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Tras pasarse horas examinando el lugar, observando cada posible escalón rocoso, cada lecho de fango y cada nudosa raíz, Tess se había resignado al hecho de que no podría empujar, llevar o arrastrar a Rachel fuera de la fosa. Y, por más horas que pasaran, el descanso no curaría, ni aliviaría el daño que se le había infligido a su cuerpo.

Tess apoyó la cabeza en la pared de barro, sin importarle ya que la tierra se le metiera bajo el cuello de la camisa, deslizándose por su espalda. Cerró los ojos e intentó pensar en alguna cosa o algún lugar agradable. Una tarea difícil, teniendo en cuenta su limitada reserva de experiencias placenteras. Sin mucho esfuerzo, se le vino a la cabeza Will Finley. Su cara, su cuerpo, sus manos, su voz afloraron fácilmente, rescatadas del banco de su memoria. Will la había tocado tan suavemente, con tanta ternura, a pesar de su urgencia y de su insaciable deseo… Era como si sintiera verdaderamente algo más profundo que el placer. Y parecía tan empeñado en complacerla… como si realmente le importara que ella sintiera lo mismo que estaba sintiendo él.

A pesar de sus muchas experiencias sexuales, Tess nunca había llegado a asociar el sexo con el amor. Sí, claro, sabía que así supuestamente había de ser, pero el amor nunca había formado parte de sus experiencias. Ni siquiera con Daniel sentía algo remotamente parecido a aquel sentimiento. Sin embargo, tampoco lo esperaba: nunca lo había ambicionado, ni se había engañado a sí misma al respecto.

No conocía a Will Finley, de modo que ¿cómo era posible que sintiera por él algo semejante al amor? Will era un extraño, un ligue de una sola noche. ¿En qué se diferenciaba pues de los muchos tipos con los que se había acostado por dinero? Pero ni allí (o allí menos que en ninguna parte) podía engañarse. Will Finley y la noche que había pasado con él no se parecían a nada de lo anterior. No quería convertirlos en algo sucio y vulgar. No, porque quizá aquel recuerdo fuera lo más parecido que sentiría nunca al auténtico amor. Y, sobre todo, no ahora, cuando más lo necesitaba. De modo que intentó recordar. Recordó sus labios suaves, las tiernas caricias de sus manos, su cuerpo fibroso, sus susurros, su energía, su calor.

Durante un rato, el recuerdo sirvió para alejarla del hedor a podredumbre y la viscosidad del barro. Tess pensó que tal vez incluso podría dormir. Luego, de pronto, advirtió que todo estaba en silencio. Contuvo el aliento y escuchó. Cuando al fin lo entendió, aquella certeza la inundó como agua gélida inyectada en sus venas. El pánico la arrasó de golpe, estrujando su corazón. Su respiración se fragmentó en frenéticos jadeos, en violentas boqueadas. Su cuerpo empezó a temblar incontrolablemente, y abrazándose con fuerza, comenzó a balancearse adelante y atrás.

– Oh, Dios mío. Oh Dios, no -balbucía una y otra vez, como una demente.

Cuando consiguió que su cuerpo permaneciera inmóvil un instante, escuchó de nuevo, aguzando el oído más allá del latido de su corazón, deseando que la verdad fuera incierta. Era absurdo. El silencio no mentía.

Sabía que Rachel estaba muerta.

Tess se acurrucó en el húmedo rincón y se permitió hacer algo que no había hecho desde niña. Lloró a pleno pulmón, liberando años de sollozos contenidos, dejando que sacudieran su cuerpo por entero en convulsiones histéricas sobre las que no tenía control alguno. Su llanto hendía la muda oscuridad. Al principio, no reconoció aquel sonido como algo que procediera de ella, que brotara de un pozo profundo en su interior. Pero no había modo de detenerlo, de ponerle coto. Y, así, se rindió a él.

Capítulo 56

Maggie observaba desde el otro lado de la mesa de acero mientras el doctor Holmes abría el pecho de la mujer, trazando con precisión una «Y» que se curvaba bajo sus pechos. Aunque se había puesto bata y guantes, procuraba estarse quieta. Esperaba el permiso del doctor y sólo intervenía cuando éste se lo pedía, intentando contener su impaciencia cuando las cosas se prolongaban demasiado. Se recordaba a sí misma que debería estar agradecida porque el forense hubiera accedido a practicar la autopsia un sábado por la noche, en vez de esperar al lunes por la mañana.

El doctor Holmes le había permitido encargarse de las tareas menores: raspar la parte interior de las uñas, tomar las medidas exteriores y después las muestras de cabello, saliva y fluidos corporales. A Maggie no se le iba de la cabeza que Hannah no había entregado su vida sin resistencia. Tenía el cuerpo cubierto de contusiones, algunas de las cuales, como las que presentaban sus caderas y muslos, sugerían que se había caído por unas escaleras durante la lucha.

Ahora, mientras observaba al doctor Holmes, Maggie se descubrió imaginando paso a paso su muerte brutal, a partir de los reveladores signos que telegrafiaba su cuerpo. Hannah había arañado y clavado las uñas igual que Jessica, sólo que ella había logrado conservar restos de Stucky bajo las uñas. ¿Por qué no había sido su muerte sencilla y rápida? ¿Por qué Stucky no había podido atarla, violarla y degollarla como había hecho con Rita y Jessica? ¿Acaso no estaba preparado para aquel desafío?

Maggie deseó arremangarse. El delantal de plástico la hacía sudar. Dios, qué calor hacía allí. ¿Por qué era tan mala la ventilación?

La morgue del condado era mayor de lo que esperaba. Tenía las paredes pintadas de un gris oscuro y apestaba a Lysol. Las encimeras no eran de acero inoxidable, sino de fórmica de un feo color amarillento. Los fluorescentes del techo, colgados sobre la mesa, casi les rozaban la cabeza cuando se erguían. El doctor Holmes no era mucho más alto que ella, pero Maggie advirtió que se había acostumbrado a la colocación de los fluorescentes y que agachaba la cabeza automáticamente cada vez que se colocaba bajo ellos.

Su formación sanitaria y forense le había permitido practicar numerosas autopsias y asistir a muchas otras. Tal vez fuera por el cansancio, o quizá simplemente por el estrés que le producía el caso, pero por alguna razón le costaba trabajo desvincularse del cuerpo que yacía sobre la mesa de acero, frente a ella. Notaba la cara caliente por culpa de la luz que pendía sobre ellos. La habitación sin ventanas amenazaba con asfixiarla, a pesar de que un ventilador empotrado hacía circular el aire enrarecido. Refrenó el deseo de apartarse de la frente húmeda los mechones de pelo. La tensión que agarrotaba su cuello se le había extendido a los hombros, y se difundía poco a poco hacia abajo, oprimiéndole los ríñones.

Desde que había reconocido a la mujer, no podía evitar sentirse responsable de su muerte. Si no le hubiera pedido ayuda para elegir una botella de vino, Hannah seguiría viva. Maggie sabía que aquellos pensamientos eran contraproducentes. Eran exactamente lo que Stucky quería que pensara y sintiera. Sin embargo, no lograba ahuyentarlos. No podía contener la angustia creciente que le mordía las entrañas, la cólera irrefrenable que le susurraba promesas de venganza. No podía controlar el deseo cada vez más intenso de meterle a Albert Stucky una bala entre los ojos. Aquella cólera, aquella sed de venganza, empezaba a asustarla más que cualquier cosa que Albert Stucky pudiera hacerle.

– No lleva mucho tiempo muerta -dijo el doctor Holmes, sacando a Maggie de sus pensamientos-. La temperatura interna indica que murió hace menos de veinticuatro horas.

Maggie ya lo sabía, pero comprendió que el forense no hablaba para ella, sino para la grabadora que había colocada sobre un estante, junto a él.

– No parece haber signos de livor mortis, de modo que sin duda fue asesinada en otro lugar y trasladada en un plazo máximo de dos o tres horas -de nuevo, el forense habló en tono plano, para la grabadora.

Maggie agradecía su naturalidad, su estilo coloquial. Había trabajado con otros forenses cuyos ceremoniosos susurros o fríos métodos clínicos le recordaban constantemente la brutalidad y la violencia que los había puesto ante aquella tarea. Maggie prefería contemplar una autopsia únicamente como una misión de búsqueda de pruebas, considerando que el alma o el espíritu habían abandonado hacía largo tiempo el cuerpo que yacía sobre la fría mesa metálica. Lo mejor para la víctima, llegados a ese punto, era la búsqueda de pruebas que pudieran ayudar a atrapar a quienquiera que había cometido semejante atrocidad. Sin embargo, esta vez, sabía que Hannah podía decirles muy poco que los pusiera sobre pista de Albert Stucky.