensó ella. Porque, a diferencia de Lizzie, los hijos ilegítimos de Charlie tenían que haber sido engendrados cuando él ya estaba casado. ¿Cuántos serían? ¿Y qué tipo de vida llevarían? Pero no podía preguntarlo. Era algo de lo que una especie de código de honor le prohibía al caballero hablar con una dama.

– Esto ha estropeado un tanto la atmósfera que esperaba crear esta mañana -dijo él, suspirando-. El aniversario se celebra hoy, Claudia. Mañana o pasado mañana a más tardar debo marcharme. Sé muy bien que soy el único huésped de Alvesley que no tiene ninguna relación de parentesco con la familia. No sé cuándo volveré a verte.

– Nos escribiremos, Charlie.

– Sabes que eso no me basta.

Ella giró la cabeza para mirarlo con más atención. Volvían a ser amigos, ¿no? Resueltamente ella había dejado atrás las heridas del pasado y consentido en tenerle aprecio otra vez, aun cuando había cosas en él que no aprobaba particularmente. Era de esperar que no continuara con la idea…

– Claudia, quiero que te cases conmigo. Te amo, y creo que tú me tienes más afecto del que quieres reconocer. Dime ahora que te casarás conmigo y el baile de esta noche será un cielo para mí. No lo anunciaré ahí, supongo, puesto que es en honor de los Redfield y, además, ninguno de los dos tiene un lazo íntimo con la familia. Pero podremos darlo a conocer de modo informal. Seré el más feliz de los hombres. Sé que esa es una frase horrorosamente manida, pero sería cierta de todos modos. ¿Qué me dices?

Ella estuvo un buen rato sin poder decir nada. La había tomado totalmente por sorpresa, otra vez. Lo que para él había sido el avance de un romance, para ella había sido simplemente la renovación de una amistad. Y justamente ese día no estaba preparada para arreglárselas con eso.

– Charlie, no te amo -dijo finalmente.

A eso siguió un largo e incómodo silencio. Casi habían dejado de caminar. Ella vio en la distancia una pequeña barca alejándose de la orilla: en ella iba Joseph con Lizzie. La golpeó el recuerdo de cuando él la llevó por el río durante la fiesta de jardín de la señora Corbette-Hythe. Pero no debía dejar vagar los pensamientos. Volvió a mirar a Charlie.

– Has dicho lo único para lo cual no tengo ningún argumento -dijo él-. Me amaste, Claudia. Hiciste el amor conmigo. ¿No lo recuerdas?

Ella cerró los ojos y los mantuvo cerrados un instante. En realidad no era mucho lo que recordaba, aparte de los torpes manoseos, el dolor y la feliz convicción posterior de que ya eran el uno del otro para siempre.

– Fue hace mucho tiempo -dijo amablemente-. Ahora somos personas diferentes, Charlie. Te tengo cariño, pero…

– Maldito sea tu cariño -dijo él, y le sonrió triste-. Y maldita tú. Y ahora acepta mis más humildes disculpas por haber empleado ese atroz lenguaje en tu presencia.

– Pero ¿no por los atroces sentimientos?

– No, por esos no. Mi castigo es para toda la vida, entonces, ¿verdad?

– Vamos, Charlie, esto no es un castigo. Te perdoné cuando me lo pediste, pero…

– Cásate conmigo de todos modos, y al diablo el amor. Pero me amas. Estoy seguro.

– Como a un amigo. Él frunció el ceño.

– ¡Córcholis! Piénsalo. Piénsalo largo y tendido. Y te lo pediré otra vez esta noche. Después de eso no volveré a darte la lata. ¿Me prometes que lo pensarás y tratarás de cambiar de opinión?

Ella suspiró y negó con la cabeza.

– No cambiaré de opinión entre ahora y esta noche. Es demasiado tarde para nosotros, Charlie.

– Piénsalo de todas maneras. Esta noche te lo volveré a pedir. Baila el primer conjunto de contradanzas conmigo.

– Muy bien.

Descendió un silencio sobre ellos. Pasado un momento, él lo rompió:

– Ojalá a los dieciocho años hubiera sabido lo que sé ahora, que hay cosas en las que uno no transige. Será mejor que volvamos a la casa, supongo. He hecho el idiota, ¿verdad? Tú sólo puedes ver en mí a un amigo. No me basta. Tal vez esta noche hayas cambiado de opinión. Aunque eso no ocurrirá simplemente porque yo lo deseo, creo.

Sin embargo, pensó ella caminando a su lado, si no se hubieran encontrado en Londres ese año, lo más probable es que él no le hubiera dedicado ni un solo pensamiento en todo el resto de su vida.

Vio que Lizzie iba deslizando la mano por el agua, tal como hiciera ella en el Támesis no hacía mucho. Entonces oyó el sonido de risas: la de él mezclada con la de Lizzie.

Se sintió sola, muy sola, como no se había sentido desde hacía mucho, mucho tiempo; era como si en su interior hubiera un agujero negro sin fondo.

Portia Hunt no tenía a ningún pariente en Alvesley Park. Tampoco tenía ninguna amiga especial, aparte de Wilma. Y Joseph había ido a Lindsey Hall a pasar la mañana.

Pero ellas no eran crueles. Y aunque toda la familia, a excepción del padre y la hermana de Joseph, no aprobaban la elección de Portia Hunt como su futura esposa, sentían verdadera compasión por ella. Se había llevado una desagradable conmoción durante la merienda, aun cuando en gran parte se la había buscado ella misma. Era comprensible que se sintiera humillada. Y estaba claro que se había llevado un gran disgusto a última hora de la tarde y después nuevamente por la noche, cuando Joseph volvió de acompañar a la señorita Martin a Lindsey Hall. Pero, por el motivo que fuera, el compromiso había sobrevivido, según había informado Wilma a todos.