Gennadi se puso sus Ray-Ban, y antes de irse me tendió la mano. Lo hizo en silencio, solemnemente. Luego se puso en pie y desapareció.
Llamé a Klondike desde el teléfono público del restaurante. Expuse la situación y me facilitaron la dirección de un banco de la Tercera Avenida en el que podía depositar efectivo, que aparecería de inmediato en mi cuenta.
Agradecí a Néstor su ayuda y fui en taxi hasta la Calle 61 con la Tercera Avenida. Abrí el sobre en el asiento trasero y toqueteé los fajos de billetes de cien dólares. Nunca en mi vida había visto tanto dinero junto y sentía vértigo con sólo mirarlo. El vértigo se intensificó cuando lo llevé al banco y observé al cajero contándolo.
Después, cogí otro taxi para regresar a la Calle 10 y retomé el trabajo. En mi ausencia, el valor de las acciones que conservaba se había disparado y cifraba mi capital básico en 50.000 dólares. Ello significaba que, con la aportación de Gennadi, disponía de casi 150.000 dólares. Sólo me quedaban un par de horas para realizar transacciones y, por ende, muy poco tiempo para investigar, así que me puse manos a la obra de inmediato, rastreando tasaciones, estudiando carteras de valores, comprando, vendiendo y repasando a todo correr las varias hileras de cifras que ocupaban las pantallas de ordenador.
Ese proceso cobró un impulso considerable y alcanzó su apogeo por la tarde con dos grandes tantos -llamémoslos Y y Z-, unos valores de alto riesgo y gran rendimiento que estaban subiendo rápidamente. El valor Y me supuso 200.000 dólares, y con Z superé el cuarto de millón. Fueron unas horas tensas, a ratos angustiosas, pero me sirvieron para degustar los placeres del riesgo, y me brindaron grandes cantidades de adrenalina, una sustancia que casi notaba recorriendo mi organismo, igual que se mueven los precios en los mercados.
No obstante, pese a mi tasa de éxito, o quizá debido a ella, empecé a sentir cierta insatisfacción. Tenía la sensación de que podía ir mucho más allá de las transacciones en casa con un PC, y de que ser un corredor de guerrilla no bastaba ni por asomo para hacerme feliz. El asunto era que quería conocer los entresijos de la Bolsa y al más alto nivel. Quería saber qué se sentía al comprar millones de acciones de una tacada.
Así pues, telefoneé a Kevin Doyle, el banquero de inversión con el que había desayunado hacía varios domingos, y me cité con él para tomar una copa en el Orpheus Room.
La última vez que nos vimos parecía dispuesto a darme consejos para confeccionarme una cartera de valores, así que creí que podría interrogarlo un poco y recibir algún consejo para intentar ascender a primera división.
Al principio, Kevin no me reconoció cuando entró en el bar. Me dijo que había cambiado y que estaba bastante más delgado que cuando nos vimos en Herb and Jilly's.
Me preguntó a qué gimnasio iba.
Lo miré unos instantes. ¿Herb and Jilly's? Entonces me di cuenta de que, quienesquiera eme fuesen Herb y Jilly, aquella noche debí de terminar en su local del Upper West Side.
– No voy al gimnasio -respondí-. Eso es para enclenques.
Él se echó a reír y pidió un Absolut con hielo.
Kevin Doyle tendría cuarenta o cuarenta y dos años y era bastante delgado. Llevaba un traje gris marengo y una corbata de seda roja. No recordaba nuestro encuentro en el Herb and Jilly's, ni más tarde en aquel restaurante de Amsterdam Avenue, pero algo que sí recordaba con claridad es que era yo quien monopolizaba la conversación, y Kevin -aparte de intentar darme algunos consejos sobre el mercado de valores- había escuchado todas y cada una de mis palabras. Había sucedido de nuevo; había intentado impresionarlo y ser su mejor amigo, como ya hice con Paul Baxter y Artie Meltzer. Traté de analizar a qué se debía y llegué a la conclusión de que quizá mi entusiasmo y mi actitud poco crítica -poco competitiva- tocaban la fibra sensible de las personas, sobre todo aquellas que estaban estresadas y en guardia todo el tiempo. En cualquier caso, últimamente controlaba un poco más mi verborrea, así que dejé que Kevin tomara las riendas. Le pregunté por Van Loon & Associates.
– Somos un pequeño banco de inversión -dijo-, con unos doscientos cincuenta empleados. Nos dedicamos al capital de riesgo, la gestión de fondos, el sector inmobiliario y ese tipo de cosas. De un tiempo a esta parte hemos cerrado varios acuerdos bastante importantes.
El año pasado nos encargamos de la compra de Cableplex por parte de MCL-Parnassus, y el propio Carl van Loon ha iniciado conversaciones sobre otro negocio con Hank Atwood, el presidente de MCL. -Kevin hizo una pausa y añadió, como quien anuncia que acaban de ficharlo para el equipo de fútbol-: Yo soy director ejecutivo.
Pero cuando entró en detalle y me contó que era uno de los siete u ocho directores ejecutivos de la empresa que se encargaban de sus propios negocios y se embolsaban jugosas comisiones, me di cuenta de que Kevin no era un don nadie de Wall Street. De sus palabras inferí que tal vez ganara dos o tres millones al año.
Ahora sí que estaba impresionado.
– ¿Qué hay de Van Loon? -pregunté sin ninguna intención en particular. Obviamente, había sucumbido un poco al magnético atractivo de celebridad que todavía rodeaba al jefe de Kevin.
– Carl está bien. Se ha calmado mucho con los años, pero trabaja tanto como siempre.
Asentí, pensando hasta qué punto trabajaría en realidad.
– Sin él, la empresa no sería lo que es hoy.
Aquel hombre tal vez se embolsara dos o tres millones a la semana.
– Ya.
– Y tú, ¿qué tal?
– ¿Yo? Bien.
No recordaba gran cosa de nuestro anterior encuentro, pero estaba convencido de que había mencionado mi libro, seguramente sin decir que formaba parte de una colección barata para un editor de segunda fila. Hasta donde yo sabía, Kevin me tenía por una especie de escritor, un comentarista, una persona que estaba al caso del espíritu de su época, con quien podía mantener una conversación inteligente y congratulatoria, pero no amenazadora, sobre temas como la nueva economía, las megatendencias y la digitalización. Pero fui al grano bastante rápido.
– ¿Qué opinas de las transacciones electrónicas intradía, Kevin?
– Es sólo ruido -dijo tras pensárselo unos segundos-. Esos tipos no son especuladores, ni siquiera inversores. Son jugadores o unos pobres freaks que creen haber democratizado los mercados. Cuando estalle la burbuja van a correr regueros de sangre.
Kevin dio un trago.
Yo levanté mi vaso.
– Lo he estado haciendo en casa con el PC, utilizando un programa que compré en la Calle 47. He ganado alrededor de un cuarto de millón en dos días.
Kevin me miró horrorizado, intentando asimilar la información. Pero también se sentía confuso y no sabía qué decir. Entonces cayó en la cuenta.
– ¿Un cuarto de millón?
– Aja.
– ¿En dos días? Eso está bastante bien.
– Sí, eso creo. Pero, curiosamente, me siento… ¿Cómo te diría? Insatisfecho. Me siento limitado. Necesito expandirme.
Mientras intentaba comprender lo que le decía, Kevin se agitó en su taburete, y puede que incluso se retorciera un poco. Era un tipo que confiaba en sí mismo, un triunfador, y se hacía raro verlo sumido en la incertidumbre.
– Esto… A lo mejor… -se rascó la nariz-, podrías… ¿Por qué no pruebas con una de esas empresas que se dedican al comercio intradía?
Le pregunté qué cambiaría eso.
– Bueno, no estás aislado. Ocupas una sala con otros corredores y el principio es que, en un entorno como ese, nadie quiere ver a otros fracasar. Se ayudan unos a otros y comparten información. La mayoría de las empresas ofrecen un endeudamiento elevado, entre cinco y diez veces tu depósito. También captas mejor el comportamiento de los mercados -volvía a tomárselo con calma-, porque a menudo es sólo cuestión de calibrar la atmósfera colectiva y decidir luego si te sumas a ella o…, no sé… -se encogió de hombros-, vas contra ella.