La cogí de la mano y seguimos andando.
Cuando llegamos a la altura de la Calle 29 giramos a la derecha. Momentos después me dijo que habíamos llegado a su hotel. Me contó que ella y su hermana habían estado todo el día de compras, lo cual explicaría las bolsas y cajas, el papel de seda, los zapatos, los cinturones y los accesorios nuevos esparcidos por la habitación. La miré ligeramente confuso. Ella suspiró y dijo que no prestara atención al desorden.
A la mañana siguiente desayunamos en un restaurante de la zona, y después pasamos unas horas en el Met. Puesto que a Chantal le quedaba todavía otra semana en Nueva York, acordamos vernos una vez, y otra e, inevitablemente, otra. Pasamos veinticuatro horas encerrados en su habitación de hotel, y durante ese tiempo, entre otras cosas, recibí clases de francés. Creo que le sorprendió lo mucho que conseguí aprender y lo rápido que lo hice, ya que, en nuestro último encuentro, que tuvo lugar en un restaurante marroquí de Tribeca, hablamos casi exclusivamente en su idioma.
Chantal me dijo que me quería y que estaba dispuesta a dejarlo todo para venirse a vivir conmigo en Manhattan. Abandonaría su piso de la Bastilla, su empleo en un organismo de ayuda al extranjero, toda su vida en París. Disfrutaba mucho de su compañía, y odiaba la idea de que se fuera, pero tenía que disuadirla. Nunca lo había tenido tan fácil en una relación, y no quería forzar mi suerte. Pero tampoco veía cómo podíamos mantener una relación plausible en el contexto de mi incipiente adicción al MDT. En cualquier caso, la situación en la que nos habíamos conocido había sido bastante irreal, una irrealidad que se había visto exacerbada por los detalles personales que le había proporcionado sobre mí. Le había dicho que era analista de inversiones y que estaba ideando una nueva estrategia de predicción del mercado basada en la teoría de la complejidad. Le había contado asimismo que el motivo por el que no la había llevado a ver mi piso de Riverside Drive era que estaba casado, infelizmente, cómo no. La escena de la despedida fue difícil, pero aun así fue agradable escuchar, entre lágrimas y en francés, que viviría para siempre en su corazón.
Hubo un par de encuentros más. Una mañana fui a casa de mi amigo Dean en Sullivan Street para recoger un libro y, cuando salía del edificio, me puse a hablar con una joven que vivía en el segundo piso. Según la detallada descripción de sus vecinos que había ofrecido Dean en una ocasión, era una programadora blanca y soltera de veintiséis años, no fumadora e interesada en el arte estadounidense del siglo xix. Nos habíamos cruzado por las escaleras varias veces, pero tal como funcionan las cosas en los edificios de Nueva York, con su distanciamiento y su paranoia, por no hablar de su grosería endémica, nos habíamos ignorado por completo el uno al otro. En esa ocasión le sonreí y dije:
– Hola. Fantástico día.
Ella se mostró sorprendida, me estudió por un nanosegundo o dos y repuso:
– Si eres Bill Gates. O Naomi Campbell.
– Tal vez -dije, haciendo una pausa para apoyarme en la pared-, pero si la cosa está tan mal, ¿puedo invitarte a una copa?
Ella consultó su reloj y dijo:
– ¿Una copa? Son las diez y media de la mañana. ¿Qué eres, el príncipe heredero del País de los Juguetes?
– Podría ser -dije, riéndome.
La joven sostenía una bolsa de A & P en la mano izquierda y bajo el brazo derecho un voluminoso libro de tapa dura, bien apretujado para que no resbalara. Señalé el libro con la cabeza.
– ¿Qué estás leyendo?
Ella soltó un largo suspiro, como diciendo: «Oye, estoy ocupada. ¿De acuerdo? Quizá en otra ocasión». Luego repuso con voz cansina:
– Thomas Cole. Las obras de Thomas Cole.
– Vista del monte Holyoke -dije automáticamente-. Nortbampton, Massachuselts, después de una tormenta.
Recodo del río. -No podía resistirme a continuar-. Mil ochocientos treinta y seis. Óleo sobre lienzo, 129,5 por 193 centímetros.
La muchacha frunció el ceño y me miró. Entonces dejó la bolsa de la compra a sus pies. Soltó el libro que llevaba bajo el brazo, lo sostuvo con torpeza y empezó a hojearlo.
– Sí -dijo, casi para sí misma-. Recodo del río, eso es. Estoy preparando un… -Continuó pasando distraídamente las hojas del libro-. Estoy preparando un trabajo para un curso sobre Cole y… sí -dijo mirándome de nuevo-, Recodo del río.
Encontró la página y me la mostró, pero para que pudiéramos observar el cuadro como era debido tuvimos que acercarnos un poco más. Era bastante baja de estatura, tenía el cabello oscuro y sedoso y lucía un pañuelo en la cabeza con pequeñas cuentas de ámbar.
– Recuerda que el recodo es un yugo, un símbolo de control sobre la naturaleza en estado puro -dije-. Cole no creía en el progreso, al menos si ello significaba talar bosques y construir vías de tren. Cada colina y cada valle, escribió en una ocasión (en una incursión bastante poco acertada en la poesía, debería añadir), cada colina y cada valle se ha convertido en un altar para Mammon.
– Humm. -Hizo una pausa para reflexionar-. ¿Sabes del tema?
Había estado en el Met con Chantal una semana antes y había absorbido bastante información de los catálogos y carteles, y también había leído recientemente Visiones americanas, de Robert Hughes, y montones de Thoreau y Emerson, así que me sentía lo bastante cómodo como para responder: «Sí, claro. No soy un experto ni nada, pero sí». Me incliné ligeramente hacia adelante y estudié su rostro, sus ojos. Ella me miró fijamente y le dije:
– ¿Quieres que te ayude con este… trabajo?
– ¿Lo harías? -respondió en voz baja-. ¿Puedes? Si no estás ocupado, claro.
– Soy el príncipe heredero del País de los Juguetes, no lo olvides, así que tampoco tengo un trabajo al que ir. Ella sonrió por primera vez.
Fuimos a su piso y en unas horas despachamos un borrador del trabajo. Cuatro horas después salía tambaleándome del edificio.
En otra ocasión estaba en las oficinas de Kerr & Dexter dejando algún trabajo cuando me encontré con Clare Dormer. Aunque sólo había visto a Clare una o dos veces, la saludé afectuosamente. Acababa de hablar con Mark Sutton acerca de algún asunto contractual, de modo que decidí confiarle la idea de limitar su libro a los chicos, empezando por Leave it to Beaver y llevándolo hasta Los Simpson, y titularlo Criando hijos: de Beaver a Bart. Ella se echó a reír y me golpeó con el dorso de la mano en la solapa de la chaqueta.
Entonces hizo una pausa, como si hubiese caído en la cuenta de algo que se le había pasado por alto.
Veinte minutos después estábamos compartiendo un cigarro en un tranquilo descansillo.
No cesaba de recordarme a mí mismo que en esas situaciones interpretaba un papel, que todo aquello era un teatro, pero con igual frecuencia pensaba que quizá no fuese así, que tal vez no fuese teatro. Cuando me hallaba en pleno episodio de MDT, era como si mi nuevo yo apenas pudiera distinguir al viejo, como si sólo pudiera adivinarlo a través de una neblina, una ventana ahumada de grueso cristal. Era como intentar hablar un idioma que antes sabías pero que prácticamente habías olvidado, y por mucho que hubiese querido, no habría podido revertir la situación, al menos sin una enorme concentración. De hecho, a menudo era más cómodo no molestarse siquiera -¿por qué iba a hacerlo?-, pero una consecuencia de ello era estar más incómodo con la gente a la que conocía bien o, mejor dicho, con la gente que me conocía bien a mí. Impresionar a un desconocido, asumir una nueva identidad, incluso un nombre nuevo, era fascinante y sencillo, pero cuando me encontraba con alguien como Dean, por ejemplo, siempre lanzaba aquellas miradas, unas miradas burlonas y penetrantes. También notaba que a él le resultaba difícil, que quería desafiarme, tacharme de presumido, de payaso, de idiota arrogante, pero al mismo tiempo deseaba prolongar nuestro tiempo juntos y exprimirlo al máximo.