– Si pudieras retroceder en el tiempo -dijo él, cogiendo sus pensamientos en el punto donde se los había interrumpido- y rechazar mi ofrecimiento de llevarte en mi coche a Londres con tus dos alumnas, ¿lo harías?
¿Lo rechazaría? Una parte de ella dijo un rotundo sí; si hubiera rechazado el ofrecimiento, su vida habría continuado tal como era antes: tranquila, ordenada, conocida. O tal vez no. De todos modos, podría haberse encontrado con Charlie en el concierto en casa de Peter y Susanna, y tal vez ella habría reaccionado de forma algo diferente hacia él. Sin la existencia de Joseph en su vida, a lo mejor habría vuelto a enamorarse de Charlie; igual en ese momento estaría tomando una decisión respecto a él. Tal vez…
No, eso era imposible. Eso no habría ocurrido jamás. Aunque quizá…
– No tiene ningún sentido desear cambiar un detalle del pasado -dijo-. No se puede. Y aún en el caso de que se pudiera, sería tonto. Mi vida habría continuado de otra manera si hubiera dicho que no, aun cuando eso ocurrió sólo hace unas semanas. No sé cómo habría continuado.
Él se rió. Después desapareció entre los coches, hacia el lugar donde los mozos y cocheros celebraban su fiesta, y al cabo de un momento reapareció con una linterna encendida en la mano.
– ¿Y tú harías las cosas de otra manera? -le preguntó ella.
– No.
Le ofreció el brazo y ella se lo cogió. Qué alto, sólido y cálido, pensó. Olía bien. Era apuesto, encantador, rico y aristócrata: algún día sería «duque». Y era muy, muy masculino. Si alguna vez hubiera soñado con el amor y el romance, aunque fuera a su edad, y sí, claro que había soñado, habría sido con un hombre totalmente diferente en todos los sentidos.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó él.
Iban por el camino principal, cayó ella en la cuenta, en dirección al puente palladiano. Estaba bastante oscuro, pues había nubes altas que tapaban la luna y las estrellas. El aire estaba más fresco que la noche anterior.
– En el hombre de mis sueños -contestó.
Él giró la cabeza hacia ella y levantó la linterna para verle la cara, y ella vio la suya. Sus ojos se veían oscuros, insondables.
– ¿Y? -la alentó él.
– Un caballero muy corriente, modesto, sin título ni grandes riquezas, pero muy inteligente y con buena conversación.
– Lo encuentro soso.
– Sí, eso también. La sosería es una cualidad infravalorada.
– ¿No soy yo el hombre de tus sueños, entonces?
– No, en absoluto.
Entraron en el puente y se detuvieron junto al parapeto de piedra de un lado a contemplar la corriente de agua oscura que fluía en dirección al lago. Él dejó encima la linterna.
– Pero claro -dijo ella-, yo no puedo ser la mujer de tus sueños.
– ¿No?
Ella no le veía la cara, pues la luz de la linterna le iluminaba la espalda. Le fue imposible saber por su tono si se sentía divertido o triste.
– No soy hermosa -dijo.
– No eres «guapa» -concedió él-. Decididamente eres hermosa.
Qué granuja. ¿Llevaría hasta el final la galantería, pues?
– No soy joven.
– Eso es relativo, cuestión de perspectiva -dijo él-. Para las niñas de tu escuela sin duda eres un fósil. A un octogenario le parecerías una dulce jovencita. Pero tenemos casi exactamente la misma edad, y puesto que yo no me considero viejo, muy lejos de eso, debo insistir en que eres joven.
– No soy elegante, ni vivaz ni… -Se le agotaron las ideas.
– Lo que eres, es una mujer que a muy temprana edad perdió dolorosamente su confianza en su belleza, encanto y atractivo sexual. Eres una mujer que sublimó su energía sexual en forjarse una profesión exitosa. Eres una mujer de carácter y voluntad, muy inteligente y culta. Eres una mujer rebosante de compasión y amor por tus semejantes. Y eres una mujer con tanto amor sexual para dar que haría falta mucho más que tu intelectual tranquilo y soso para satisfacerte, a no ser, claro, que tuviera profundidades ocultas también. Sólo por argumentar, supongamos que no las tiene, que simplemente es un hombre corriente, soso, con buena conversación para ofrecerte y nada más. Nada de «pasión». Ese no es un hombre para soñar con él, Claudia, más bien se acerca a una pesadilla.
Ella sonrió, a su pesar.
– Eso está mejor -dijo él, y ella cayó en la cuenta de que él le veía la cara-. Tengo una marcada debilidad por la señorita Martin, maestra de escuela, aunque es posible que ella elija a un compañero de cama frío. Claudia Martin, la mujer, no lo elegiría. En realidad, tengo la prueba de eso.
– Lord Attingsborough…
– Claudia -continuó él, al mismo tiempo-. Ya hemos hecho nuestra corta caminata. Ahora podemos volver a la casa y al salón de baile, si quieres. Es del todo posible que ni la mitad de los invitados hayan advertido nuestra ausencia. Podemos volver al salón a continuar el resto del baile por separado para no dar pie a habladurías entre esos invitados que son menos de la mitad. Y mañana yo puedo ir a Lindsey Hall para llevarme a Lizzie, y tú puedes volver a Bath, y entonces los dos podemos arreglárnoslas con los recuerdos que se irán desvaneciendo poco a poco a lo largo de semanas y meses. O podemos alargar nuestro paseo.
Ella lo miró, aunque, claro, no le veía la cara.
– Este es uno de esos momentos decisivos que pueden cambiar para siempre el curso de una vida -añadió él.
– No, no lo es. O por lo menos no es más importante que cualquier otro momento. Cada momento es decisivo, y cada momento nos pone inexorablemente en dirección al resto de nuestra vida.
– Considéralo así si te parece -dijo él-, pero la decisión de este momento nos espera a los dos. ¿Cuál ha de ser? ¿Un intento desesperado de volver a cómo eran las cosas antes que yo me presentara en la Escuela de Niñas de la Señorita Martin con una carta de Susanna en el bolsillo de mi chaqueta? ¿O un salto en la oscuridad, casi literal, y la oportunidad de algo nuevo y muy posiblemente maravilloso? ¿Incluso perfecto? -Nada en la vida es perfecto.
– Permíteme que discrepe. Nada es «permanentemente» perfecto. Pero hay momentos perfectos y la voluntad de elegir lo que producirá más de esos momentos. Lo de anoche fue perfecto. Lo fue, Claudia, y no permitiré que lo niegues. Fue simplemente perfecto.
Ella exhaló un suspiro.
– Hay muchas complicaciones.
– Siempre las hay. Así es la vida. Ya deberías saberlo. Una posible complicación es que la puerta de la cabañita del bosque podría estar cerrada con llave, a diferencia de ayer por la tarde.
Ella se quedó sin habla, aun cuando en el momento mismo en que él le propuso salir a caminar comprendió adonde irían. No tenía ningún sentido intentar negarse eso a sí misma, ¿verdad?
– Tal vez -dijo- la dejan encima del dintel o a un lado del peldaño o en otro lugar donde es fácil encontrarla. -Seguía sin verle la cara, pero captó brevemente el brillo de sus dientes-. Será mejor que vayamos a ver -añadió, arrebujándose más el chal.
– ¿Estás segura? -preguntó él en voz baja.
– Sí.
Cuando reanudaron la marcha, en lugar de ofrecerle el brazo, él le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de ella. Llevaba la linterna en alto; era necesaria su luz al otro lado del puente, donde el follaje de los árboles impedía el paso de la poca luz procedente del cielo. Encontraron el no muy hollado sendero por el que volvieron la tarde anterior, y lo siguieron por entre los árboles hasta que llegaron a la cabaña.
La puerta estaba abierta.
En el interior, que ella sólo había visto a medias la otra vez, había un hogar con la leña lista para encender el fuego, más leña apilada a un lado, una mesa sobre la que había unos cuantos libros, una cajita con lumbre, una lámpara, y más allá una mecedora con una manta encima. Y adosada a una pared, estaba la cama estrecha en la que encontraron a Lizzie.
Todo se veía más bonito y acogedor esa noche. Joseph dejó la linterna en la mesa y se arrodilló ante el hogar a encender el fuego. Ella se sentó en la mecedora y comenzó a mecerse lentamente, sujetándose los extremos del chal. Sentía la placentera anticipación de lo que vendría. Todo el día había sentido sensibles los pechos y una leve irritación en la entrepierna y en la vagina, por la relación sexual de esa noche pasada.