Выбрать главу

Él siguió mirándola. De pronto, la asustó cuánto deseaba tocar a Nick. Tenía que cerrar la puerta, tomar las riendas de sus sentidos, recomponerse. Pero se oyó decir:

– ¿Por qué no pasas?

Él vaciló el tiempo suficiente para que ella pudiera retirar la invitación. Sin embargo, Maggie se apartó de la puerta. Se acercó de nuevo a la cómoda, sacó algunas cosas al azar, fingiendo buscar algo mientras se daba una excusa para no mirarlo.

Él entró y cerró la puerta a su espalda.

– Parece que siempre estamos en una habitación de hotel.

Ella lo miró, turbada por aquel recuerdo que sofocó sus mejillas. En una pequeña habitación de hotel, en Platte City, Nebraska, habían estado a punto de hacer el amor. Cinco meses después, ella aún podía sentir la misma turbación. ¿Cómo era posible que la aparición de Nick Morrelli provocara de pronto en ella una marea de emociones completamente distintas a las que había experimentado en los días anteriores?

Sacó del cajón un sujetador y un jersey blanco de cuello redondo, de punto de algodón fresco, pero grueso y confortable.

– Enseguida estoy -dijo desapareciendo en el cuarto de baño lleno de vaho.

Se cambió rápidamente, prescindiendo de cualquier retoque extra. Se secó el pelo con una toalla y se lo cepilló hacia atrás; agarró el secador, pero al fin decidió no usarlo. Fue a quitarse la pistola, vaciló y la dejó metida en la cinturilla, se bajó el amplio jersey y comprobó en el espejo que el arma no se veía. Sabía que tenía que recoger su placa antes de salir.

Nick estaba junto a la ventana y la miró mientras se ponía los calcetines y los zapatos. Ella notó que tenía los dos botellines de whisky en la mano.

– ¿Sigues teniendo pesadillas? -sus ojos la escudriñaron mientras volvía a dejar las botellas sobre la mesa.

– Sí -dijo ella secamente, y le dio la espalda mientras recogía su identificación y algo de dinero. No quería que Nick Morrelli se inmiscuyera en su vida y pensara que tenía derecho a compartir o exponer sus debilidades-. ¿Listo? -le preguntó dirigiéndose hacia la puerta, y la abrió antes de mirarlo.

Estuvo a punto de pisar la bandeja del servicio de habitaciones colocada en el suelo, justo delante de la puerta. Miró el plato cubierto con una campana plateada. Los dos vasos vacíos y los cubiertos brillaban sobre la tiesa servilleta de hilo blanco.

– ¿Has pedido algo al servicio de habitaciones? -le preguntó, girándose, pero Nick ya estaba a su lado.

– No. Y tampoco he oído llamar.

Pasó por encima de la bandeja y, saliendo al pasillo, miró en ambas direcciones. Maggie aguzó el oído. No se oían puertas que se cerraran, ni pasos, ni el silbido de los ascensores.

– Seguramente será un error -dijo Nick, pero ella percibió su tensión.

Maggie se arrodilló junto a la bandeja. Se le había acelerado el pulso. Sacó cuidadosamente la servilleta de debajo de los cubiertos, utilizando el índice y el pulgar. La desdobló y la usó para agarrar el asa de la campana. La levantó lentamente y al instante un hedor repugnante se extendió por el pasillo.

– Dios mío -dijo Nick, retirándose.

En medio de la reluciente fuente de plata había una masa sanguinolenta que Maggie sabía era el riñon perdido de Rita.

Capítulo 27

En cuestión de minutos, el vestíbulo del hotel se llenó de agentes de policía de todo el Medio Oeste. Todas las entradas y salidas fueron selladas. Se comprobaron los ascensores uno a uno. Se registraron las escaleras de las veinticinco plantas. Se invadió la cocina y se interrogó al personal. A pesar de aquel despliegue de efectivos, Maggie sabía que no encontrarían nada.

La mayoría de los criminales considerarían un suicidio presentarse en un hotel en el que se hospedaban cientos de policías, sheriffs, detectives y agentes del FBI. Para Albert Stucky, aquello no sería más que un nuevo desafío dentro del juego. Maggie se lo imaginaba sentado en alguna parte, observando divertido la conmoción, el alboroto, los intentos infructuosos de atraparlo. Por eso, ella estaba comprobando los lugares más obvios.

En el segundo piso había un mirador que daba al vestíbulo. Permaneció junto a la barandilla, escudriñando desde aquella altura la fila junto al mostrador de recepción, al hombre sentado junto al enorme piano, a los pocos clientes acomodados en las mesas del café de paredes de cristal, al hombre tras el mostrador de la conserjería, al taxista que sacaba el equipaje… Stucky estaría mezclado entre la gente. Pasaría desapercibido. Ni siquiera el personal del servicio de habitaciones habría reparado en él si hubiera entrado en la cocina con una chaqueta blanca y una corbata.

– ¿Ha habido suerte?

Maggie se sobresaltó, pero consiguió refrenar el impulso de echar mano al arma.

– Lo siento -Nick parecía preocupado-. Estaría loco si se hubiera quedado por aquí. Imagino que se habrá ido hace rato.

– A Stucky le gusta mirar. No se divierte si no ve con sus propios ojos el efecto que causa. La mitad de esos agentes no saben qué aspecto tiene. Si hace bien su papel, puede que ni siquiera reparen en él. Tiene una habilidad especial para pasar inadvertido.

Maggie siguió en pie, quieta y callada, mirando. Sentía que Nick la estaba observando. Estaba cansada de que todo el mundo buscara en ella señales de deterioro mental, aunque sabía que la preocupación de Nick era sincera.

– Estoy bien -dijo sin mirarlo, respondiendo a la pregunta que él no había formulado.

– Lo sé. Pero aun así estoy preocupado -él se inclinó sobre la barandilla y comenzó a mirar hacia abajo. Su hombro rozó el de Maggie.

– El director adjunto Cunningham cree que, manteniéndome apartada de la investigación, me está protegiendo.

– Me preguntaba por qué ahora te dedicabas a la enseñanza. John me dijo que se rumoreaba que te habías quemado, que habías perdido tu talento.

Ella había adivinado aquellos rumores, pero oírlos nombrar en voz alta fue como una bofetada en plena cara. Evitó mirarlo. Se apartó el pelo de los ojos y se lo sujetó tras las orejas. Seguramente parecía encajar en el estereotipo de la agente desquiciada, con el pelo revuelto y la ropa suelta.

– ¿Es eso lo que crees? -preguntó, sin saber si quería conocer la respuesta.

Permanecían uno al lado del otro, apoyados sobre la baranda, rozándose los hombros, con los ojos fijos hacia delante, evitando cuidadosamente mirarse. El silencio de Nick duró demasiado.

– Le dije a John que la Maggie O'Dell que yo conozco es dura como el pedernal. Te he visto con un cuchillo clavado en las tripas, y aun así no ceder.

Otra de sus cicatrices. El asesino de niños al que Nick y ella habían perseguido en Nebraska la había apuñalado y dejado por muerta en un cementerio.

– Que la apuñalen a una es mucho más fácil de soportar que lo que me está haciendo Stucky.

– Sé que no es lo que quieres oír, Maggie, pero creo que puede que Cunningham tenga razón al mantenerte fuera de esto.

Esta vez, ella se volvió para mirarlo.

– ¿Cómo puedes decir eso? Es evidente que Stucky está jugando otra vez conmigo.

– Exacto. Quiere arrastrarte de nuevo a su juego. ¿Por qué darle lo que quiere?

– Pero tú no lo entiendes, Nick -la cólera le bullía casi a flor de piel. Maggie procuró mantener la voz en calma. Hablar de Stucky podía ponerla al borde de parecer histérica-. Stucky seguirá acosándome aunque no esté en el caso. Cunningham no puede protegerme. Lo que está haciendo es quitarme el único modo que tengo de contraatacar.

– Supongo que habrá sido él quien te ha dicho que regreses a Washington esta misma noche, ¿no?

– El agente Turner va a escoltarme -¿por qué molestarse en ocultar su ofuscación?-. Es ridículo, Nick. Albert Stucky está aquí, en Kansas City. Debería quedarme aquí.

De nuevo, otro silencio. Escudriñaron nuevamente la multitud, de pie el uno junto al otro, apoyados los codos en la barandilla, manteniendo los ojos y las manos cuidadosamente apartados. Nick se acercó un poco más, como si buscara el contacto de su cuerpo. Su hombro ya no la rozaba accidentalmente. Ahora, permanecía apoyado contra el de Maggie. Ella extraía de aquella leve caricia, de aquel ligero contacto, una extraña sensación de consuelo; sentía, quizá, que no estaba del todo sola.