Выбрать главу

– ¿Qué? ¿Crees que puedes explicarme por qué se producen los auges o las debacles de los mercados? ¿Por qué ocurren hoy, por ejemplo, y no mañana ni ayer?

– No, no puedo. Pero estas son preguntas legítimas. ¿Por qué iban a concentrarse los datos en patrones predecibles? ¿Por qué deberían los mercados financieros tener una estructura? -Hice una pausa, a la espera de que alguien dijese algo, pero, puesto que no fue así, continué-: Porque los mercados son producto de la actividad humana, y los seres humanos siguen tendencias. Así de sencillo.

Llegados a este punto, Kevin había palidecido.

– Y, lógicamente, las tendencias suelen ser las mismas. En primer lugar, la aversión al riesgo y, en segundo lugar, seguir al rebaño.

– Bah -dijo Pierce.

Pero lo dejó ahí. Murmuró algo a Van Loon que no alcancé a oír y miró su reloj. Kevin permaneció inmóvil, contemplando la alfombra, casi desesperado. «¿Eso es todo? -parecía pensar -. ¿La puta naturaleza humana? ¿Y cómo se supone que voy a sacar provecho de ella?»

Yo me sentía sumamente avergonzado. No tenía intención de decir nada, pero no pude rechazar la invitación de Van Loon a participar. ¿Y qué ocurre entonces? Que hablo y acabo convirtiéndome en un idiota condescendiente. ¿Que entender no era un factor? ¿Cómo se me pasó por la cabeza sermonear a dos multimillonarios sobre cómo ganar dinero?

Un par de minutos después, Frank Pierce se excusó y se fue sin despedirse de Kevin y de mí. Van Loon parecía bastante satisfecho, y dejó que la conversación divagara sin rumbo. Hablamos de México y de los efectos que tendría la postura aparentemente irracional del gobierno en los mercados. En un momento dado, todavía con una agitación considerable, me descubrí enumerando una lista comparativa de PIB per cápita de 1960 y 1995, unos datos que debí de leer en algún lado, pero Van Loon me interrumpió, insinuando que estaba siendo estridente. También contradijo algunas cosas que dije, y tenía razón. Lo sorprendí mirándome extrañado una o dos veces, como si estuviese a punto de llamar a seguridad para que me echaran del edificio.

Pero, al rato, cuando Kevin fue al baño, Van Loon me dijo:

– Creo que ha llegado el momento de que nos libremos de este payaso. -Señaló en dirección a los servicios y se encogió de hombros-. Kevin es un gran tipo, no me malinterpretes. Es un excelente negociador, pero a veces… Dios.

Van Loon me miró, buscando complicidad. Le dediqué una sonrisa tímida, pues no sabía muy bien cómo reaccionar. Y allí estaba de nuevo aquella sensación, aquella respuesta ansiosa y necesitada que había desencadenado en todos los demás: Paul Baxter, Artie Meltzer y Kevin Doyle.

– Bien, Eddie, acábate eso. Vivo a cinco manzanas de aquí. Cenaremos en mi casa.

Cuando salíamos los tres del Orpheus Room me percaté de que nadie había pagado la cuenta, ni firmado nada, ni siquiera hecho un gesto a nadie. Pero entonces recordé que Van Loon era el propietario del local. De hecho, era el propietario de todo el edificio, un anónimo tubo de acero y cristal situado en la Calle 54, entre Park y Lexington. Recuerdo haberlo leído cuando lo inauguraron unos años antes.

Ya en la calle, Van Loon rechazó sumariamente a Kevin diciéndole que se verían a la mañana siguiente. Kevin titubeó, pero respondió:

– Claro, Carl. Nos vemos por la mañana.

Establecimos contacto visual por unos instantes, pero ambos nos alejamos avergonzados. Luego Kevin desapareció, y Van Loon y yo recorrimos la Calle 54 en dirección a Park Avenue. Después de todo, no le esperaba una limusina, y luego recordé haber leído algo más en una revista, un artículo que contaba que a Van Loon le gustaba mucho caminar, sobre todo por su «barrio», como si eso significara que era un hombre corriente.

Llegamos a su edificio de Park Avenue. El breve trayecto desde el vestíbulo hasta su piso era justamente eso, un trayecto, con todos los elementos en su sitio: el portero uniformado, el mármol de color turquesa, los paneles de caoba y los radiadores cromados. Me sorprendió lo pequeño que era el ascensor, pero el interior era muy lujoso e íntimo, e imaginé que esa combinación podía infundir a la experiencia, y a la consiguiente sensación de movimiento, cierta carga erótica si te encontrabas con la persona adecuada. A mí me parecía que la gente rica no veía las cosas de esa manera y luego decidía comprarlas; esas cosas, como los accidentes fortuitos del lujo, sólo ocurrían si tenías dinero.

La vivienda estaba en la cuarta planta, pero lo primero que te llamaba la atención al pisar el vestíbulo principal era una escalera de mármol que se alzaba majestuosa hasta el que debía de ser el piso superior. Los techos eran muy altos y estaban decorados con elaborados motivos en escayola. Había frisos en los márgenes y, justo debajo, grandes cuadros con marcos dorados.

Si el ascensor era el confesionario, el piso era la catedral entera.

Van Loon me condujo por el pasillo hasta lo que describió como «la biblioteca», una oscura habitación forrada de libros y alfombras persas, una enorme chimenea de mármol y varios sofás de piel roja. También había montones de muebles franceses con pinta de caros, mesas de nogal en las que jamás dejarías nada y delicadas sillitas en las que nunca te sentarías.

– Hola, papá.

Van Loon miró en derredor con cierta confusión. Obviamente no esperaba que hubiese nadie allí. Al otro extremo de la sala, frente a una pared llena de libros encuadernados en piel, había una joven apenas visible que sostenía un gran volumen con las dos manos.

– Oh -dijo Van Loon, y después se aclaró la garganta-. Saluda al señor Spinola, Cariño.

– Hola, señor Spinola, Cariño.

La voz era suave pero rotunda.

Van Loon chasqueó la lengua en un gesto de desaprobación.

– Ginny.

Me apetecía decir a Van Loon: «No pasa nada, no me importa que su hija me llame “Cariño”. De hecho, incluso me gusta».

La segunda carga erótica de la noche la motivó Virginia Van Loon, la hija de Carl, que tenía diecinueve años. En sus días más jóvenes y vulnerables, «Ginny» había frecuentado bastante las portadas de los periódicos sensacionalistas por consumo de drogas y por su mal gusto con los novios. Era la única descendiente de Van Loon, que la había tenido con su segunda esposa, y no tardó en volver al redil ante las amenazas de ser desheredada. O eso contaban las malas lenguas.

– Ginny -dijo Van Loon-, tengo que ir a buscar una cosa al despacho. ¿Te importa entretener al señor Spinola en mi ausencia?

– Claro, papá.

Van Loon se volvió hacia mí y dijo:

– Quiero que eches un vistazo a unos archivos.

Yo asentí, pero no tenía ni idea de qué estaba hablando.

Entonces desapareció y me quedé allí, mirando a su hija en la penumbra de la sala.

– ¿Qué lees? -dije, intentando no recordar la última vez que había formulado esa pregunta.

– No leo exactamente. Estoy buscando una cosa en estos libros que papá compró a montones cuando se trasladó aquí.

Me acerqué al centro de la biblioteca para poder verla con más claridad. Llevaba el pelo rubio y corto, y zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta rosa sin mangas que le dejaba la barriga al descubierto. En el ombligo lucía un pequeño aro de oro que a veces brillaba al moverse.

– ¿Qué estás buscando?

Ginny se apoyó en la librería con estudiada dejadez, pero el efecto quedó afeado porque intentaba mantener el enorme libro abierto y equilibrado en sus manos.

– La etimología de la palabra «feroz».

– Ya veo.

– Sí, mi madre me acaba de decir que tengo un temperamento feroz, y es verdad, así que, no sé, para relajarme se me ha ocurrido venir aquí y consultar este diccionario etimológico. -Ginny levantó el libro un instante, como si fuese una prueba en un tribunal-. Es una palabra extraña, ¿no cree? Feroz.