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– ¿Ya lo has encontrado? -dije señalando el diccionario.

– No, me he entretenido con «furcia».

– «Feroz» significa literalmente «agresivo» -dije, sorteando el sofá más grande para acercarme todavía más a ella-. Viene de la palabra latina ferus, que significa «fiero» o «salvaje».

Ginny Van Loon me miró un segundo y cerró el libro de golpe.

– No está mal, señor Spinola, no está mal -dijo, intentando contener una sonrisa. Después, mientras intentaba colocar de nuevo el diccionario en la estantería que tenía detrás, añadió-: No es un hombre de negocios de esos que conoce papá ¿no?

Medité la respuesta un segundo.

– No lo sé. Quizá sí. Ya veremos.

Ginny se volvió hacia mí y, en el corto silencio que se impuso, me di cuenta de que me estaba mirando de arriba abajo. De repente, me sentí incómodo, y deseé haberme comprado otro traje. Llevaba aquél desde hacía unos días y empezaba a darme vergüenza.

– Sí, pero no es uno de los habituales, ¿verdad? -Hizo una pausa-. Y no…

– ¿Qué?

– No parece muy cómodo así vestido. Observé mi traje e intenté pensar algo que decir, pero no pude.

– ¿Y qué hace usted para papá? ¿Qué servicio le proporciona?

– ¿Quién dice que proporciono algún servicio?

– Carl Van Loon no tiene amigos, señor Spinola, tiene gente que hace cosas para él. ¿Qué hace usted?

Curiosamente, nada de aquello me pareció estirado ni detestable. Para ser una muchacha de diecinueve años demostraba una confianza en sí misma abrumadora, y me sentí obligado a decir la verdad.

– Soy corredor de bolsa, y últimamente me ha ido muy bien. Así que estoy aquí, creo, para ofrecer a tu padre algunos… consejos.

Ginny arqueó las cejas, abrió los brazos e hizo una pequeña reverencia, como si dijera «voilà».

Sonreí. Ella volvió a apoyarse en la librería y observó:

– No me gusta la Bolsa.

– ¿Y eso?

– Porque es una cosa muy poco interesante que domina la vida de muchas personas.

Arqueé las cejas.

– La gente ya no tiene camellos ni psicoanalistas, tiene brokeres. Al menos si te colocas o te sometes a un psicoanálisis, el sujeto eres tú. Eres tú quien se destruye o encuentra soluciones, pero jugar en los mercados es como rendirse a un gran sistema impersonal. Tan sólo genera y luego alimenta… la avaricia…

– Yo…

– No me refiero a su avaricia en particular. Es igual que la de los demás. ¿Alguna vez ha estado en Las Vegas, señor Spinola? ¿Ha visto esas salas enormes con hileras e hileras de máquinas tragamonedas? Hectáreas enteras. Creo que, ahora mismo, el mercado de valores es así. Gente triste y desesperada que se planta delante de las máquinas soñando con forrarse.

– Eso es muy fácil de decir para ti.

– Tal vez, pero eso no significa que sea mentira.

Cuando intentaba formular una respuesta, se abrió la puerta y entró Van Loon.

– Bueno, Eddie, ¿te ha distraído?

Van Loon se dirigió a paso rápido hacia una mesa de centro situada frente a uno de los sofás y dejó encima una gruesa carpeta llena de papeles.

– Sí -dije, y me volví inmediatamente hacia ella-. ¿Y a qué te dedicas… últimamente?

– «Últimamente» -repitió, sonriendo-. Muy diplomático. Bueno, últimamente supongo que soy una… ¿celebridad en fase de recuperación?

– Bueno cariño -intervino Van Loon-. Ya es suficiente. Pírate. Tenemos negocios que hacer.

– «¿Pírate?» -repuso Ginny levantando las cejas con aire inquisitivo-. Me gusta esa palabra.

– Hummm -musité, fingiendo una profunda reflexión-, yo diría que la palabra «pirarse» es muy probablemente… de origen desconocido.

Ginny pensó en ello durante unos momentos y, al pasar junto a mí de camino hacia la puerta, susurró:

– Un poco como usted, señor Spinola… cariño.

– Ginny.

La chica me miró otra vez, haciendo caso omiso de su padre, y se fue.

Meneando la cabeza en un signo de exasperación, Van Loon miró hacia la puerta de la biblioteca para asegurarse de que su hija la había cerrado bien. Cogió la carpeta de la mesa y dijo que sería franco conmigo. Había oído hablar de mis trucos de circo en Lafayette y no le convencían demasiado, pero ahora que había tenido la oportunidad de conocerme en persona y hablar, estaba dispuesto a admitir que sentía más curiosidad. Me entregó la carpeta.

– Quiero tu opinión sobre esto, Eddie. Llévate la carpeta a casa, lee los archivos, tómate tu tiempo. Dime si consideras interesantes algunas de esas acciones.

Hojeé la carpeta mientras Van Loon hablaba y vi extensas secciones de densa tipografía, llena de páginas interminables de tablas y gráficas.

– Huelga decir que todo este material es estrictamente confidencial.

Asentí. Él hizo lo propio, y añadió:

– ¿Puedo ofrecerte una copa? Me temo que el ama de llaves no ha venido y Gabby está de mal humor, así que la cena será ridícula. -Hizo una pausa, como si intentara solventar el dilema, pero se rindió rápidamente-. Que le den -dijo-, he comido mucho. -Entonces me miró, esperando una respuesta a su primera pregunta.

– Un whisky está bien.

– Claro.

Van Loon se dirigió a un mueble bar que había en un rincón de la sala y siguió hablando mientras servía dos vasos de whisky escocés.

– No sé quién eres, Eddie, o de qué vas, pero estoy seguro de una cosa: tú no trabajas en este negocio. Conozco todos los movimientos y, de momento, tú no pareces conocer ninguno, pero eso me gusta. Trato con licenciados en económicas cada día de la semana, y no sé por qué pero todos llevan esa pinta de escuela de negocios. Son vanidosos y a la vez están aterrorizados, y estoy harto. -Hizo una pausa-. Lo que quiero decir con esto es que me da igual cuál sea tu formación, o si lo más cerca que has estado de un banco de inversión es la sección de negocios del New York Times. Lo importante -se dio la vuelta con un vaso en cada mano, y se señaló con ambas a la tripa- es que tienes fuego ahí dentro, y si encima eres inteligente, nada se interpondrá en tu camino.

Van Loon se acercó y me tendió uno de los whiskies. Dejé la carpeta encima del sofá y cogí el vaso. Él alzó el suyo. Entonces sonó un teléfono.

– Mierda.

Mi anfitrión dejó el vaso sobre la mesa y volvió en la misma dirección en la que había venido. El teléfono descansaba sobre un escritorio antiguo situado junto al mueble bar. Lo cogió y dijo:

– Sí, de acuerdo. Sí. Sí. Pásamelo.

Cubrió el auricular con una mano, se volvió hacia mí y se disculpó:

– Tengo que atender esta llamada, Eddie. Pero siéntate. Tómate tu copa. Sonreí.

– No tardaré.

Cuando Van Loon se volvió de nuevo y empezó a hablar con un suave murmullo, di un trago al whisky y tomé asiento en el sofá. Me alegré de aquella interrupción, pero no supe por qué, al menos durante unos segundos. Entonces caí en la cuenta: necesitaba tiempo para pensar en Ginny Van Loon y en su pequeña diatriba sobre el mercado de valores, y en lo mucho que me recordaba a los argumentos de Melissa. Me pareció que, pese a las obvias diferencias que había entre ellas, ambas compartían algo, una férrea inteligencia, así como un estilo discursivo inspirado en el misil de rastreo calorífico. Al referirse en una ocasión a su padre como «Carl Van Loon», por ejemplo, pero todas las demás como «papá», Ginny no sólo había escenificado un sofisticado distanciamiento, sino que también lo había retratado como un hombre estúpido, vano y solitario. Y, por extensión, así me sentía yo también.