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– Puede ser. Pero no hay signos de violencia en la cocina. Y el sistema de alarma estaba apagado, ¿verdad?

Manx pareció molesto y asombrado porque hubiera acertado.

– Sí, estaba apagado, así que quizá era alguien a quien conocía.

– Es posible -Maggie se levantó y examinó el resto de la habitación-. Pero la agresión no se produjo hasta que llegaron aquí. Puede que ella lo estuviera esperando, o quizá que lo invitara a subir. Seguramente por eso sólo hay signos de violencia en el dormitorio. Puede que ella cambiara de idea y no quisiera seguir con lo que hubieran acordado, fuera lo que fuese. Estas salpicaduras de la puerta son extrañas -las señaló, procurando cuidadosamente no tocarlas-. Están muy abajo. Uno de ellos tenía que estar en el suelo cuando se infligió esa herida.

Se acercó a la ventana, notando que los hombres la seguían con la mirada. De pronto parecía haber captado su atención. A través de las finísimas cortinas se veía el jardín posterior, espacioso y rodeado de cornejos en flor y altísimos pinos, igual que el suyo. Ni siquiera se veían las casas de los vecinos, ocultas todas ellas entre la maleza y los árboles. Nadie habría visto entrar o salir a un intruso desde aquel lado. Pero ¿cómo había salvado el agresor el obstáculo que interponían el abrupto promontorio y el riachuelo? ¿Habría so-brestimado Maggie la fortaleza de aquella barrera natural?

– En realidad, no hay mucha sangre -prosiguió-. A no ser que haya mucha más en el baño. Puede que no haya cuerpo porque la víctima saliera por su propio pie.

Notó que Manx resoplaba.

– ¿Cree que comieron tranquilamente, que él le dio una paliza porque al final ella decidió que no iban a follar y que luego se fue con él por propia voluntad? ¿Y que, mientras tanto, nadie oyó ni vio nada en este puto barrio? -Manx se echó a reír.

Maggie hizo caso omiso de su sarcasmo.

– Yo no he dicho que se fuera voluntariamente. Además, esta sangre está demasiado seca y coagulada. Es imposible que los hechos hayan ocurrido hace un par de horas, durante la comida. Creo que sucedieron esta mañana, temprano -miró al forense, pidiéndole confirmación.

– En eso tiene razón -dijo él, asintiendo.

– No creo que comieran juntos. Seguramente él se preparó un sandwich. Debería meter el sandwich en una bolsa. Si no se puede sacar un molde dental, tal vez pueda hacerse un análisis del ADN de la saliva.

Cuando al fin se volvió a mirarlo, Manx la estaba observando fijamente. Su irritación parecía haberse convertido de pronto en perplejidad, y las arrugas de sus ojos se habían hecho más profundas. Maggie comprendió que era mayor de lo que le había parecido en un principio. Lo cual significaba que la ropa y el pelo revuelto eran síntomas de una crisis de mediana edad, y no de la indiscreción propia de la juventud. Reconocía la mirada incrédula de Manx. Era la misma que solía recibir tras examinar el escenario de un crimen. A veces, aquella mirada la hacía sentirse como una adivinadora de tres al cuarto, o como si tuviera poderes paranormales. Pero, por debajo del escepticismo que despertaba, se advertía siempre un asombro y un respeto que redimían aquella reacción inicial.

– ¿Le importa que le eche un vistazo al baño? -preguntó.

– Está usted en su casa -Manx sacudió la cabeza y le indicó que pasara.

Maggie se detuvo antes de llegar a la puerta del cuarto de baño. Sobre la cómoda había una fotografía. Al instante reconoció a la bella rubia que le sonreía desde el marco, con un brazo alrededor de un hombre de pelo oscuro mientras con la otra mano acariciaba la cabeza de un labrador blanco. Era la mujer con la que Tess y ella habían hablado el primer día que fue a ver su casa nueva.

– ¿Qué pasa? -preguntó Manx, acercándose a ella.

– Conocí a esta mujer la semana pasada. Se llama Rachel Endicott. Cuando la conocí, salía a hacer footing.

Entonces vio más sangre por el espejo de la cómoda. Esta vez, era una mancha en el bajo del volante de la colcha. Se detuvo y se dio la vuelta, vacilando. ¿Era posible que quienquiera que hubiera sangrado estuviera aún bajo la cama?

Capítulo 5

Maggie observó el volante ensangrentado y luego se acercó lentamente a la cama.

– En realidad, iba paseando -dijo, procurando mantener la voz en calma-. Llevaba un perro, un labrador blanco.

– Nosotros no hemos visto ningún perro -dijo Manx-. A no ser que esté fuera, en el jardín, o en el garaje.

Maggie se agachó despacio. También había sangre en las junturas de la tarima. Parecía que el intruso se había tomado la molestia de limpiar aquellas manchas. Pero ¿por qué lo había hecho? Tal vez porque la sangre era suya.

La habitación quedó en silencio cuando al fin los hombres repararon en la sangre del bajo del volante de la cama. Maggie sintió que se inclinaban hacia ella, esperando. Incluso Manx permanecía en silencio, aunque por el rabillo del ojo Maggie vio que movía con impaciencia la puntera del zapato.

Levantó la tela fruncida, evitando la zona ensangrentada. Antes de que pudiera agacharse a mirar, un gruñido profundo y gutural le hizo apartar la mano, asustada.

– ¡Mierda! -exclamó Manx, retirándose tan bruscamente que empujó la mesilla de noche contra la pared, arañándola.

Maggie percibió un brillo metálico en su mano y comprendió que había sacado el arma reglamentaria.

– Apártese -de pie junto a ella, Manx le dio un empujón en el hombro que estuvo a punto de derribarla.

Maggie lo agarró del brazo mientras apuntada, nervioso, listo para disparar si algo se movía bajo la cama, aunque no pudiera verlo.

– ¿Qué demonios está haciendo? -gritó ella.

– ¿A usted qué coño le parece?

– Cálmese, detective -el forense agarró a Manx del otro brazo y lo apartó suavemente.

– Puede que ese perro sea nuestro único testigo -dijo Maggie, arrodillándose de nuevo pero manteniéndose a una distancia prudencial.

– Sí, ya. Como si un perro pudiera contarnos lo que ha pasado.

– Ella tiene razón -dijo el forense con voz extrañamente pausada-. Los perros pueden decirnos muchas cosas. Veamos si podemos hacernos con éste.

Entonces miró a Maggie como si esperara sus instrucciones.

– Seguramente estará herido -dijo ella.

– Y asustado -añadió el médico.

Ella se levantó y miró a su alrededor. ¿Qué diablos sabía ella de perros, y menos aún de cómo ganarse su confianza?

– Mire en el armario y traiga un par de chaquetas -le dijo-. Preferiblemente gruesas, de lana a ser posible, y que estén usadas, sin lavar. Puede que haya alguna ropa en el suelo.

Encontró una raqueta de tenis apoyada contra la pared. Rebuscó en los cajones de la cómoda y vio una percha para corbatas en la parte interior de la puerta del armario. Tomó una corbata de seda muy fina y ató uno de sus extremos al mango de la raqueta. En el otro extremo, hizo un nudo corredizo. El forense regresó con varias chaquetas.

– Agente Hillguard -dijo-, vaya a buscar unas mantas. Detective Manx, póngase a los pies de la cama. Cuando le digamos, levante la colcha.

Maggie notó que Manx no parecía irritado con el forense. En realidad, parecía admirar al hombre de más edad, y al instante ocupó su puesto a los pies de la cama.

El forense le dio a Maggie una de las chaquetas, una costosa prenda de tweed. Ella olfateó la manga. Excelente. Todavía quedaba un leve rastro de perfume. Se puso la chaqueta, metiendo los brazos desnudos en las mangas, pero dejando suficiente espacio en los extremos para emburujar los puños. Luego asió la raqueta y se arrodilló a medio metro de la cama. El forense se arrodilló a su lado mientras el agente Hillguard dejaba una colcha y dos mantas en el suelo, junto a ellos.

– ¿Listos? -el médico los miró a los tres-. Está bien, detective Manx. Alce la colcha, pero despacio.

Esta vez, el perro estaba en guardia. Tenía los ojos vidriosos, profería un bajo y profundo gruñido y enseñaba los dientes. Pero no se tiró a ellos. No podía. Bajo el pelo ensangrentado, antes blanco, Maggie localizó la herida principal, un corte justo sobre la escápula, muy cerca de la garganta. El denso pelaje parecía haber detenido momentáneamente la hemorragia.