– Lo siento por ti, viejo.
– ¡Demanda de margen adicional!
– Perdedor.
Hice caso omiso de esas pullas y me dediqué a ejecutar mi estrategia de venta en descubierto con Mediflux y a ocuparme de mis otras posiciones. Durante un rato, el precio de las acciones de Mediflux continuó su ascenso hasta llegar a 51 puntos, pero luego pareció estabilizarse. Jay me dio otro codazo y se encogió de hombros, como diciendo: «Cuéntamelo. ¿Por qué lo has vendido?».
– Porque es puro bombo -respondí-. ¿Ahora resulta que un par de ratones con cáncer en algún laboratorio se incorporan en la cama, piden un té y de repente nos da a todos la fiebre compradora? -Meneé la cabeza-. ¿Y cuándo tendrá aplicación comercial esa nueva proteína que están desarrollando? ¿Dentro de cinco años? ¿Diez?
De repente, Jay parecía preocupado, refugiado en sí mismo.
– Además -dije, señalando a la pantalla-, Eiben-Chemcorp se retiró de un acuerdo de adquisición de Medillux hace seis meses y nunca dio explicaciones. ¿Es que nadie se acuerda de eso?
Vi que procesaba rápidamente la información.
– Esto no se sostiene por ningún lado, Jay.
En ese momento se volvió hacia su compañero y empezó a susurrar. Cuando mi análisis llegó a todos los demás corredores, oscuras nubes de incertidumbre se cernieron sobre la sala.
Por el murmullo y el rumor de teclas que siguió, era obvio que estaban surgiendo dos campos; algunos corredores intentaban retener sus acciones, mientras que otros iban a seguir mi ejemplo y vender Mediflux. Jay y el hombre que estaba sentado a su lado reservaron sus posiciones. Los muchachos de las gorras de béisbol hicieron lo propio, pero se abstuvieron de comentar nada, al menos en voz alta. Yo seguí amarrado a mi terminal, actuando con discreción, aunque la atmósfera era tensa y tenía la sensación de que, en el ecosistema de la sala, era un intruso que trataba de hacerse con el poder. No era esa mi intención, claro está, pero lo cierto es que estaba convencido de que MEDX era un fraude, y se demostraría.
A última hora de la tarde, tal como había pronosticado, las acciones se desplomaron. Empezaron a caer hacia las tres y cuarto para consternación de unos dos tercios de los allí presentes. MEDX cerró a 171/2 puntos, una caída de 361/2 puntos con respecto a los 54 que había alcanzado horas antes en su momento de máxima cotización.
Al cierre, oí unos aplausos que provenían de un pequeño grupo que se sentaba a la mesa que había justo enfrente de la mía. Luego se acercaron para presentarse, y me di cuenta de que, junto con Jay y uno o dos más, había formado mi propio grupo. No sólo se alegraban de haber seguido mi consejo, sino que, al parecer, me consideraban un corredor con agallas. Había vendido en descubierto cinco mil acciones de MEDX y había ganado más de 180.000 dólares. Eso superaba lo que la mayoría esperaba ganar en un año, y les encantaba. Les gustaba que consintiera el riesgo, les encantaba que hubiese confirmado que se podía ganar mucha pasta.
Uno de los tres jóvenes tocados con gorras de béisbol me hizo un gesto con la cabeza desde el otro lado de la sala, un ademán que, según creo, indicaba que reconocía su derrota, pero se marchó rápidamente con los otros dos y no tuve la oportunidad de decirle -de manera magnánima o, quizá, condescendiente- que habían sido ellos quienes habían descubierto aquellas acciones. A pesar de todo, rehusé ir a tomar una copa con nadie, pero me quedé allí un buen rato, charlando e intentando averiguar lo máximo que pudiera sobre el funcionamiento de empresas como aquélla.
En mi tercera mañana en Lafayette fui el centro de atención. Pero también era innegable que me estaban sometiendo a juicio. ¿Era flor de un día -estoy seguro de que pensaban todos- o en realidad sabía qué diablos estaba haciendo?
Sin embargo, mi período de prueba duró sólo unas horas. Como había ocurrido el día anterior, no tardó en presentarse una posición con JKLS, una empresa de almacenamiento de datos, y susurré a Jay que estaba a punto de iniciar la cobertura de las acciones a su precio actual con una venta en descubierto inmediata. Jay, que había asumido calladamente el papel de segundo al mando, transmitió la información a la mesa siguiente, y en menos de un minuto toda la sala parecía estar vendiendo en descubierto las acciones de JKLS. En el transcurso de la mañana di algún consejo más, que siguieron algunos, pero no todos. No obstante, a primera hora de la tarde, cuando el precio de JKLS empezó a caer rápidamente y el rumor fue in crescendo, se produjo una rápida reevaluación de mis otros chivatazos y los escépticos se unieron.
Al cierre de las cuatro de la tarde, la sala era mía.
Durante los dos días posteriores, el «foso» de operaciones de Lafayette estaba abarrotado, y asistieron todos los habituales, además de algunas caras nuevas. Me ceñí a mi estrategia de venta en descubierto y dirigí una ofensiva contra una serie de acciones sobrevaloradas. Mi instinto para identificarlas parecía infalible, y era un placer verlas comportarse exactamente como yo había predicho. Al mismo tiempo, la gente me vigilaba de cerca y, obviamente, quería saber cómo lo hacía, pero como esa misma gente ganaba mucho dinero con mis recomendaciones, nadie cometía la temeridad de venir directamente a preguntar. Eso estaba bien, porque lo cierto es que no les podía dar ninguna respuesta.
No obstante, yo lo consideraba una cuestión de instinto, pero instinto informado, un instinto basado en una intensa investigación, que, por supuesto, gracias al MDT-48, llevaba a cabo con una rapidez y una exhaustividad que nunca estarían al alcance de los miembros de Lafayette.
Pero eso no bastaba para explicarlo, porque había muchos departamentos de investigación con buenos recursos y financiación, desde las salas sin ventanas de los bancos de inversión y las casas de corretaje de todo el país, atestadas de «exprimenúmeros» pálidos y anónimos barajando cifras hasta el amanecer, hasta lugares llenos de matemáticos y economistas ganadores de premios Nobel, lugares como el Santa Fe Institute y el MIT. Para tratarse de un individuo, yo procesaba una cantidad ingente de información, era cierto, pero aun así no podía competir con empresas de esa índole.
Entonces, ¿por qué?
Nada más comenzar mi segunda semana en Lafayette, intenté evaluar las diversas posibilidades. Quizá era una información de más calidad, un instinto aguzado, química cerebral o una suerte de sinergia misteriosa entre lo orgánico y lo tecnológico; pero allí, sentado a mi mesa, con la mirada perdida en la pantalla, aquellas reflexiones se unieron poco a poco para formar una abrumadora visión de la grandeza y la belleza del mercado de valores. Mientras intentaba comprenderlo, no tardé en darme cuenta de que, pese a su susceptibilidad a una metáfora predecible -era un océano, un firmamento celeste, una representación numérica de la voluntad de Dios-, el mercado de valores era algo más que eso. En su complejidad y su incesante movimiento, la red internacional de sistemas de transacciones, que permanecía en activo veinticuatro horas al día, era nada menos que un modelo de la conciencia humana en el que el mercado electrónico quizá formaba la primera versión de la humanidad en un sistema nervioso colectivo, un cerebro global. Asimismo, sea cual fuere la combinación interactiva de cables, microchips, circuitos, células, receptores y sinapsis necesaria para conseguir esa gran convergencia de banda ancha y tejido cerebral, parecía que en ese momento había dado con ella, que estaba conectado. Mi cerebro era un fractal viviente, un reflejo del todo en funcionamiento.
También era consciente de que, siempre que un individuo es el receptor de semejante revelación, dirigida sólo a él (y escrita, digamos, en el cielo nocturno, como diría Nathaniel Hawthorne), la revelación sólo puede ser el resultado de un mórbido y alterado estado mental, pero aquello era distinto, aquello era empírico, demostrable. Después de todo, al final de mi sexta jornada en Lafayette había concatenado una serie de apuestas acertadas y tenía más de un millón de dólares en mi cuenta.