El otro tipo se quedó allí sentado todo el tiempo, mirándome.
A la postre -porque tarde o temprano todo el mundo tuvo que irse a dormir- me encontré solo otra vez. Pasé el día deambulando por la ciudad, sobre todo a pie, observando cosas a las que nunca había prestado demasiada atención, como esos mastodónticos edificios de apartamentos de Central Park West, con sus torres en los tejados y sus cornisas góticas. Paseé hasta Times Square y llegué a Gramercy Park y Murray Hill. Volví en dirección a Chelsea y bajé hasta el distrito financiero y Battery Park. Monté en el ferry de Staten Island, viajando en cubierta para que el frío y vigorizante viento me azotara. Tomé el metro hacia el norte de la ciudad, y visité museos y galerías, lugares en los que no había estado desde hacía años. Asistí a un recital de música de cámara en el Lincoln Center, comí en Julian's, leí el New York Times en Central Park y vi dos películas de Preston Sturges en un cine de reposiciones del West Village.
Más tarde, estuve con varias personas en Zola's y me acosté por fin el lunes al amanecer.
IX
Después de aquello, las tres o cuatro semanas siguientes se fundieron una con otra en un prolongado tramo de… elasto-tiempo. Estuve permanentemente… ¿Colocado? ¿Tibio? ¿Flipando? ¿Enchufado? ¿Relajado? Ninguno de estos términos resulta apropiado para describir la experiencia del MDT. Pero, sea cual fuere el término que utilicemos, me había convertido en un consumidor profesional, tomaba una y a veces dos dosis diarias, y me las arreglaba para dormir horas sueltas aquí y allá. Tenía la sensación de que yo (o, más bien, mi vida) me expandía de manera exponencial y de que, en breve, los diversos espacios que ocupaba, físicos y de otra índole, no iban a ser suficientes para contenerme y, en consecuencia, me someterían a una gran presión y me llevarían quizá a un punto de ruptura.
Perdí peso. Perdí también el norte, así que no sé en cuánto tiempo adelgacé, pero debieron de ser ocho o diez días. Se me estilizó un poco la cara, y me sentía más ligero y esbelto. No es que no comiera, pues lo hacía, sobre todo ensaladas y fruta. Suprimí el queso, el pan, la carne, las patatas y el chocolate. No bebía cerveza ni refrescos, pero sí ingentes cantidades de agua.
Estaba activo.
Me corté el pelo y compré ropa nueva. Porque podía soportar seguir viviendo en mi piso de la Calle 10, con su olor a humedad y su crujiente suelo de madera, pero desde luego no tenía por qué aguantar un ropero que me hacía sentirme como una extensión del apartamento. Así que cogí dos mil dólares del sobre que guardaba en el armario y me fui caminando hasta el SoHo. Entré en varias tiendas y luego tomé un taxi hasta la Quinta Avenida a la altura de la Calle 50. En el lapso de una hora compré un traje de lana gris marengo, una camisa de algodón lisa y una corbata de seda Armani. Después compré unos zapatos de piel curtida en A. Testoni. También encontré ropa más informal en Bareh's. En la vida había gastado tanto dinero en ropa, pero merecía la pena, porque tener cosas nuevas y caras que ponerme me hacía sentir relajado y seguro de mí mismo y, también, debo añadir, me hacía sentirme otra persona. De hecho, para poner a prueba el traje nuevo, igual que uno probaría un coche, me eché a la calle un par de veces y recorrí Madison Avenue y el distrito financiero, escabulléndome con brío entre la multitud. Me veía reflejado en las ventanas de las oficinas, en oscuros bloques de cristal corporativo. Admiraba a aquel tipo esbelto que parecía saber con exactitud adónde iba y, más aún, qué iba a hacer cuando llegara allí.
También gasté dinero en otras cosas, y a veces entraba en tiendas caras y buscaba vendedoras guapas y elegantes. Compré cosas al azar -una estilográfica Mont Blanc y un reloj Pulsar- sólo por percibir esa sensación infantil y vagamente narcótico-erótica de verme envuelto en un velo de perfume y atención personal. ¿Le gustaría probarse este, caballero? Con los hombres me mostraba más agresivo, ahondando en cuestiones detalladas e intercambios de información, como cuando compré una caja de las nueve sinfonías de Beethoven grabadas en directo con instrumentos originales y entablé un debate con el vendedor en torno a la relevancia contemporánea de las prácticas interpretativas del siglo XVIII. Mi conducta con los camareros también era inusitada. Cuando acudía a lugares como Soleil, La Pigna y Ruggles, cosa que había empezado a hacer con bastante regularidad, era un cliente incómodo. No hay otra palabra para describirlo. Pasaba un tiempo desmesurado repasando la lista de vinos, por ejemplo, o pedía cosas que no figuraban en la carta, o me inventaba un nuevo y complicado coctel allí mismo y esperaba que el camarero me lo preparase.
Luego asistía a conciertos en el Sweet Basil y el Village Vanguard y entablaba conversación con los ocupantes de las mesas adyacentes, y aunque gracias a mis amplios conocimientos de jazz acostumbraba a salir airoso, también sobresaltaba a veces a la gente. No es que fuese molesto, no lo era, pero charlaba con todo el mundo y con suma concentración sobre cualquier tema, exprimiendo de cada encuentro hasta la última gota de lo que pudiera ofrecer: intriga, conflicto, tedio, banalidad o cotilleo, no importaba. La mayoría de la gente con la que me topé no estaba acostumbrada a aquello y algunos lo consideraban incluso irritante.
Cada vez era más consciente del efecto que ejercía sobre ciertas mujeres a las que conocía, o a las que tan sólo veía unas mesas más allá o en una sala atestada. Parecía darse una curiosa y asombrada atracción que era incapaz de explicar, pero que desembocó en algunas conversaciones íntimas y reveladoras, y a veces también -porque desconocía los parámetros del terreno- algunas bastante fallidas. En una ocasión, durante un concierto de Dale Noonan en el Sweet Basil, se me acercó una treintañera pelirroja de piel pálida entre canción y canción y se sentó a mi mesa. Ella sonrió, pero no dijo nada. Le correspondí con una sonrisa y tampoco medié palabra. Llamé a un camarero y estaba a punto de preguntarle si le apetecía tomar algo cuando meneó ligeramente la cabeza y dijo: «Non».
Le pedí la cuenta al camarero. Cuando nos íbamos, mientras el frenético Dale Noonan retomaba la actuación, la vi mirar a la mesa en la que estaba sentada al principio. Yo también volví la vista. En ella había otra mujer y un hombre observándonos, gesticulando tal vez, y en ese fugaz retablo de lenguaje corporal me pareció detectar una creciente sensación de alarma, de pánico incluso. Pero no bien hubimos salido, la pelirroja me cogió del brazo, casi arrastrándome calle abajo, y dijo con un marcado acento francés: «Oh, Dios mío, ya no soportaba más ese estruendo de mierda». Entonces se echó a reír y me apretó el brazo, atrayéndome hacia ella como si nos conociéramos desde hacía años.
Se llamaba Chantal, era parisina y estaba allí de vacaciones con su hermana y su cuñado. Intenté hablarle en francés sin demasiado éxito, lo cual parecía cautivarla sobremanera, y al cabo de veinte minutos tenía la sensación de conocerla desde hacía años. Mientras recorríamos la Quinta Avenida en dirección al edificio Flatiron, le conté que la policía solía ahuyentar de allí a los jóvenes que se congregaban para ver cómo las rachas de viento levantaban las faldas a las transeúntes. Esas rachas eran provocadas por el cerrado ángulo del extremo norte del edificio, una explicación que más tarde degeneró en un sermón sobre apuntalamientos contra el viento y los primeros rascacielos, justo lo que le apetece oír a una chica en tales circunstancias, pero, por algún motivo, conseguí que una charla sobre cerchas y vigas fuese interesante, divertida e incluso fascinante. Una vez llegamos a la Calle 23, se plantó frente al edificio Flatiron, esperando que ocurriera algo, pero apenas soplaba brisa aquella noche y lo único detectable en los pliegues de su larga falda azul marino era un suave movimiento ondulante. Parecía decepcionada, como si estuviese a punto de dar un pisotón.