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¡Cómo se había atrevido!

Pero, aah, la habitación era silenciosa, la cama muy cómoda y el aire que entraba por la ventana abierta, fresco. Sólo había un pájaro fuera echando al aire su corazón con sus trinos. Se adormiló y en realidad hasta durmió un rato.

Y después cenó con las chicas en la cómoda y relativa quietud del comedor privado; comieron carne asada con patatas y col hervidas, seguidos por un pudín de sebo con nata y flan y luego té. Después se vio obligada a reconocer que se sentía reanimada y muy aliviada de que el marqués de Attingsborough no hubiera supuesto que debía compartir el comedor con ellas. Las dos chicas se veían soñolientas. Estaba a punto de sugerir que se fueran a acostar las tres, aun cuando todavía había luz fuera y era bastante temprano, cuando sonó un golpe en la puerta, esta se abrió y apareció el marqués en persona.

– Ah -dijo, sonriendo y haciendo una venia-. ¿Señorita Martin? ¿Damitas? Me alegra mucho que esta posada tenga por lo menos un salón privado. Yo he sido obsequiado durante la comida con conversaciones sobre cosechas, caza y molinos.

Claudia supuso que él no se habría alojado en esa posada si no se hubiera comprometido a acompañarla. Probablemente ahora estaría en la George and Pelican o en la Castle, dos posadas que ella no podía permitirse por los precios. Era de desear que él no esperara que ella le agradeciera el privilegio de haber disfrutado de ese comedor y de las habitaciones. Seguía erizada por el recuerdo de cómo había ejercido su poder sin decir palabra mientras ella se sentía una mujer impotente e inepta.

Las chicas se habían levantado y estaban haciéndole una reverencia; ella también se levantó, pero se limitó a inclinar educadamente la cabeza.

– Espero -dijo él, entrando en la sala- que hayan pasado un día de relativa comodidad. Espero que no tengan desencajados todos los huesos del cuerpo.

– Ah, no, milord -contestó Flora-. Nunca había soñado que un coche pudiera ser tan cómodo. Ojalá el viaje pudiera durar una semana. O dos.

Él se rió, y Edna, que parecía un conejo asustado, emitió sus risitas.

– Supongo que las dos se sienten terriblemente desdichadas por haber dejado la escuela y a sus amigas -dijo él- y al mismo tiempo están entusiasmadas ante la perspectiva de comenzar una nueva vida como adultas.

Edna volvió a inclinarse en una reverencia.

– Algunas de esas chicas son como hermanas -dijo Flora-, y me duele aquí -se golpeó el pecho con el puño- saber que tal vez no vuelva a verlas nunca más. Pero estoy dispuesta a trabajar para ganarme la vida, milord. No podemos continuar eternamente en la escuela, ¿verdad?

Claudia miró fijamente al marqués, suponiendo que lo vería asombrado porque la chica tenía el descaro de contestarle con algo más que un monosílabo. Pero él continuó sonriendo.

– ¿Y qué empleo ha escogido, señorita…?

– Bains, milord.

– Señorita Bains.

– Voy a ser institutriz. Siempre he deseado serlo, desde que aprendí a leer y a escribir a los trece años. Creo que poder enseñar esas cosas a otras personas es lo más maravilloso que se puede hacer en la vida. ¿No está de acuerdo, milord?

Claudia tenía mucho miedo de que Flora hablara demasiado, pero la complacía oír que incluso en la excitación del momento la chica lo hiciera con un acento decente y la gramática correcta, muy diferente a como hablaba cuando llegó a la escuela cinco años atrás.

– Estoy muy de acuerdo -contestó él-, aunque no puedo decir que considerara un santo a mi primer preceptor cuando me enseñó a leer. Usaba la vara con demasiada frecuencia para mi gusto.

Edna se rió.

– Bueno, eso fue tonto -dijo Flora-. ¿Cómo puede aprender bien una persona cuando se la golpea? Y, peor aún, ¿cómo puede disfrutar de aprender? Eso me recuerda cuando me enseñaron a coser en el orfanato. Nunca aprendí bien y todavía detesto coser.

Claudia frunció los labios. Flora estaba lanzada. Pero su pasión al hablar era encomiable.

– Veo que va a ser una fabulosa institutriz, señorita Bains -dijo el marqués-. Sus alumnos serán niños afortunados. ¿Y usted, señorita…?

Miró a Edna con las cejas arqueadas, y esta se ruborizó y se rió, y dio la impresión de que sólo deseaba que se abriera un agujero negro bajo sus pies y se la tragara.

– Wood, excelencia, es decir, milord.

– Señorita Wood. ¿Va a ser institutriz también?

– Sí, milord, es decir, excelencia.

– Creo que los títulos se han inventado para confundirnos horrorosamente -dijo él-. Como si el hecho de que muchos estemos bendecidos por lo menos con dos apellidos no fuera ya lo bastante complicado para las personas que conocemos a lo largo de nuestra vida. Así que va a ser institutriz, señorita Wood, y sin duda muy buena también, bien educada y bien formada en la Escuela de la Señorita Martin.

Al instante miró a Claudia, de una manera que le indicó a Edna que no debía sentir la necesidad de componer una respuesta a su observación. Muy considerado por su parte, tuvo que reconocer Claudia a regañadientes.

– Señorita Martin -continuó él-, vine a ver si las tres están preparadas para retirarse a sus dormitorios. Si lo están, las acompañaré por el atiborrado comedor y hasta sus habitaciones para que nadie las moleste por el camino.

– Gracias -dijo Claudia-. Sí, ha sido un día largo, y mañana nos espera otro.

Sin embargo, después de acompañarlas por el comedor público, pasando junto a varios grupos de hombres que estaban conversando ruidosamente, y luego por la escalera hasta las habitaciones, una vez que Flora y Edna entraron en su dormitorio y cerraron la puerta, no se volvió inmediatamente hacia la escalera para bajar.

– Claro que todavía es bastante temprano, señorita Martin -dijo-. Y cansado como estoy después de la larga cabalgada, siento la necesidad de estirar las piernas antes de acostarme. Tal vez usted sienta una necesidad similar, sumada al deseo de hacer entrar aire fresco en sus pulmones. ¿Le apetecería acompañarme en una corta caminata?

A ella no le apetecía en absoluto.

Pero todavía sentía la comida en el estómago aun cuando no se había servido mucho de nada, y seguía sintiéndose agarrotada por el viaje. Además, al día siguiente la esperaba un viaje casi igual de largo. Ansiaba respirar aire fresco y ejercitar las piernas.

Y no podía salir a caminar sola en una ciudad desconocida estando ya oscuro.

El marqués de Attingsborough era amigo de Susanna, se dijo, y ella hablaba muy bien de él. El único motivo que tenía para no acompañarlo era que no le caía bien, aunque en realidad no lo conocía, ¿verdad? Y, bueno, que era un hombre, aunque eso era claramente ridículo. Bien podía ser una solterona vieja, pero no iba a rebajarse a parecerse al tipo de solterona anciana que sonríe afectadamente, se ruboriza y en general se desarma tan pronto como aparece un hombre a la vista.

– Gracias -dijo-. Iré a buscar la capa y la papalina.

– Estupendo. La esperaré en lo alto de la escalera.

CAPÍTULO 03

La señorita Claudia Martin, observó Joseph, se había puesto la misma capa y la misma papalina grises que había llevado todo el día. Cuando salieron de la posada caminaron por la calle que seguía la pared del patio del establo hasta que doblaron por una calle más estrecha que llevaba a los campos. Ella caminaba a su lado haciéndole innecesario acortar los pasos. No le ofreció el brazo. Percibía que sería un error hacerlo.

Ya estaba oscureciendo, pero esa no sería una noche oscura, calculó. Ahora que era demasiado tarde para que brillara el sol, se habían alejado las nubes y la luna ya estaba brillando arriba.

– Tal vez mañana sea un día más luminoso -dijo.

– Es de esperar -convino ella-. El sol siempre es preferible a las nubes.

Él no sabía por qué la invitó a caminar con él, aparte de que le interesaba su escuela. No había visto en ella la menor señal de que él le cayera bien.