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– Sí. Lo quise muchísimo cuando era niña, y en las últimas semanas, inesperadamente, había llegado a tomarle cariño otra vez. Pensé que podríamos ser amigos toda la vida. Ahora supongo que eso no será posible. Él no es perfecto, como yo lo veía de pequeña. Tiene defectos de carácter, entre otros una cierta debilidad moral, y la incapacidad de mantenerse firme ante un cambio o decepción. Pero todos tenemos debilidades. Es la naturaleza humana. Estoy disgustada con él y por él. Creo que no será feliz. -Eso lo dijo muy seria, ceñuda, pensativa-. ¿Y tú, estás afectado?

– Yo me porté mal. Debería haberle dicho lo de Lizzie antes de pedirle que se casara conmigo; y debería habérselo dicho en privado. Pero en lugar de eso lo mantuve en secreto y la humillé declarándolo en público. Y después no acepté sus exigencias, que ella consideraba muy lógicas y razonables, y probablemente así las consideraría gran parte de la buena sociedad. Estaba aquí sin sus padres ni otros familiares, a los que podría haber recurrido en busca de consejo, apoyo o consuelo. Y por lo tanto ha hecho algo precipitado, lo que no es propio de ella. Sí, estoy afectado. Tal vez he sido la causa de su deshonra permanente.

Ese no era el momento ni el lugar para tener una conversación tan seria. Estaban rodeados por colores, perfumes, voces y risas, todos los elementos festivos de una gran celebración. Entonces comenzó la música, él le rodeó la cintura con un brazo, le cogió la mano mientras ella ponía la otra en su hombro, y comenzó a girar con ella al ritmo del vals.

Pasaron varios minutos y a él no lo abandonaba la sensación de que eran el foco de mucha atención. Casi todos estaban bailando. Cuando desvió la mirada de Claudia, vio a Bewcastle bailando con la duquesa y a Hallmere con la marquesa; ninguno de los cuatro los estaban mirando. Tampoco Lauren ni Kit, ni los Rosthorn, ni Aidan Bedwyn ni su esposa. Aparentemente todos estaban absortos en la dicha de estar juntos y en el vals, como también lo estaban las parejas con las que había estado hablando antes del vals.

Y sin embargo…

Sin embargo tenía la extraña sensación de que todos estaban muy pendientes de él. No sólo de él, y no sólo de Claudia, sino de los dos; de él y de Claudia. No era sólo a él a quien miraban, como si les interesara ver su reacción ante la fuga de su prometida con otro hombre, ni a Claudia, interesados en su reacción ante la fuga de su amigo con otra mujer. Los miraban a los dos, como si pensaran qué les ocurriría ahora a ellos, «ellos dos»: Joseph y Claudia.

Como si todos «lo supieran».

– Me siento muy cohibida -dijo ella, con su expresión severa, y los labios algo tirantes.

– ¿Por el vals?

– Porque tengo la sensación de que todos nos están mirando, lo cual es ridículo. Nadie nos está mirando. ¿Y por qué tendrían que mirarnos?

– ¿Porque saben que los dos acabamos de quedar libres? -sugirió él.

Ella volvió a mirarlo a los ojos e hizo una inspiración para hablar. Pero sólo dijo:

– Ah.

Él le sonrió.

– Claudia, disfrutemos del vals, ¿quieres? Y al diablo quien sea que nos esté mirando.

– Sí -dijo ella, remilgadamente-. Al diablo todos ellos.

Él ensanchó la sonrisa y ella echó atrás la cabeza y se rió, fuerte, atrayendo hacia ellos varias francas miradas.

Después de eso se entregaron a la emoción y al placer puro del baile, girando, girando, casi sin dejar de mirarse a los ojos, sólo en parte conscientes del caleidoscopio de colores y luces de velas que giraban alrededor. No dejaron de sonreír.

– Ooh -dijo ella cuando acabó el vals, como si se sintiera medio pesarosa y medio sorprendida por haber salido del mundo en que habían habitado juntos casi media hora.

– Salgamos de aquí -dijo él. Vio que ella agrandaba los ojos-. Todavía falta media hora para la cena, y habrá más baile después. Nadie va a volver a Lindsey Hall hasta pasadas, como mínimo, dos horas.

– Entonces, ¿no es sólo una corta caminata por la terraza lo que propones?

– No. -La soltó y se cogió las manos a la espalda; alrededor suyo todos ya estaban conversando, habiendo terminado el baile-. La alternativa es pasar el resto de la fiesta bailando con otras parejas y siendo sociables con otras personas.

Ella lo miró y a su cara le volvió algo de severidad.

– Iré a buscar mi chal -dijo.

Él se quedó mirándola alejarse. No iba a ser cómodo, pensó. Para ninguno de los dos. Estar enamorado sabiendo que eso no puede llevar a ninguna parte es una cosa; estar libre para hacer algo al respecto es otra. Pero la libertad puede ser engañosa. Incluso estando Portia fuera del cuadro, había obstáculos a manta, de una milla de altura y dos de ancho.

¿Bastaría el amor para superarlos todos?

Pero todos los obstáculos, le había enseñado su experiencia de la vida en treinta y cinco años, por grandes o pequeños que sean, sólo se pueden superar uno a uno, con paciencia y obstinada resolución.

Si es que se pueden superar.

Echó a caminar hacia la puerta del salón, haciendo como que no veía la mano que agitaba hacia él Wilma, que por suerte estaba bien alejada de la puerta. Ahí esperaría a Claudia.

CAPÍTULO 23

Mientras estaba bailando el vals con Joseph, Claudia se había formado la firme opinión de que los miraban con interés como a una posible pareja. Pero ahora que iba de camino a buscar su chal, se le ocurrió que tal vez las miradas, si es que había habido miradas, eran simplemente de incredulidad porque ella tuviera esa presunción. O tal vez incluso eran de lástima.

Pero bueno, ¿cuándo había comenzado a considerarse indigna de un hombre, fuera quien fuera?

No era inferior a nadie.

Cuando regresó al salón y encontró a Joseph esperándola fuera de la puerta, su paso ya era decidido y en sus ojos brillaba un destello marcial.

¿Y en qué momento comenzó a pensar en él siempre como «Joseph»?

– Tal vez deberíamos salir sólo para una caminata corta.

Él le sonrió de oreja a oreja. Sí que había diferencia entre una sonrisa normal y una ancha, ancha. Y la de él era muy ancha. Se erizó de indignación. Ella estaba haciendo el ridículo delante de la mayor parte de la aristocracia de Inglaterra, y él lo encontraba «divertido».

Él la cogió del codo y la llevó en dirección a la puerta principal.

– Tengo la teoría -dijo-, de que todas tus niñas te obedecen sin rechistar no porque te tengan miedo, sino porque te quieren.

– Un número muy grande de ellas estarían interesadísimas en oír eso, lord Attingsborough -dijo ella, sarcástica-. Podrían no parar de reír hasta Navidad.

Salieron a la terraza. No había nadie, pero no estaba en absoluto silenciosa. Hasta ahí llegaba la música del salón de baile, como también los sonidos de risas y de otro tipo de música procedentes del lado del establo y la cochera, donde los mozos y cocheros, tal vez acompañados por criados y criadas desocupados, estaban celebrando su propia fiesta, aprovechando el tiempo que tendrían que esperar para llevar a sus empleadores a casa.

– ¿Así que otra vez soy lord Attingsborough, Claudia? -dijo él, echando a caminar en dirección al establo-. ¿No lo encuentras un tanto ridículo después de lo de anoche?

Esa irresponsabilidad le había parecido bastante disculpable a ella en aquel momento, porque no se iba a repetir: sabía que la señorita Hunt recapacitaría y no rompería el compromiso. Lo de la noche pasada había sido algo único, algo que recordaría todo el resto de su vida, una tragedia secreta que aceptaría de todo corazón y no permitiría que la amargara.

Que la señorita Hunt hubiera vuelto a poner fin al compromiso esa noche, y esta vez para siempre, debería simplificarle la vida, aumentar sus esperanzas, hacerla feliz, sobre todo dado que él inmediatamente le solicitó que bailara el vals con él y luego le propuso esa salida.

Pero su vida se le antojaba más complicada que nunca.