Aquella noche fui a tomar algo con Jay y otros a un garito de Fulton Street. Después de mi tercera cerveza y una docena de cigarrillos, por no hablar de un torrente de batallitas de mis nuevos colegas, resolví poner algunas cosas en su sitio, realizar unos cambios que juzgaba necesarios. Decidí dar un depósito para un departamento más grande y en una zona distinta de la ciudad, quizá Gramercy Park, o incluso Brooklyn Heights. Decidí también tirar toda mi ropa y mis muebles viejos y las cosas que había acumulado, y reemplazar sólo lo que fuera absolutamente necesario. Sin embargo, mi decisión más importante fue abandonar el comercio intradía y dar el salto a un terreno de juego más grande, pasarme a la gestión de cuentas, los fondos de cobertura o los mercados globales.
Llevaba poco más de una semana en el sector, así que naturalmente no tenía ni idea de cómo iba a ejecutar semejante plan, pero cuando regresé a casa, como caído del cielo había un mensaje de Kevin Doyle en el contestador.
Clic.
Biiiip.
«Hola Eddie. Soy Kevin. ¿De qué va eso que me han contado? Llámame.»
Sin quitarme la chaqueta, cogí el teléfono y marqué su número.
– Hola.
– ¿Y qué te han contado?
– En Lafayette, Eddie. Todo el mundo habla de ti.
– ¿De mí?
– Sí. Da la casualidad de que hoy he comido con Carl y otros, y alguien mencionó los rumores sobre una empresa de comercio intradía de Broad Street, y a un corredor que estaba obteniendo unos resultados fenomenales. Hice algunas pesquisas después de comer y salió tu nombre.
Sonreí para mis adentros y dije:
– ¿Ah, sí?
– Y, Eddie, eso no es todo. Luego he estado hablando con Carl otra vez y le he dicho lo que había descubierto. Le interesó mucho, y cuando dije que en realidad se trataba de un amigo mío me dijo que le gustaría conocerte.
– Eso es fantástico, Kevin. Me encantaría conocerlo cuando le parezca bien.
– ¿Estás libre mañana por la noche?
– Sí.
Kevin hizo una pausa.
– Ya te llamaré.
Después de colgar, me senté en el sofá y miré a mi alrededor. Saldría de allí muy pronto, y no veía el momento. Imaginé un salón espacioso y elegantemente decorado en una casa de Brooklyn Heights. Me vi a mí mismo junto a una ventana en saliente, contemplando una de esas calles jalonadas de árboles por las que Melissa y yo habíamos paseado a menudo en nuestro trayecto desde Carroll Gardens hasta la ciudad en los días de verano, y en las que incluso habíamos dicho que viviríamos algún día. Cranberry Street. Orange Street. Pineapple Street.
Sonó de nuevo el teléfono. Me levanté y fui al otro lado de la habitación.
– Eddie, soy Kevin. ¿Unas copas mañana por la noche en el Orpheus Room?
– Fantástico. ¿A qué hora?
– A las ocho. Pero ¿por qué no quedamos tú y yo a las siete y media y así te pongo al día de algunas cosas?
– Claro.
Colgué el teléfono.
Mientras me encontraba allí de pie, con la mano apoyada todavía sobre el auricular, empecé a marearme y todo se oscureció por un segundo. Entonces, sin ser consciente de que me había movido -y de que me había movido hasta el otro extremo del comedor-, me descubrí extendiendo el brazo hacia el borde del sofá, buscando un punto de apoyo.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no había probado bocado en tres días.
XII
Llegué al Orpheus Room antes que Kevin. Me senté junto a la barra y pedí un agua con gas.
No sabía qué esperar de aquella reunión, pero desde luego sería interesante. Carl van Loon era uno de esos nombres que había visto en periódicos y revistas en los años ochenta, y era sinónimo de esa década y de su aplaudida devoción por la avaricia. Puede que últimamente estuviese tranquilo, a punto de jubilarse, pero, por aquel entonces, el presidente de Van Loon & Associates había estado involucrado en varios acuerdos inmobiliarios bien célebres, incluida la construcción de un gigantesco y controvertido edificio de oficinas en Manhattan. También había intervenido en importantes compras con endeudamiento, y en innumerables fusiones y adquisiciones.
A la sazón, Van Loon y su segunda mujer, la interiorista Gabby De Paganis, frecuentaban las galas benéficas y su fotografía copaba las páginas de sociedad en las revistas New York, Quest y Town and Country. Para mí, era miembro de esa galería de personajes de dibujos animados -al lado de gente como Al Sharpton, Leona Helmsley y John Gotti- que componían la vida pública de la época, una vida pública que todos habíamos consumido con gran voracidad a diario y luego debatido y diseccionado a la mínima provocación.
Recuerdo, por ejemplo, un día de 1985 o 1986. Yo estaba en el Caffe Vivaldi del West Village con Melissa, y ella se encaramó a su pedestal para soltar una diatriba sobre el proyecto del Edificio Van Loon. Hacía tiempo que Van Loon quería que Nueva York recuperara el título de poseedora del edificio más alto del mundo, y había propuesto una caja de cristal en el lugar que ocupaba el viejo St. Nicholas Hotel de la Calle 48. Según el diseño, tendría más de 450 metros de altura, pero tras incesantes objeciones, se quedó en unos trescientos. «¿Qué es esta mierda de los rascacielos?», dijo Melissa, sosteniendo su taza de café. ¿No lo habíamos superado ya? De acuerdo, en su día el rascacielos fue el símbolo supremo del capitalismo corporativo y del propio país, lo que Ayn Rand llamaba «el dedo de Dios» en referencia al Edificio Woolworth visto desde la bahía de Nueva York, pero ya no lo necesitábamos. Ya no necesitábamos que gente como Carl Van Loon intentara imprimir sus fantasías de adolescencia sobre la línea del horizonte de la ciudad. En cualquier caso, prosiguió, la cuestión de la altura era irrelevante, un señuelo, porque los rascacielos eran sobre todo carteleras para fabricantes de máquinas de coser, comercios, marcas de coches y periódicos. Así pues, ¿qué sería aquél? ¿Una cartelera para los dichosos bonos basura? Por Dios.
En ocasiones como aquélla, Melissa movía su taza de café con una rara elegancia, indignada pero sin derramar ni una gota, y siempre estaba preparada para reírse de sí misma si cambiaban las tornas.
– Eddie.
Siempre se calmaba de la misma manera, por animada que estuviese. Inclinaba ligeramente la cabeza hacia adelante, sorbiendo el café que quedara, y enmudecía, con mechones de cabello diáfanos tapándole parte de la cara.
– ¿Eddie?
Me di la vuelta y allí estaba Kevin, mirándome.
Le tendí la mano.
– Kevin.
– Eddie.
– ¿Qué tal?
– Bien.
Mientras nos dábamos la mano intenté desterrar aquella imagen de Melissa de mi cabeza. Le pregunté si le apetecía algo -un Absolut con hielo-, y aceptó. Tras unos minutos de conversación banal, Kevin empezó a prepararme para el encuentro con Van Loon.
– Es… voluble. Un día es tu mejor amigo y al día siguiente ni te mira a la cara, así que no te desanimes si su comportamiento es un poco raro.
Asentí.
– Ah, y estoy seguro de que no hace falta que te lo diga, pero no hagas pausas ni dudes al responder. Lo odia.
Asentí de nuevo.
– Ahora mismo está envuelto en ese asunto de MCL-Parnassus con Hank Atwood y… No sé.
MCL-Parnassus, uno de los mayores grupos de comunicación del mundo, con estudios cinematográficos y sellos editoriales, era el tipo de empresa que a los periodistas especializados en negocios les gustaba describir como «un megalito» o «un gigante».