Me puse el scherzo de la Novena de Bruckner y vagué por el piso, como una división Panzer de un solo hombre, murmurando para mis adentros, sopesando las opciones. ¿Cómo pensaba actuar? ¿Por dónde iba a empezar? Pero pronto me di cuenta de que no tenía demasiadas opciones, porque en el armario quedaban sólo unos miles de dólares, que era más o menos lo que había en mi cuenta bancaria. Y, puesto que, afrontémoslo, unos pocos miles de dólares sumados a otros pocos miles de dólares siguen siendo, a todos los efectos, unos pocos miles de dólares, lo único que tenía en este mundo, aparte de una tarjeta de crédito, eran unos pocos miles de dólares.
Cogí el dinero de todos modos y salí de compras. En esta ocasión me dirigí a la Calle 47 y compré dos televisores de catorce pulgadas, un nuevo ordenador portátil y tres programas, dos de análisis de inversiones y uno de comercio en Internet. Desoyendo la idea de Bob Holland de que demasiada información producía indicios contradictorios, compré el Wall Street Journal, el Financial Times, el New York Times, el Los Angeles Times, el Washington Post y los últimos números de The Economist, Barrons, Newsweek, The Nation, Harper's, Atlantic Monthly, Fortune, Forbes, Wired, Variety y unas diez publicaciones semanales y mensuales más. Me llevé también varios periódicos extranjeros, aquellos a los que al menos podía echar una ojeada: Il Sole 24 Ore y Corriere della Sera, obviamente, pero también Le Fígaro, El País y Frankfurter Allgemeine Zeitung.
De vuelta en casa, llamé a un amigo electricista y le pedí instrucciones para empalmar los cables de los dos televisores nuevos a la conexión ya existente. Parecía incómodo y quiso acudir a hacerlo él mismo, pero insistí en que me lo explicara: «Maldita sea, explícamelo por teléfono y voy tomando notas». No era una tarea que hubiera realizado en condiciones normales, como cambiar un enchufe o un fusible, pero seguí sus instrucciones al pie de la letra, y no tardé en tener los tres televisores en funcionamiento, uno junto al otro. Después, conecté el nuevo portátil al ordenador de sobremesa, instalé el programa y empecé a navegar. Investigué un poco sobre corredores de bolsa en Internet, y utilicé la tarjeta de crédito y una transferencia bancaria para abrir una cuenta en una de las empresas más pequeñas. Luego cogí los periódicos y revistas que había comprado y los extendí cuidadosamente por todo el piso. Coloqué material de lectura, abierto por las páginas relevantes, en cada superficie disponible: escritorio, mesa, sillas, estanterías, sofá y suelo.
Las siguientes horas se desgranaron como si hubiesen transcurrido dos segundos. Me las pasé pegado a las cinco pantallas, absorbiendo ansiosamente la información con una rapidez que hacía que mis esfuerzos previos parecieran estáticos. Los tres televisores retransmitían diferentes noticias y programas de servicios financieros -CNN, CNNfn y CNBC-, distintos afluentes de una gran riada global de información, análisis y opinión. El corredor online en el que me había registrado -el índice Klondike- ofrecía citas en tiempo real, comentarios de expertos, noticias de última hora e hipervínculos a diversas herramientas de estudio y juegos de simulación. En la otra pantalla de ordenador, visité páginas como Bloomberg, The Street.com., Quote.com, Raging Bull y The Motley Fool. De vez en cuando me zambullía un rato en las hectáreas de prensa que había acumulado, y leía artículos sobre cualquier cosa… México, por supuesto, pero también alimentos modificados genéticamente, conversaciones de paz en Oriente Próximo, pop británico, la debacle del sector del acero, estadísticas de delitos en Nigeria, comercio electrónico, Tom Cruise y Nicole Kidman, separatistas vascos, comercio internacional de plátanos… Lo que fuera.
Por supuesto, no tenía ni idea de lo que acontecía allí, no había una estrategia coherente, era todo aleatorio, pero pensaba que, cuantos más datos almacenara en mi cerebro -datos de toda índole-, más seguro me sentiría llegado el momento de tomar una de esas decisiones inmediatas de las que tanto se hablaba.
Entonces, ¿a qué estaba esperando? Desde el punto de vista económico, no disponía de mucho margen, pero si realmente lo hubiera querido, podría haber iniciado las operaciones por Internet en cuestión de segundos. Para tramitar una solicitud, lo único que debía hacer era elegir un valor, introducir datos sobre la clase de transacción y el número de acciones requeridos, y hacer clic sobre el botón «Enviar pedido» de la pantalla.
Decidí empezar a la mañana siguiente.
A las diez de la mañana, me di la vuelta sobre mi silla giratoria y estudié el piso. Parecía haber sufrido una profunda transformación en las últimas veinticuatro horas. Menos reconocible que antes, menos identificable como vivienda, ahora era, por emplear el término de Bob Holland, como la guarida de un obsesivo degenerado. Sin embargo, estaba demasiado enfrascado en aquello como para andarme con escrúpulos, así que encaré las dos pantallas de ordenador y me dispuse a buscar acciones interesantes. Repasé interminables listas de expertos en la materia, pero a la postre seguí mi instinto y me decanté por una empresa mediana de software con sede en Palo Alto. Su nombre era Digicon y supuse que estaría bien situada para emprender acciones a corto plazo. Acababa de pasar por un largo período dentro de una horquilla de precios muy reducida, pero ahora parecía estar a punto de salir de esa situación. De hecho, en el tiempo que me llevó decantarme por Digicon e introducir algunos datos relevantes en los programas de análisis, el precio de las acciones de la empresa subió medio punto. La cuenta que había abierto en Klondike conllevaba unas costosas cuotas de corretaje e imponía elevados tipos de interés, pero permitía hasta un cincuenta por ciento de endeudamiento al abrir depósitos. Así pues, solicité la compra de doscientas acciones de Digicon, a catorce dólares cada una. Durante la media hora siguiente adquirí quinientas acciones de otras seis empresas, utilizando todos los fondos de los que disponía, y pasé el resto del día realizando un seguimiento de éstas y buscando posibles indicios de venta.
A última hora de la mañana y primera de la tarde, todos menos uno de los valores que elegí subieron de precio, y en un grado muy dispar. Decidí rápidamente de cuáles debía desprenderme. Digicon, por ejemplo, subió hasta 173/8, pero no me pareció que fuese a ir a más, de modo que las vendí y me embolsé unos beneficios de más de seiscientos dólares, a los que había que restar la comisión y la cuota de transacción, por supuesto. Otras acciones pasaron de 181/2 puntos a 243/4, y otra de 31 a 367/16. Al desprenderme de todas estas acciones en el momento adecuado, conseguí incrementar mi fondo básico, que pasó de unos 7.000 dólares a casi 12.000, y en las dos últimas horas de operaciones lo vendí todo, excepto US-Cova. Éstas fueron las únicas acciones que no se movieron en todo el día, pese a los indicios de que existía una inminente tendencia al alza. Ello me irritó, porque cuando elegí esos valores me había ocurrido algo casi físico, un leve hormigueo al fondo del estómago, o eso me pareció en su momento. En cualquier caso, todas las demás acciones habían variado, y no comprendía por qué no sucedía lo mismo con aquélla.