Sin dejarme amedrentar, solicité 650 acciones más de US-Cova, a veintidós dólares cada una. Unos veinte minutos después vi un punto luminoso en la pantalla y US-Cova empezó a moverse. Subió dos puntos, y luego tres más. Observé cómo aumentaba el precio de las acciones. Cuando llegaron a 36 dólares, introduje una orden de venta, pero resistí hasta que llegó otro incremento, y no envié la orden hasta que el precio alcanzó los 39 dólares, un aumento de 17 dólares en poco más de una hora.
Por tanto, al cierre de esa primera jornada, tenía más de 20.000 dólares en la cuenta. Si restábamos los 7.000 iniciales y las cuotas, había ganado en torno a 12.000 dólares en un solo día. Era calderilla en el mercado de valores, obviamente, pero aun así era más de lo que había ganado en medio año como redactor autónomo. Por supuesto, aquello era asombroso, pero creí que se trataba de un golpe de suerte increíble: siete decisiones y siete éxitos, y en un día normal en el que el mercado había cerrado con un incremento de sólo doce puntos. Era extraordinario. ¿Cómo lo había hecho? ¿De verdad había sido cuestión de suerte? Intenté repasarlo todo mentalmente, desandar mis pasos y ver si podía identificar qué señales había captado, qué avisos me habían conducido a esas acciones relativamente desconocidas y de escasa relevancia, pero era una tarea demasiado laberíntica. Repasé una vez más docenas de tendencias, utilicé de nuevo los programas de análisis y, en un momento dado, me descubrí arrastrándome por el suelo del piso, asomándome a las páginas de los periódicos y las revistas en busca de algún artículo que recordaba haber leído y que tal vez hubiese sugerido algo, suscitado una idea, llevado en otra dirección, o no. Simplemente no lo sabía. Quizá había escuchado algo en la televisión, un comentario improvisado proveniente de alguno de los centenares de analistas de inversión. O quizá había encontrado algo en un chat, en un foro o en una revista digital.
Intentar reconfigurar mis coordenadas mentales en los momentos exactos en que había elegido esas acciones era como intentar meter de nuevo la pasta de dientes en el tubo, así que pronto me rendí. Pero la conclusión que pude extraer de todo aquello es que probablemente había utilizado el análisis fundamental y cuantitativo en igual medida, y aunque la próxima vez a lo mejor no calcularía con exactitud las proporciones y nunca podría recrear las condiciones de ese día en particular, estaba en el buen camino. A menos que hubiese sido de chiripa, que se tratara de la suerte del principiante, lo cual era un pensamiento intolerable. Yo no creía que fuera así, pero necesitaba saberlo con certeza, y estaba ansioso por volver a trabajar al día siguiente, lo cual significaba continuar con la ingesta de datos y, por supuesto, de MDT-48.
Aquella noche dormí tres horas, y cuando desperté, que fue de manera bastante repentina merced a la alarma de un coche, me llevó un buen rato saber dónde estaba y quién era. Antes de que la alarma me desvelara, me hallaba sumido en un sueño particularmente vívido ambientado en el viejo apartamento de Melissa en Union Street, Brooklyn. En el sueño no sucedía gran cosa, pero se respiraba una atmósfera de realidad virtual, con traveling, primeros planos detallados e incluso sonido. El evocador zumbido de los radiadores, por ejemplo, golpes de puertas al fondo del pasillo y voces de niños que llegaban desde la calle.
El ojo del sueño, el punto de vista, la cámara, se deslizaba por encima del suelo de pino y recorría las distintas estancias del piso como si fuera una vía de tren, captándolo todo: el grano de la madera, cada línea ondulante y cada nudo… montoncitos de polvo, una copia de The Nation, una botella vacía de Grolsch, un cenicero. Luego, elevándose poco a poco, enfocaba el pie descalzo de Melissa, las piernas cruzadas y la camiseta de seda azul marino, que se arrugaba cuando ella se inclinaba hacia adelante y dejaba entrever sus senos. Su larga y brillante cabellera negra cubría sus hombros y brazos y parte de su rostro. Estaba sentada en una silla, fumando un cigarrillo y rumiando algo. Tenía un aspecto fabuloso. Yo estaba sentado en el suelo, y mi aspecto, imagino, no era tan espléndido. Después de unos segundos me puse en pie, y el punto de vista se levantó conmigo en un efecto vertiginoso. Al darme la vuelta, todo giró también, y en una especie de barrido por la habitación, vi las fotografías en blanco y negro colgadas de la pared, las imágenes del viejo Nueva York que a Melissa siempre le habían gustado tanto; vi la repisa de piedra de la olvidada chimenea y, encima de ella, el espejo, y en él vi fugazmente mi imagen, luciendo aquella vieja chaqueta de pana que tenía, muy delgado, muy joven. Moviéndome aún, vi las puertas abiertas que conectaban aquella sala con el dormitorio de la parte frontal y, luego, flanqueado por las puertas, vi a Vernon, con todo el cabello y su piel suave, enfundado en la chaqueta de cuero que siempre llevaba. Lo contemplé un buen rato, observé sus brillantes ojos verdes y sus pómulos altos, y por unos segundos pareció hablarme. Sus labios se movían, pero no alcanzaba a oír nada de lo que decía…
Pero, de súbito, todo había terminado. La alarma del coche ululaba lastimera en la calle y yo sacaba las piernas de la cama, respirando hondo, con la sensación de haber visto un fantasma.
Inevitablemente, la siguiente imagen que se alojó en mi cabeza fue también de Vernon, pero era él diez u once años después, un Vernon casi calvo, con unos rasgos faciales desfigurados y magullados, un Vernon desparramado en el sofá de otro piso, en otra zona de la ciudad.
Miré la alfombra tendida junto a mi cama, sus intrincados y repetitivos motivos y, muy lentamente, meneé la cabeza de un lado a otro. Desde que había empezado a tomar las pastillas de MDT unas semanas antes, apenas había pensado en Vernon Gant, aunque, se mirara por donde se mirara, mi comportamiento hacia él había sido espantoso. Después de hallarlo muerto, sólo se me ocurrió registrar su habitación, por el amor de Dios, y luego le robé dinero y propiedades que le pertenecían. Ni siquiera había asistido a su funeral, convenciéndome, sin constatación alguna, de que ese era el deseo de Melissa.
Me levanté de la cama y fui a paso ligero hacia la sala de estar. Cogí dos pastillas del bol de cerámica que descansaba sobre la estantería -que había estado rellenando a diario-, y me las tomé. También era cierto que lo que acababa de consumir pertenecía por derecho a la hermana de Vernon, y probablemente también le habrían venido bien esos 9.000 dólares.
Con un nudo en el estómago, extendí el brazo por detrás de los ordenadores y los encendí. Entonces consulté el reloj. Eran las 4:58.
No obstante, ahora podría darle sin problemas el doble de esa cifra, y quizá mucho más si mi segunda jornada de trabajo marchaba bien. Pero ¿en cierto sentido no sería como saldar una deuda con ella?
De repente me entraron ganas de vomitar.
Desde luego, no era como yo había pensado renovar mi relación con Melissa. Fui corriendo al cuarto de baño y cerré la puerta de golpe. Me incliné al borde de la taza del váter, pero no ocurrió nada. No podía devolver. Me quedé allí unos veinte minutos, respirando fuertemente, pegando la mejilla a la fría y blanca porcelana, hasta que aquella sensación desapareció. Porque lo extraño fue que, al levantarme para regresar al salón y ponerme a trabajar adelante de mi escritorio, ya no tenía ganas de vomitar, pero tampoco me sentía culpable.
Aquel día, mis operaciones comerciales fueron animadas. Elegí otra cartera de acciones con la que trabajar, cinco empresas de mediana envergadura, casi desconocidas y más o menos saneadas. Antes, mientras tomaba café, había visto referencias en varios artículos periodísticos e innumerables menciones en páginas web a US-Cova y su extraordinario rendimiento en los mercados el día anterior. Digicon y una o dos empresas más también eran mencionadas de pasada, pero no obtuve una panorámica coherente que pudiera explicar lo que había ocurrido, o que pudiera relacionar de algún modo las diversas empresas implicadas. El consenso generalizado parecía ser un sonoro «a saber», así que, aunque las posibilidades de que alguien eligiera de una tacada siete empresas ganadoras eran verdaderamente ínfimas, en aquel momento todavía era posible, en ausencia de otros indicios, que mi racha hubiera sido una mera cuestión de suerte.