Descansé unos momentos y saqué mi agenda. Busqué el teléfono de un viejo amigo mío de Bolonia y lo marqué. Comprobé la hora mientras esperaba. Sería media tarde allí.
– Pronto.
– Ciao Giorgio, sono Eddie, da New York.
– Eddie? Cazzo! Come stai?
– Abbastanza bene. Senti Giorgio, volevo chiederti una cosa…
Fue tras media hora de conversación, después de comentar la situación de México con cierta profundidad, la ruptura del matrimonio de Giorgio y el spumante de aquel año, cuando Giorgio fue consciente de que estábamos hablando en italiano. Casi siempre nos comunicábamos en inglés, y las conversaciones que manteníamos en italiano eran sobre ingredientes de pizza o el tiempo.
Giorgio estaba asombrado, y tuve que decirle que había estado asistiendo a un curso intensivo.
Cuando colgué el teléfono, seguí leyendo I promessi sposi y lo terminé a mediodía. Luego empecé un libro de historia italiana -un estudio general- y me vi atrapado en un reguero de referencias sobre emperadores, papas, ciudades-estado, invasiones, cólera, unificación y fascismo. Ello me condujo a su vez a una serie de interrogantes más específicos sobre la historia reciente, la mayoría de los cuales no podía responder porque no disponía de material de lectura relevante. Eran preguntas sobre el pacto de Mussolini con el Vaticano en 1929, la implicación de la CÍA en las elecciones de 1948, la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el secuestro y asesinato de Aldo Moro a finales de los años setenta… Betuno Craxi en los ochenta, Di Pietro y Tangentopoli en los noventa. Sentí visceralmente los agolpados y accidentados siglos sucediéndose rápidamente uno tras otro y luego desmoronándose cual columnas, derrumbándose sin remedio hacia el presente y disgregándose en las ansiosas y febriles décadas, años y meses. Alcancé a palpar las marañas de conspiración y engaño -las historias, los asesinatos y las infidelidades- viajando atrás y adelante en el tiempo, viajando atrás y adelante, virtualmente, a través de mi piel. Estaba convencido también de que, con suficiente concentración, podía retener todo aquello en la mente y comprenderlo, percibirlo como una entidad física con una estructura química identificable. Verla casi, y tocarla, aunque fuese sólo por un momento fugaz.
Sin embargo, debo decir que el sábado por la noche, al notar que el MDT empezaba a remitir, mi anhelo de comprender los intrincados polímeros de la historia se vio un tanto atenuado, así que tomé otra píldora. Pero al hacerlo, cambió totalmente la dinámica y fragmenté cualquier sentido del tiempo o la estructura que tuviese mi vida en ese momento. Tomar de nuevo la droga sin pausas también parecía acentuar su intensidad, y pronto me di cuenta de que no podía quedarme en el piso por más tiempo y de que, sencillamente, debía salir.
Llamé a Dean y me reuní con él una hora después en el Zola's de MacDougal. Me llevó un rato modular mi voz, ajustar la rapidez con la que producía mi laberíntica sintaxis, modularme a mí mismo básicamente, porque, aparte de un par de conversaciones telefónicas que había mantenido, aquella reunión con Dean era mi primer encuentro serio con alguien desde que empecé a consumir MDT, y mi primer encuentro cara a cara, así que no sabía cómo me sentiría o qué impresión causaría.
Con unas copas de por medio, pronto empezamos a hablar de Mark Sutton y Artie Meltzer, y le expuse mis ideas para la serie ampliada sobre el siglo xx. Pero noté que Dean me miraba raro. Advertí que fruncía el ceño al tiempo que se formaban en su mente dudas sobre mi salud mental. Dean y yo éramos colaboradores externos de K & D, y nos habíamos conocido allí hacía un par de años. Sentíamos una saludable irrespetuosidad por todo lo relacionado con la empresa y compartíamos una suerte de ética laboral cimentada en la holgazanería, de modo que aquella diatriba mía sobre propuestas editoriales y proyecciones de ventas era cuando menos inusual. Me contuve un poco, pero entonces me descubrí exponiendo teorías paranoicas sobre la política italiana con algo más de pasión y detalle de lo que tenía acostumbrado a Dean en cualquier tema. Otro aspecto que no se le pasó por alto, pero que, según creo, le impedía acusarme de ir de coca hasta las cejas, era que no fumaba. Entonces decidí aumentar su confusión cogiéndole un cigarrillo, pero sólo uno.
Al rato, llegaron unos amigos de Dean y cenamos todos juntos. Estaban los arquitectos Paul y Ruby Baxter, una pareja de mediana edad a la que había visto en una ocasión, y una joven actriz canadiense llamada Susan. Durante la cena, hablamos de muchas cosas, y los allí presentes, yo incluido, no tardaron en percatarse de que desde mi extremo de la mesa emanarían impresiones aterradoramente elocuentes sobre cualquier cosa. Me enzarcé en una prolongada discusión con Paul sobre los méritos relativos de Bruckner y Mahler. Les solté mi perorata sobre los años sesenta, incluido un breve aparte sobre Raymond Loewy y la racionalización. Proseguí con más reflexiones sobre historia italiana y la naturaleza del tiempo, que a su vez devinieron en una extensa objeción acerca de lo inadecuado de la teoría política occidental a la luz de las rápidas transformaciones internacionales. En una o dos ocasiones -y era como si me hallara fuera de mi cuerpo, desde arriba- me vi a mí mismo sentado a la mesa, hablando, y en esos breves instantes, mientras transitaba los espinosos matorrales de la sintaxis y el vocabulario latino, no tenía una idea real de lo que decía. Ignoraba si estaba siendo coherente. Sin embargo, todo pareció ir bastante bien -fuese lo que fuese-, y aunque me preocupaba un poco resultar demasiado vehemente, detecté en Paul lo mismo que había detectado antes en Artie Meltzer, una especie de anhelo de seguir hablando conmigo, como si yo lo alentara de algún modo, le otorgara poder, le suministrara oleadas de energía regenerativa. Tampoco fue fruto de mi imaginación cuando, un poco más tarde, Susan empezó a coquetear conmigo, rozando disimuladamente su brazo contra el mío y sosteniéndome la mirada. Conseguí esquivarla volviendo al debate acerca de Bruckner y Mahler con Paul, aunque, no me pregunten por qué, pues empezaba a aburrirme el tema y ella era increíblemente hermosa.
Después de cenar, en cualquier caso, visitamos varios clubes nocturnos, primero el Duma, luego el Virgil’s, después el Moon y más tarde el Hexagon. No recuerdo el momento exacto, pero tomé otra dosis de MDT en un retrete. Lo que sí recuerdo es esa áspera atmósfera de neón de los lavabos, personas reflejadas en los espejos a mi alrededor, algunas manteniendo conversaciones sin sentido, otras desplomadas contra las baldosas blancas, contemplándose a sí mismas -borrachas, enchufadas y perplejas-, como si se hubiesen caído accidentalmente de su propia vida.
Recuerdo que me sentía rebosante de electricidad.
Dean, cada vez más apabullado, se fue a casa pasadas las dos, al igual que Susan. Llegaron otros amigos de Paul y Ruby, seguidos un rato después por unos amigos de éstos. Entonces, Paul y Ruby se marcharon. Transcurrieron una hora o dos y me encontré en un gigantesco piso del Upper West Side con un grupo de gente al que no conocía de nada. Estaban todos sentados a una mesa de cristal tomando rayas de coca; aun así, yo era el que más hablaba de todos. En un momento dado, me levanté, paseé por la estancia y me vi en un gran espejo ornamentado que colgaba sobre una falsa chimenea de mármol. Entonces me di cuenta de que yo era el centro de atención, y de que, hablase de lo que hablase -y sabe Dios que podía ser de cualquier cosa-, todos los ocupantes de la sala sin excepción me estaban escuchando. Hacia las cinco de la mañana, o las cinco y media, o las seis -no recuerdo-, fui con dos tipos a desayunar a un restaurante de Amsterdam Avenue. Uno de ellos, Kevin Doyle, era banquero de inversión en Van Loon & Associates, y al parecer me dijo que podía proporcionarme cierta información, buena información, y que podía ayudarme a crearme una cartera. No cesaba de insistir en que nos reuniéramos aquella semana en su oficina para comer, incluso para tomar café, el día que me viniera bien.