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Tenía que cambiar de tema antes de dejarse arrastrar por una disertación sobre los efectos de la maldad, sobre ese lado oscuro de la naturaleza humana que era capaz de las mayores atrocidades. Hablar sobre ello la conducía inexorablemente a reflexionar sobre la cuestión de qué llevaba a algunas personas a cruzar la línea entre el bien y el mal, mientras que otras no osaban hacerlo. Después de años analizando la maldad, Maggie aún ignoraba la respuesta a esa pregunta.

– ¿Qué me dicen del móvil? -preguntó-. ¿Cuáles son los móviles estereotípicos?

– El sexo -dijo desde el fondo un joven que pareció ufanarse ante la expectación y las risas que despertaba la sola mención de aquella palabra-. Los asesinos en serie, ¿no suelen extraer algún tipo de gratificación sexual del asesinato, al igual que los violadores?

– Un momento -dijo la única mujer presente en la sala-. La violación no tiene que ver con el sexo.

– En realidad, esa afirmación no es del todo cierta -dijo Maggie-. La violación tiene mucho que ver con el sexo -al instante se oyeron suspiros exasperados y algunos sacudieron la cabeza, incrédulos, como si no esperaran aquello de una mujer-. La violación tiene mucho que ver con el sexo -repitió Maggie, ignorando su escepticismo-. Es la única variable que distingue la violación de cualquier otro crimen violento. No quiero decir con eso que los violadores actúen simplemente por obtener placer sexual, pero sí que utilizan el sexo como un arma para conseguir sus propósitos. De modo que es un error afirmar que la violación no está relacionada con el sexo, puesto que el sexo es sin duda una de las armas que utilizan los agresores.

»En realidad, los violadores y los asesinos en serie utilizan el sexo y la violencia de forma muy parecida. Ambas cosas constituyen poderosas armas destinadas a degradar a la víctima y dominarla. Algunos asesinos en serie incluso son al principio violadores en serie. Pero en algún punto del camino deciden dar un paso más para conseguir su gratificación. Pueden empezar experimentando de forma progresiva, practicando métodos de tortura y llegando luego a la estrangulación o el apuñalamiento. A veces, no les basta con eso y comienzan a practicar diversos rituales con el cadáver. Nos encontramos entonces ante casos como el del Flautista, que descuartizaba a sus víctimas, las guisaba y se las daba de comer a sus otras víctimas -sorprendió algunas muecas de asco. El escepticismo parecía haber dado paso a una curiosidad morbosa-. O el caso de Albert Stucky -continuó-, quien comenzó a experimentar con diversos rituales de tortura, amputando a sus víctimas el clítoris o los pezones sólo para oírlas gritar y suplicarle -dijo esto con calma y naturalidad, a pesar de que advirtió que sus músculos se crispaban súbitamente a causa de un reflejo involuntario, como si su cuerpo se aprestara a huir o a luchar cada vez que pensaba en Stucky-. O podemos hallarnos ante otro tipo de rituales -dijo, intentando ahuyentar la imagen de Stucky de su mente-. El otoño pasado, en Nebraska, identificamos a un asesino que daba la extremaunción a sus pequeñas víctimas antes de estrangularlas y apuñalarlas hasta la muerte.

– Espere, espere -la interrumpió el detective Ford-. ¿Nebraska? ¿Es usted la trazadora que se ocupó del caso de los niños asesinados?

A Maggie la sorprendió la simplicidad de aquella descripción.

– Sí, soy yo.

– Precisamente Morrelli nos estuvo hablando anoche de ese caso.

– ¿El sheriff Nick Morrelli? -un cosquilleo inesperado, pero dulce, invadió su cuerpo envarado.

– Sí, anoche salimos con él a cenar unas costillas. Pero ya no es sheriff. Cambió la placa por el traje y la corbata. Ahora trabaja en la oficina del fiscal de Boston.

Maggie retrocedió hacia la parte frontal de la sala, confiando en que, con la distancia, el público no notara su repentino desasosiego. Cinco meses antes, aquel arrogante sheriff de pueblo había sido una espina clavada en su costado desde el día en que llegó a Platte City, Nebraska. Nick Morrelli y ella habían pasado una semana exacta persiguiendo a un asesino y habían compartido una intimidad tan palpable que, con sólo pensar en ello, Maggie se turbaba. Sus alumnos la miraban, expectantes. ¿Cómo se las ingeniaba Nick Morrelli para desbaratar por entero sus pensamientos con sólo aparecer en la misma ciudad que ella?

Capítulo 20

Tully metió los dedos bajos las gafas y se frotó los ojos, intentando despejarse. Como si culpara a las gafas de no encontrar alivio, se las quitó bruscamente y las tiró sobre uno de los muchos montones que había sobre su mesa. Normalmente, sólo se las ponía para leer. Pero cada vez las llevaba más a menudo.

Desde que había cumplido los cuarenta y tres años, el cuerpo parecía ir fallándole poco a poco. El año anterior, había tenido que operarse de la rodilla; no había sido más que una rotura de ligamentos, pero lo había mantenido fuera de servicio dos semanas. Y, desde luego, tener una hija de catorce años que le recordaba constantemente que era «un carroza», tampoco ayudaba a levantarle la moral. Su hija parecía pensar que no hacía nada bien.

Horas antes, se había puesto furiosa por tener que pasar otra vez la tarde en casa de la señora López, la vecina de la puerta de al lado. Tal vez por eso, en parte, Tully seguía aún trabajando, matando el tiempo para no tener que volver a casa, con su hija, quien se revestía de mutismo para castigarlo. Parecía una ironía, pero aquélla era la hija por cuya custodia había luchado tan denodadamente.

La lucha, no obstante, había sido mucho menos encarnizada en cuanto Caroline, su ex mujer, comprendió el alivio que sería verse libre de la responsabilidad de cuidar a una hija adolescente. Aquélla era la misma mujer que, sólo seis o siete años atrás, antes de empezar a trabajar como ejecutiva de cuentas en una gran agencia publicitaria, no soportaba estar separada de su hija y de su marido. Pero, a medida que habían ido haciendo acto de presencia sus distinguidos clientes y los ascensos la impulsaban hacia lo más alto, de algún modo sus prolongados viajes a Nueva York, a Londres o a Tokio habían ido haciéndosele cada vez más fáciles. Durante los años finales de su matrimonio, Caroline se había convertido en una extraña para él. Una mujer bella, sofisticada y ambiciosa, pero completamente desconocida.

Tully se estiró, recostándose en la silla, y entrelazó los dedos tras la cabeza. ¡Dios, cuánto odiaba los cambios! Paseó la mirada por la pequeña habitación iluminada por fluorescentes. Echaba de menos tener un despacho con ventanas. En realidad, si se paraba a pensar que se hallaba a treinta metros bajo el suelo, su claustrofobia se disparaba fácilmente. Había considerado seriamente rechazar el puesto en Quantico porque sabía que la Unidad de Apoyo a la Investigación seguía estando ubicada en lo que para él eran las entrañas del complejo de la academia del FBI.

Se estaba frotando los ojos de nuevo cuando oyó que llamaban a la puerta abierta.

– Agente Tully, aún sigue aquí.

El director adjunto Cunningham iba en mangas de camisa, pero seguía teniendo cuidadosamente abrochados los botones de las muñecas y el cuello, mientras que Tully se había subido las mangas por encima de los codos en pliegues desiguales. La corbata de Cunningham seguía ceñida prietamente a su cuello, lo cual hizo que Tully reparara en la suya, ahora arrugada y arrumbada en un armario, y en el cuello desabrochado y abierto de su camisa.