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Le pregunté si podía recomendarme alguno de esos lugares.

– He oído hablar de un par que están bien. Se encuentran en la misma Wall Street o alrededores. Aunque, en mi opinión, Eddie, parece que te va bastante bien a ti solo.

Anoté los nombres que me facilitó y le di las gracias de todos modos. Entonces bebimos de nuestros respectivos vasos.

– Conque un cuarto de millón en dos días. -Lanzó un silbido de admiración-. ¿Cuál es tu estrategia?

Estaba a punto de obsequiarle una versión editada de los hechos cuando aparecieron dos hombres trajeados y uno de ellos dio una palmada en la espalda a Kevin.

– Eh, Doyle, ¿qué pasa, viejo?

Eran yuppies que apestaban a billetes, y cuando Kevin me presentó pero no dijo que fuese director ejecutivo o vicepresidente en funciones de tal o cual compañía, me hicieron caso omiso. Mientras conversaban sobre los mercados emergentes de Latinoamérica y la burbuja tecnológica, noté que Kevin estaba atemorizado por si empezaba a hablar de operaciones intradía con un PC delante de aquellos tipos, así que, cuando me levanté, creo que se sintió un tanto aliviado.

Le dije que le llamaría al cabo de unos días para contarle cómo me había ido con aquello que habíamos hablado.

Lafayette Trading se encontraba en Broad Street, a sólo unas manzanas de la Bolsa de Nueva York. En la sala principal de un conjunto de oficinas escasamente amueblado de la cuarta planta había veinte mesas que formaban un gran rectángulo. En cada mesa había suficientes terminales y ordenadores para al menos tres corredores, y de la cincuentena que vi allí mi primera mañana -todos hombres, sentados en cómodas sillas de directivo-, diría que más de la mitad tenían menos de treinta años, y de ellos, la mitad lucían vaqueros y gorras de béisbol.

Las condiciones te obligaban a dar un depósito mínimo de 25.000 dólares y Lafayette proporcionaba todo el hardware y software necesario para realizar las transacciones. A cambio, cobraban una comisión de dos centavos por acción en cada operación que llevaras a cabo. Si querías, como ocurría con casi todos, también ofrecían un endeudamiento bastante elevado de tu depósito. Me registré, aboné 200.000 dólares y pacté un endeudamiento que superaba en dos veces y media esa cantidad, lo cual significaba, en la práctica, que comenzaría esa nueva fase de mi carrera profesional con medio millón de dólares a mi disposición.

Por la mañana tuve que asistir a un breve curso introductorio. Luego pasé casi toda la tarde hablando con algunos corredores y observando la sala. El ambiente en Lafayette era, como pronosticó Kevin, amigable y cooperativo. La idea era que todos participábamos de aquello, que trabajábamos contra los grandes actores del mercado. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que había facciones en la sala, grandes personalidades, y que la dinámica no siempre sería tan fácil de interpretar. También había distintos estilos de corretaje. El tipo que se sentaba a mi izquierda, por ejemplo, tecleaba como un maniaco y no parecía investigar ni analizar nada.

– ¿Qué son esas acciones? -le pregunté, señalando un símbolo que aparecía en su pantalla una vez me hube sentado.

– Ni idea -farfulló, sin apartar los ojos de lo que tenía entre manos-. Tiene mucha difusión y se está moviendo. Eso es todo lo que necesito saber.

Otros corredores parecían más cautos e indagaban bastante, observando los televisores atornillados a la pared lateral, dirigiéndose a una terminal de Bloomberg situada al otro extremo de la sala, o simplemente cerniéndose sobre interminables gráficas de valores que tenían en pantalla. En cualquier caso, cuando consideré que había calibrado la sala y su ambiente, empecé a trabajar en el espacio que se me había asignado, buscando posibles operaciones. Pero, como era mi primer día de trabajo, me lo tomé con bastante calma, y al cerrar mis posiciones antes de que sonara la campana del cierre sólo había conseguido cinco mil dólares más. Habida cuenta de mi breve historial, no me pareció gran cosa, pero algunos de los allí presentes no estaban de acuerdo con esa apreciación. El chico nuevo había despertado cierta curiosidad en la sala, por no decir desconfianza. Alguien me preguntó con bastante indecisión si quería unirme a un grupo que iba a tomar una copa en un local de Pier 17 Pavilion, pero rechacé la oferta. Todavía no quería formar ninguna alianza.

Había sido una jornada relativamente lenta para mí -al menos en cuanto a la actividad mental y la cantidad de trabajo que había llevado a cabo-, así que cuando llegué a casa me sentía bastante inquieto, incluso un poco enloquecido. Incapaz de dormir aquella noche, me quedé en el sofá del comedor viendo la televisión y leyendo. Con películas, concursos y anuncios como telón de fondo, leí la sección de economía de la prensa diaria, una biografía de Warren Buffet y todo el texto, pies de foto, anuncios, cabecera y créditos de las fotografías de unas seis revistas de negocios.

El martes durante mi segunda mañana en Lafayette, pasé un buen rato curioseando las diversas páginas web dedicadas a las finanzas. A la postre abrí más de una docena de posiciones importantes, 80.000 acciones en total, y me concentré en realizar un seguimiento exhaustivo.

Hacia las once y media noté cierta conmoción a mi izquierda. Unas mesas más allá, tres muchachos con gorra de béisbol, que parecían trabajar en estrecha colaboración, empezaron a soltar puñetazos al aire y a susurrarse «sí» unos a otros. El chivatazo tardó unos minutos en filtrarse. Jay, el corredor que estaba sentado a mi lado, se apartó de la pantalla unos momentos y se volvió hacia mí.

– Creo que acaba de trascender algo sobre unas acciones de biotecnología.

Jay se encogió de hombros y retomó sus quehaceres, pero el tipo que se encontraba junto a él movió su silla y se dirigió a mí como si nos conociéramos desde el instituto.

– Es un descubrimiento médico. Todavía no lo han anunciado. MEDX. Eso es Mediflux Inc., una empresa farmacéutica de Florida, ¿no? Al parecer están desarrollando una proteína contra el cáncer. Los investigadores de la National Cancer Research Foundation están entusiasmados.

– ¿Y?

Me miró como diciendo: «¿Eres idiota?». Luego, con una pausa cargada de incertidumbre, exhortó: -¡Compra Mediflux!

Vi que Jay ya lo estaba haciendo. Asentí al otro tipo y volví a concentrarme en mi pantalla para ver qué información había sobre aquella compañía farmacéutica, Mediflux Inc. En aquel momento se vendía a 431/3, en contraste con un precio de salida de 373/4. Todo el mundo daba por sentado que aquella tendencia al alza continuaría, y todo el mundo -al menos, todos los que me rodeaban- parecía estar comprando Mediflux ciñéndose a ese criterio. Estudié un rato su información básica -ganancias históricas, potencial de crecimiento, ese tipo de cosas- y, mientras lo hacía, Jay me dio un suave golpe con el codo y preguntó:

– ¿Cuánto has comprado?

Lo miré y, antes de contestar, repasé mentalmente lo que acababa de leer acerca de Mediflux.

– Nada. De hecho, voy a vender en descubierto. Esto significaba que, en contra de la idea que imperaba en la sala, yo esperaba que el precio de las acciones de Mediflux cayera. Mientras todos andaban enfrascados en sus compras, yo pediría prestadas acciones de Mediflux a mi corredor. Luego las vendería, después de haberme comprometido a recomprarlas a un precio considerablemente inferior, o eso esperaba. Cuanto menor fuera el precio, por supuesto, mayores beneficios me embolsaría.

– ¿Vas a vender en descubierto?

Lo dijo en voz alta, y cuando la palabra «descubierto» recorrió las mesas como un dolor agudo en el nervio ciático, noté que la tensión inundaba la estancia. Hubo un breve silencio y todos empezaron a hablar a la vez, estudiando sus pantallas y mirando en dirección a mi mesa. En los dos minutos que siguieron, la tensión de la sala fue a más cuando la facción original de Mediflux se reagrupó y empezó a hacer comentarios dirigidos a mi persona.