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Él levantó el escalpelo para que lo viera, haciéndolo girar y agarrándolo con firmeza con la mano buena.

– Pensaba dejarle en la puerta el corazón de su buena amiga Gwen. Me parecía en cierto modo poético, ¿a usted no? Pero ahora creo que tendré que conformarme con arrancarle el suyo.

– Suelte eso, Stucky. Se acabó -dijo Maggie, pero ni siquiera ella parecía convencida de sus palabras. ¿Cómo podía estarlo temblándole tanto las manos?

– El juego acabará sólo cuando yo lo diga -siseó él.

Ella apuntó, intentando mantener las manos firmes, concentrándose en su objetivo: el espacio entre sus ojos. El dedo le temblaba cuando presionó levemente el gatillo. Esta vez, Stucky no vencería. Se obligó a mirar sus ojos negros, y su maldad la inmovilizó, clavándola a la pared. No podía permitir que la desbaratara. Pero, mientras continuaba avanzando lentamente hacia ella, Maggie sintió que el miedo la paralizaba, que una angustia descarnada la asfixiaba y enturbiaba su visión. Antes de que pudiera apretar el gatillo, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

– ¡Agente O'Dell! -gritó Cunningham, irrumpiendo en la habitación con el revólver en alto.

Se detuvo al verlos, asombrado, y vaciló. Sobresaltada, Maggie apartó la mirada una fracción de segundo. El tiempo justo para que Stucky se abalanzara sobre ella, blandiendo el escalpelo. Los disparos retumbaron en rápida sucesión en el pequeño cuarto, rebotando su eco contra las paredes.

Por fin, el sonido se detuvo tan súbitamente como había empezado.

Albert Stucky yacía desplomado sobre las piernas de Maggie. Su cuerpo se convulsionaba, salpicándola de sangre. Ella no sabía si parte de aquella sangre era suya también. El escalpelo estaba clavado en la pared, tan cerca de ella que lo sentía junto a su costado; tan cerca que le había desgarrado el lateral de la camisa abierta. Maggie no podía moverse. ¿Estaba muerto Stucky? Su corazón y sus pulmones chocaban entre sí, dificultándole la respiración. Su mano temblaba incontroladamente sujetando aún el revólver caliente. Supo sin necesidad de mirarlo que el cargador estaba vacío.

Cunningham le quitó de encima el cuerpo de Stucky, que produjo un golpe seco, sin eco alguno de vida. De pronto, Maggie agarró a Stucky por el hombro, ansiosa por verle la cara. Sus ojos sin vida la miraban fijamente. Ella deseó gritar de alegría. A pesar de todos los agujeros que tenía en el cuerpo, no había ni uno solo entre sus ojos.

Capítulo 76

Tess se apoyó contra el cristal. Ahora se daba cuenta de que debería haber aceptado la silla de ruedas que la enfermera le había ofrecido. Le quemaban los pies y los puntos pinchaban y tiraban al menor roce. Le dolía el pecho, y todavía le costaba respirar. Se había equivocado respecto a las costillas: tenía dos rotas y dos contusionadas. Los otros cortes y heridas curarían.

Con el tiempo, llegaría a olvidar a aquel demente llamado Albert Stucky. Olvidaría sus ojos negros y fríos clavándola a la mesa como las correas de cuero con que le había sujetado las muñecas y los tobillos. Olvidaría su aliento caliente en la cara, sus manos y su cuerpo violentándola de modos que hasta ese momento le habían parecido inconcebibles.

Agarró en un puño la pechera de la bata, ahuyentando el escalofrío, los gélidos dedos que aún la estrangulaban cada vez que pensaba en él.

¿Para qué engañarse? Sabía que nunca olvidaría. Aquél era un capítulo más que intentaría borrar de su memoria. Pero estaba harta de rescribir su pasado para sobrevivir al futuro. Luchó por encontrar una razón por la que valiera la pena intentarlo. Quizá fuera eso lo que la había llevado hasta allí.

Miró más allá de su demacrado reflejo en la ventana y observó las caras enrojecidas y arrugadas. Puños diminutos se agitaban en el aire. Escuchó el llanto y los arrullos persistentes de los recién nacidos. Sonrió. Qué cliché, ir allí en busca de respuestas.

– Pero, niña, ¿qué haces levantada?

Tess miró hacia atrás y vio que Delores Heston se acercaba a ella vestida con un traje rojo vivo, iluminando el blanco pasillo. Delores la envolvió en sus brazos y la apretó cuidadosamente. Cuando se apartó, tenía lágrimas en los ojos.

– Oh, cielos, me había prometido a mí misma que no lloraría -Delores se limpió los ojos y el rímel corrido-. ¿Qué tal te encuentras, Tess?

– Bien -mintió ella, intentando sonreír. Le dolía la mandíbula allí donde Stucky la había golpeado. Se descubrió tocándose los dientes otra vez con la punta de la lengua. La sorprendía no tener ninguno roto.

Se dio cuenta de que Delores la estaba observando, comprobando por sí misma si estaba bien. Le alzó la barbilla con su mano suave, mirando detenidamente las marcas de mordiscos de su cuello.

Tess no quiso ver la expresión de horror y piedad de su jefa y apartó la mirada. Sin decir una palabra, Delores volvió a envolverla en sus brazos y la mantuvo abrazada, acariciándole el pelo y frotándole la espalda.

– Me he propuesto cuidar de ti, Tess -dijo enfáticamente mientras se apartaba-. Y no quiero ni una sola queja, ¿me oyes?

Tess nunca había tenido a nadie que se ofreciera a cuidarla. No estaba segura de cuál era la respuesta adecuada. Pero, de entre todas sus opciones, las lágrimas no parecían la mejor. Delores sacó un pañuelo de papel y le limpió las mejillas, sonriéndole como una madre que preparara a su hija para ir al colegio.

– Tienes un visitante muy guapo esperándote en la habitación.

Tess sintió que se le encogía el estómago. Oh, Dios, no podría soportar ver a Daniel. Así, no.

– ¿Te importaría decirle que lo llamaré más tarde y que gracias por las rosas?

– ¿Rosas? -Delores pareció confusa-. Me ha parecido que llevaba un ramo de violetas. Las apretaba tan fuerte, que seguramente ya las habrá espachurrado.

– ¿Violetas?

Tess miró por encima del hombro de Delores y vio que Will Finley las estaba observando, inquieto, al final del pasillo. Estaba guapísimo con sus pantalones oscuros, su camisa azul y, si su visión borrosa no la engañaba, con un ramo de violetas en la mano izquierda.

Tal vez, después de todo, hubiera un par de capítulos en su vida que aún mereciera la pena escribir.

Epílogo

Una semana después

Maggie no sabía por qué estaba allí. Tal vez simplemente porque necesitaba ver cómo lo bajaban a la tumba. Tal vez porque quería asegurarse de que, esta vez Albert Stucky no escaparía.

Se mantenía apartada, cerca de los árboles, mirando a los pocos asistentes, en su mayoría, periodistas. El cortejo religioso de la iglesia de Saint Patrick superaba en número a los asistentes. Había varios sacerdotes y un número igual de monaguillos portando incienso y cirios. ¿Cómo podían enterrar a alguien como Stucky con la misma ceremonia que a un pecador cualquiera? No tenía sentido. Ciertamente, no parecía justo.

Pero eso ya no importaba. Ella era libre al fin. Y no sólo en un sentido. Stucky no había vencido. Ni tampoco el lado oscuro de su propio ser. En una fracción de segundo, había elegido defenderse y no ceder a la maldad.

Harvey le lamió la mano, impacientándose de repente, preguntándose quizá qué sentido tenía estar al aire libre si no podían correr, ni retozar. Ella observó al cortejo alejarse de la tumba y bajar por la colina.

Albert Stucky se había ido al fin. Pronto yacería a dos metros bajo tierra, igual que sus víctimas.

Maggie acarició el pelo suave de Harvey y experimentó una deliciosa sensación de alivio. Ya podían irse a casa. Al fin, podía sentirse segura.

Y lo primero que quería hacer era dormir.

***