Le dio la tarjeta de crédito y los billetes. Le pellizcó la mejilla y se fue antes de que ella pudiera decir nada. Pero Tess notó que se paraba en la puerta a hablar con la pareja a la que había visto.
De pronto, se dio cuenta de que el camarero seguía junto a la mesa, mirándola fijamente, pasmado, aguardando sus instrucciones.
– Creo que quiero la cuenta, por favor.
Él siguió mirándola y luego alzó la botella descorchada.
– Ni siquiera les he servido una copa.
– Tómesela luego, con los otros camareros.
– ¿Lo dice en serio?
– Sí. De mi parte. De verdad. Ah, y, antes de que me traiga la cuenta, ¿le importaría añadir dos de los platos más caros que haya en la carta?
– ¿Quiere que se los pongamos para llevar?
– Oh, no. No los quiero en absoluto. Sólo quiero pagarlos -sonrió y levantó la tarjeta de crédito. Él pareció captar el mensaje, le devolvió la sonrisa y se apresuró a obedecerla.
Si Daniel insistía en tratarla como a una puta, sin duda podía complacerlo. Tal vez, con su estúpida cabecita, no fuera capaz de comprender algo tan complejo como el mercado bursátil, pero sabía muchas otras cosas de las que Daniel no tenía ni idea.
Firmó la cuenta que le llevó el camarero, asegurándose de añadir una magnífica propina para él. Luego agarró sus doscientos dólares y paró un taxi, confiando en que la rabia se le hubiera pasado cuando llegara a casa. ¿Cómo podía Daniel arruinarle una noche así? Ella estaba deseando celebrarlo. Tal vez para Daniel diez mil dólares fueran una menudencia, pero para ella aquel dinero significaba un gran logro en su largo viaje cuesta arriba. Se merecía al menos una palmada en la espalda. Se merecía una fiesta. En cambio, sólo le quedaba un largo y solitario trayecto en taxi hasta su casa desde Washington D. C.
– Perdone -dijo inclinándose hacia delante en el taxi, que olía a rancio-. Cuando lleguemos a Newburgh Heights, no me lleve a la dirección que le he dado. Lléveme al bar parrilla Louie, en la 59 con Laurel.
Capítulo 15
Kansas City, Missouri
Domingo por la noche
Era casi medianoche cuando los agentes Preston Turner y Richard Delaney llamaron a la puerta de la habitación de Maggie en el hotel.
– ¿Te apetece una copa antes de irte a la cama, O'Dell?
Turner llevaba vaqueros azules y un polo morado que resaltaba su bronceado. Delaney, en cambio, llevaba puesto aún el traje; sólo la corbata ladeada y el cuello abierto indicaban que ya no estaba de servicio.
– No sé, chicos. Es tarde -no es que tuviera sueño. Sabía que aún tardaría horas en irse a la cama.
– Todavía no son las doce -Turner le sonrió-. La fiesta acaba de empezar. Además, estoy muerto de hambre -miró a Delaney, pidiéndole apoyo. Delaney se limitó a encogerse de hombros. Era cinco años mayor que Turner y Maggie, y tenía mujer y dos hijos. Maggie imaginaba que había sido un caballero del sur educado y formal hasta cuando tenía diez años, pero Turner conseguía hacer aflorar en él su lado competitivo.
Ambos notaron que Maggie había abierto la puerta con la pistola firmemente sujeta en la mano derecha y que la mantenía pegada al costado. Sin embargo, ninguno dijo nada. De pronto, a Maggie la pistola le pareció sumamente pesada. Se preguntaba por qué la aguantaban Turner y Delaney, aunque sabía que era Cunningham quien siempre los enviaba a los tres a las mismas conferencias. Turner y Delaney se habían convertido en su sombra desde el mes de octubre anterior, tras la huida de Stucky. Al quejarse ante Cunningham, el director adjunto se había mostrado ofendido porque lo acusara de ponerle perros guardianes para asegurarse de que no salía en busca de Stucky por su cuenta. Sólo después se le ocurrió pensar que tal vez su jefe lo hacía por protegerla. Lo cual era ridículo. Si Albert Stucky quería hacerle daño, ninguna exhibición de fuerza podría detenerlo.
– Ya sabéis que no tenéis que hacerme de niñeras, chicos.
Turner se fingió ofendido y dijo:
– Vamos, Maggie, tú sabes que no es por eso.
Sí, lo sabía. A pesar de su misión, Turner y Delaney nunca la habían tratado como a una damisela en apuros. Maggie se había esforzado durante años por conseguir que la trataran como a una igual. Quizá por eso el propósito de Cunningham, aunque bienintencionado, seguía enfureciéndola.
– Venga, Maggie -dijo finalmente Delaney-. Conociéndote, seguro que ya te sabes de memoria la conferencia de mañana.
Delaney permanecía educadamente en el pasillo, mientras que Turner se apoyaba en el quicio de la puerta como si pensara quedarse allí hasta que Maggie accediera.
– Esperad, voy por mi chaqueta.
Cerró la puerta lo suficiente como para que Turner se retirara y le dejara un poco de intimidad. Se ajustó la sobaquera, pasándose el cinturón de cuero sobre el hombro y sujetándoselo prietamente contra el costado. Luego deslizó el revólver en la funda y para ocultar su abultamiento se puso una chaqueta de punto azul marino.
Turner tenía razón. El bar parrilla cercano, situado en la zona de Westport, estaba lleno de asistentes a la conferencia, bulliciosos y trasnochadores. Turner les explicó que el distrito bohemio del centro de la ciudad, la cual mostraba aún pintorescos vestigios de su antigua importancia como puerto comercial, era el «meollo de la vida nocturna de Kansas City». Maggie nunca se había molestado en averiguar por qué Turner siempre estaba al corriente de semejantes detalles. Parecía experto en localizar los lugares de moda de cada ciudad que visitaban.
Delaney, que iba delante, zigzagueando entre la multitud reunida junto a la barra, encontró una mesa en el rincón más alejado. Sólo cuando Maggie y él se sentaron, descubrieron que habían perdido a Turner. Éste se había parado a hablar con un par de chicas encaramadas a los taburetes de la barra. Maggie adivinó por sus vestidos ceñidos y sus largos y brillantes pendientes que no eran agentes de policía, sino más bien dos mujeres solteras en busca de un hombre con placa.
– ¿Cómo lo hará? -preguntó Delaney, mirándolo, asombrado.
Maggie miró a su alrededor mientras colocaba su silla contra la pared para tener a la vista todo el local. Odiaba darle la espalda a una multitud. En realidad, odiaba las multitudes. Cúmulos de humo de tabaco pendían sobre la habitación como una niebla que se aposentara durante la noche. El bullicio de las voces y las risas se mezclaba y obligaba a alzar la voz desagradablemente. Y aunque estuviera con Turner y Delaney, odiaba las miradas que le lanzaban los hombres. Algunas de ellas le recordaban las de los buitres esperando a que su presa se quedara sola e indefensa.
– ¿Sabes?, yo hasta cuando estaba soltero odiaba ligar -confesó Delaney, sin dejar de mirar a su compañero-. Pero Turner hace que parezca fácil -acercó un poco más su silla a la mesa y se inclinó hacia delante, como si se dispusiera a fijar toda su atención en Maggie-. Bueno, ¿y tú qué? ¿Estás pensando en volver al terreno de juego?
– ¿Al terreno de juego? -ella no tenía ni idea de qué estaba hablando.
– A todo ese rollo de salir por ahí y ligar. ¿Cuánto ha pasado? ¿Tres, cuatro meses?
– Todavía no estoy divorciada. Me fui del piso el viernes pasado.
– No sabía que todavía vivíais juntos. Pensaba que habíais roto hace meses.
– Sí. Pero era más práctico para los dos seguir viviendo juntos hasta que todo estuviera arreglado. Además, casi nunca estamos en casa.
– Vaya, por un momento pensé que estabais pensando en intentarlo otra vez -Delaney parecía esperanzado. Maggie sabía que creía firmemente en el matrimonio. A pesar de admirar la pericia de Turner con las mujeres, a Delaney parecía encantarle estar casado.