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Todo aquel proceso se desarrollaba con una cualidad onírica. Tenía un ritmo coreografiado propio y, aunque yo estaba allí respondiendo preguntas, no me sentía parte de ello, sobre todo cuando metieron a Vernon en una bolsa negra y lo sacaron de la habitación en una camilla.

Momentos después, uno de los agentes de paisano se acercó a mí, se presentó y despachó al policía uniformado. Se llamaba Foley. Era de estatura media y llevaba traje oscuro y chubasquero. Se apreciaban algunas entradas y cierto sobrepeso. Me hizo varias preguntas; quería saber cuándo y cómo había descubierto el cadáver. Se lo conté todo, salvo la parte del MDT. Para corroborar mi declaración, señalé el traje que había recogido en la tintorería y la bolsa de papel marrón.

El traje estaba tendido en el sofá, al otro lado de donde se encontraba el cuerpo de Vernon. Lo habían envuelto en un plástico y resultaba inquietante y espectral, como una imagen residual del propio Vernon, un eco visual, un rastro. Foley observó el traje unos instantes, pero no reaccionó; desde luego no lo veía igual que yo. Entonces se acercó a la mesa de cristal y cogió la bolsa de papel marrón. La abrió y sacó su contenido -los dos cafés, el bollo, el bacón canadiense y los condimentos- y formó una hilera con ellos sobre la mesa, como si se tratase de fragmentos de un esqueleto expuestos en un laboratorio forense.

– ¿Conocía bien al tal… Vernon Gant? -preguntó.

– Lo vi ayer por primera vez después de diez años. Me lo encontré por la calle.

– Se lo encontró por la calle -repitió asintiendo.

– ¿Y a qué se dedicaba?

– No lo sé. Coleccionaba y vendía muebles cuando lo conocí.

– Ah -dijo Foley-. De modo que era comerciante…

– Yo…

– Y, para empezar, ¿qué hacía usted aquí?

– Bueno… -Me aclaré la garganta-. Como le decía, me lo encontré ayer y decidimos reunimos. Ya sabe, para recordar viejos tiempos.

Foley miró en derredor.

– Recordar viejos tiempos -dijo-, recordar viejos tiempos.

Obviamente tenía la costumbre de repetir frases como aquélla, en voz baja, para sus adentros, como si estuviese ponderándolas, pero su verdadera intención era cuestionar su credibilidad y minar la confianza de quienquiera que hablase en ese momento.

– Sí -repuse, demostrando mi irritación-, recordar viejos tiempos. ¿Algún problema? Foley se encogió de hombros.

Tuve la inquietante sensación de que me iba a marear; buscaría incongruencias en mi historia y luego me arrancaría una confesión. Pero mientras hablaba y formulaba más preguntas, advertí que había empezado a mirar el café y el bollo envuelto sobre la mesa, como si lo único que quisiera o le importara en el mundo fuera sentarse a desayunar, y tal vez leer la prensa.

– ¿Sabe algo de su familia o de sus parientes? -inquirió.

Le hablé de Melissa y le conté que la había telefoneado y dejado un mensaje en su contestador automático.

Foley hizo una pausa y me miró.

– ¿Le ha dejado un mensaje?

– Sí.

En esa ocasión sí que ponderó la respuesta unos instantes y dijo:

– Es usted un tipo sensible, ¿eh?

No respondí, aunque ciertamente quería hacerlo. Me dieron ganas de atizarle. Pero, a la vez, capté su mensaje. Aunque sólo habían transcurrido treinta o cuarenta minutos, lo que había hecho al dejarle aquel mensaje resultaba ahora verdaderamente horroroso. Meneé la cabeza y me volví hacia la ventana. La noticia ya era triste de por sí, pero ¿no sería mucho peor que la conociera por mí y a través de un contestador automático? Suspiré, frustrado, y me di cuenta de que estaba temblando un poco.

Al final miré de nuevo a Foley, esperando más preguntas, pero no las hubo. Había retirado la tapa de plástico del café y estaba abriendo el muffin inglés, envuelto en papel de plata. Se encogió de hombros una vez más y me lanzó una mirada que parecía insinuar: «¿Qué quieres que te diga? Tengo hambre».

Unos veinte minutos después me sacaron del piso y me llevaron en coche a la comisaría del distrito para prestar declaración oficial. Nadie me dirigió la palabra durante el trayecto y, con distintos pensamientos pugnando por hacerse un hueco en mi cerebro, presté muy poca atención a mi entorno inmediato. Cuando me vi obligado a hablar de nuevo me encontraba en una gran oficina abarrotada, sentado a una mesa frente a otro agente con sobrepeso y de nombre irlandés. Brogan.

El policía transitó el mismo terreno que Foley, formuló las mismas preguntas y mostró más o menos el mismo interés en las respuestas. Luego tuve que sentarme en un banco de madera durante media hora mientras mecanografiaban e imprimían mi declaración. Había mucha actividad en la sala, entraba y salía toda clase de gente, y me costaba pensar.

Por último, Brogan me pidió que volviera a la mesa y que leyera y firmara la declaración. Mientras la repasaba, él permanecía allí sentado en silencio, jugando con un clip. Justo antes de llegar al final, sonó su teléfono y respondió con un «¿Sí?». Hizo una breve pausa, dijo «sí» una o dos veces más y procedió a relatar sucintamente lo ocurrido. En aquel momento estaba agotado y ni me molesté en escuchar, así que, hasta que no le oí murmurar las palabras «sí, señora Gant», no me sobresalté.

El pragmático informe de Brogan se prolongó unos momentos más, pero de repente le oí decir: «Sí, claro, está aquí. Se lo paso». Entonces me tendió el teléfono y con un ademán me indicó que lo cogiera. Extendí la mano, y en los dos o tres segundos que tardé en llevarme el auricular a la oreja sentí lo que en mi imaginación eran cantidades inenarrables de adrenalina penetrando en mi torrente sanguíneo.

– Hola… ¿Melissa?

– Sí, Eddie. He recibido tu mensaje.

Hubo un silencio.

– Escucha, lo lamento mucho. Me entró el pánico y…

– No te preocupes. Para eso están los contestadores automáticos.

– Sí… Bueno… De acuerdo. -Miré a Brogan con nerviosismo-. Y siento mucho lo de Vernon.

– Sí, yo también. Dios mío. -Su voz sonaba pausada y agotada-. Pero te diré una cosa, Eddie. No me sorprende demasiado. Se veía venir desde hacía mucho tiempo. -No sabía qué responder a eso-. Sé que suena duro, pero andaba metido en… -En ese momento, Melissa hizo una pausa-… asuntos. Pero supongo que será mejor que tenga la boca cerrada en esta línea, ¿no?

– Probablemente sea buena idea.

Brogan seguía jugando con el clip, y parecía que estuviese escuchando un episodio de su serial radiofónico favorito.

– No podía creérmelo cuando oí tu voz -continuó Melissa-, y apenas entendí el mensaje. Tuve que reproducirlo dos veces. -Hizo una nueva pausa, que se antojó más larga de lo que parecía natural-. ¿Qué hacías tú en casa de Vernon?

– Ayer por la tarde me lo encontré en la Calle 12 -dije, prácticamente leyendo la declaración que tenía ante mí-, y decidimos vernos hoy en su casa.

– Todo esto es muy raro.

– ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos? Me gustaría…

No pude acabar la frase. ¿Me gustaría qué?

Melissa dejó que el silencio mediara entre nosotros.

– La verdad es que ahora mismo voy a estar muy ocupada, Eddie. Tendré que organizar el funeral y sabe Dios qué más -dijo al final.

– Bueno, ¿puedo ayudarte en algo? Me siento…

– No. No tienes que sentir nada. Déjame llamarte cuando…, cuando tenga tiempo, y podremos mantener una conversación en condiciones. ¿Qué te parece?

– Claro.

Quería decir algo más, preguntarle cómo estaba, hacerla hablar, pero allí se terminó. Melissa se despidió y colgamos el teléfono.