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– En aquella época, ¿no andaba detrás de una de sus agentes? Recuerdo haber leído algo. Que le estaba comiendo el tarro, mandándole notas y cosas así.

– Sí, así es.

– ¿Y qué pasó con esa agente?

– Si no me equivoco, ese coche rojo que está aparcando es el suyo.

– Joder, ¿no me diga? ¿Todavía trabaja en el caso?

– No le queda más remedio.

– Pues hay que echarle huevos.

– Supongo que podría decirse así -dijo Tully, ahora distraído-. Es probable que la agente O'Dell pueda decirnos quién es la víctima.

Miró a O'Dell, que se abría paso entre las barreras enseñando la placa, no sin recibir numerosas y largas miradas de perplejidad. Tully había trabajado con otras mujeres atractivas en la policía y en el FBI, pero ninguna comparable a O'Dell. Ella no se mostraba altiva, ni tampoco coqueta. Por el contrario, parecía ajena a las miradas que despertaba, casi como si ignorara por completo que iban dirigidas a ella.

Tully no se dio cuenta hasta que O'Dell estuvo casi a su lado de que llevaba en la mano una pequeña bolsa negra que no parecía un bolso de mano, sino más bien un maletín. No podían tocar el cuerpo hasta que llegara el forense. Confiaba en que O'Dell no tuviera otros planes. Ella se limitó a mirarlo a modo de saludo. Tully advirtió su cansancio y su ansiedad.

– Detective… -Tully volvió a darse cuenta de que no recordaba su nombre-, ésta es la agente especial Margaret O'Dell.

Ella le tendió la mano, y al instante Tully observó que la áspera actitud del detective se suavizaba.

– Sam Rosen -dijo él con prontitud, subsanando el error de Tully.

– Detective Rosen -O'Dell le dedicó un saludo educado y profesional.

– Llámeme Sam.

Tully refrenó las ganas de alzar los ojos al cielo.

– Aquí Sam… -dijo, intentando mantener a raya el sarcasmo- pertenece a la oficina del sheriff del condado de Stafford. Estuvo presente en el lugar donde fue encontrada la repartidora… Jessica Beckwith, quiero decir.

– ¿La víctima sigue en el contenedor? -O'Dell parecía ansiosa e incapaz de ocultar su nerviosismo.

– Estamos esperando al doctor Holmes -le dijo Sam.

– ¿Sería posible que le echara un vistazo sin tocar nada? -ya había empezado a sacar un par de guantes de látex del bolso negro.

– No creo que sea buena idea -dijo Tully, sabiendo que O'Dell quería ver si reconocía a la víctima. Advirtió que miraba el contenedor. Este era casi treinta centímetros más alto que ella. Maggie pasó a su lado, rozándolos, para echarle un vistazo más de cerca.

– ¿Cómo han mirado dentro sus hombres?

– Pusimos un coche patrulla junto al contenedor. Davis se subió al techo. Tomó un par de fotografías con la Polaroid. ¿Quiere que se las traiga? -Sam parecía dispuesto a hacer cualquier cosa que le pidiera. Tully estaba asombrado. Y más aún lo asombraba que O'Dell no pareciera darse cuenta.

– Pues, no sé, la verdad, Sam, ¿te importaría volver a acercar el coche patrulla?

O tal vez sí que se diera cuenta. Sin vacilar un instante, el detective Rosen llamó a voces a uno de los agentes uniformados que procuraban mantener a raya a los reporteros. Se apartó de ellos para acercarse al agente y comenzó a decirle lo que quería que hiciera, gesticulando tan rápidamente como hablaba.

– Es posible que no sea ella -dijo Tully mientras el detective Rosen seguía dando instrucciones al policía. Sabía que O'Dell esperaba que fuera la agente inmobiliario.

– Quiero asistir a la autopsia. ¿Cree que podremos convencer al doctor Holmes para que la haga esta noche? -ella evitó mirarlo y mantuvo los ojos fijos en Rosen.

Era la primera vez que le consultaba algo, y Tully advirtió que no le resultaba fácil.

– Insistiremos en que la haga esta noche -le prometió.

Ella asintió, evitando de nuevo mirarlo. Se quedaron allí parados, en silencio, codo con codo, mirando mientras el coche patrulla se acercaba al contenedor de basura. Tully notó que O'Dell respiraba hondo al dejar en el suelo su bolso negro y dejar sobre él los guantes de látex que había extraído. El detective Rosen se acercó a ella junto al guardabarros y le ofreció la mano, pero ella la rechazó con un gesto. Se quitó los zapatos y se subió al maletero con los pies descalzos y poco esfuerzo. Luego se detuvo, casi como si se preparara mentalmente. Después, se encaramó con cuidado al techo y se irguió para mirar el interior del contenedor.

– ¿Tiene alguien una linterna? -gritó.

Uno de los agentes del grupo que se había reunido alrededor del coche se acercó apresuradamente y le alcanzó una linterna de mango largo. O'Dell proyectó su haz hacia el interior del contenedor, y Tully observó su cara. Ella escudriñó despacio el interior, moviendo la linterna adelante y atrás. Tully sabía que intentaba examinar el lugar hasta donde fuera posible, ya que no podía utilizar las manos. Su rostro seguía impávido, indiferente, y Tully no logró adivinar si reconocía o no en la víctima a Tess McGowan.

Finalmente, ella se bajó del coche. Devolvió la linterna, tocó en la ventanilla para darle las gracias al conductor y luego se puso los zapatos.

– ¿Y bien? -preguntó Tully, observándola detenidamente.

– No es Tess McGowan.

– Qué alivio -suspiró él.

– No, en absoluto.

Ahora, a la luz de una farola, Tully vio que parecía agitada, que tenía el rostro desencajado por la tensión y que el cansancio enturbiaba sus ojos.

– No es Tess, pero la conozco.

Tully sintió que un nudo se le cerraba en el estómago. No podía imaginar siquiera lo que O'Dell debía de estar sintiendo.

– ¿Quién es?

– Se llama Hannah. Era la dependienta de la licorería de Shep. Anoche me ayudó a elegir una botella de vino -se pasó una mano por la cara, y Tully advirtió el ligero temblor de sus dedos-. Tenemos que parar a ese maldito hijo de puta -dijo, y Tully notó que el temblor había invadido también su voz casi siempre serena.

Capítulo 55

Tess sintió que el pánico invadía su sangre cuando, tras el último atisbo de luz, todo se volvió sombra. Intentó hacer oídos sordos a la vocecilla que desde el fondo de su mente seguía diciéndole que saliera de aquella tumba y corriera lo más lejos posible. No importaba en qué dirección, ni dónde acabara. Al menos, estaría fuera de aquel pozo, de aquella fosa de huesos mutilados y almas perdidas.

Permanecía sentada junto a la mujer llamada Rachel, lo bastante cerca como para oír su respiración trabajosa. Pronto no podría verla, pero se había asegurado de que la manta la cubría por entero. Aquella mujer no pasaría otra fría noche expuesta a los elementos.

Tess no estaba segura de por qué había vuelto. ¿Por qué no se había ido sin más? Sabía que era preferible para Rachel que fuera a buscar ayuda. Pero, tras vagar toda la tarde por aquel bosque interminable, sabía que no había ayuda cerca. Apenas había logrado encontrar el camino de regreso, dejando tras de sí un rastro de piñas. Ahora se preguntaba si había sido un error volver. Al hacerlo, tal vez se hubiera condenado a muerte. Pero, por alguna razón, no era capaz de abandonar a aquella mujer. Ignoraba si era por bondad o por egoísmo, porque no soportaría pasar una noche entera allí fuera, sola.

Había logrado regresar con un zapato lleno de agua, usando el mocasín con el tacón roto que había desenterrado. Rachel debía de tener muchísima sed, pero bebió poco, y la mayor parte del agua se derramó por sus labios cortados e inflamados, chorreando por su barbilla magullada.

Rachel apenas había dicho nada después de pronunciar su nombre. A veces, contestaba a las preguntas de Tess con un simple «sí» o un «no». Casi todo el tiempo permanecía en silencio, como si respirar consumiera todas sus fuerzas. Tess había notado que su respiración se iba haciendo más áspera, más laboriosa. Tenía fiebre y sufría largos accesos de espasmos musculares que sacudían todo su cuerpo, por más que Tess intentaba reconfortarla.