Van Loon cogió el vaso de la mesa y bebió lo que quedaba en él.
– Siempre he trabajado de esa manera.
Entonces sonrió por fin.
– Esta será la mayor fusión de la historia empresarial de Estados Unidos.
Intentando contener la inquietud, le correspondí con otra sonrisa.
Van Loon levantó las manos.
– Y bien, señor Spinola, ¿qué me dice?
Intenté pensar, pero seguía conmocionado.
– Quizá necesites un poco de tiempo para meditarlo, es normal.
Entonces, Van Loon cogió mi vaso con la otra mano y, mientras se dirigía al mueble bar, sentí la fuerte atracción de su entusiasmo, el ineluctable magnetismo de un destino que yo no buscaba, y supe que no tenía más opción que aceptar.
XIII
Me fui al cabo de una hora. Para mi desilusión, no había rastro de Ginny en el pasillo cuando Van Loon me acompañó a la salida, pero en ese momento me hallaba en tal estado de euforia que, si hubiese tenido que hablar con ella o con cualquier otro, a buen seguro no habría estado muy elocuente.
Era una noche fría, y al recorrer Park Avenue rememoré las semanas anteriores. Había sido una época extraordinaria de mi vida. No había obstáculos ni inhibiciones, y desde que era un veinteañero no había podido mirar el futuro con tanta energía. Y, lo que era más importante, sin ese extenuante temor al paso del tiempo. Con el MDT-48, el futuro ya no era una condena o una amenaza, un preciado recurso que se agotaba. Podía hacer tantas cosas en siete días que parecía que la semana siguiente no fuese a llegar nunca.
En la Calle 57, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde, sentí una profunda gratitud, aunque no sabía muy bien a quién iba dirigida, y una gran alegría, bastante física, casi como un despertar. Pero, momentos después, cuando hube transitado media calle, ocurrió algo extraño. De repente, la intensidad de aquellos sentimientos se acrecentó y noté un mareo. Busqué un punto de apoyo, pero no lo había, y tuve que avanzar torpemente hasta que llegué a un muro situado al otro lado de la calle. Me rodearon varias personas.
Cerré los ojos e intenté recobrar el aliento, pero cuando los abrí unos segundos después, o lo que parecieron unos segundos, me asusté. Al mirar a mi alrededor, al observar los edificios y el tráfico, me di cuenta de que ya no estaba en la Calle 57. Me encontraba una manzana más abajo, en la esquina de la 56.
Se estaba repitiendo lo ocurrido la noche anterior en mi piso. Me había movido, pero sin ser consciente de ello. Era como si hubiese sufrido un pequeño desmayo, como si me hubiese desplazado de alguna manera, saltado como un disco compacto defectuoso.
La noche anterior sucedió porque no había comido. Había estado ocupado, distraído, y la comida había, quedado en un segundo plano. Al menos esa fue mi manera de racionalizarlo.
Por supuesto, tampoco había comido desde entonces. Quizá fuese esa la explicación. Un tanto agitado, pero reacio a ahondar en lo que había pasado, caminé lentamente por la Calle 56 en dirección a Lexington Avenue y busqué un restaurante.
Encontré uno en la Calle 45 y me senté junto a la ventana.
– ¿Qué quieres, cariño?
Pedí un filete Porterhouse poco hecho, patatas fritas y una ensalada para acompañar.
– ¿Y de beber?
Café.
El lugar no estaba lleno. Había un tipo en la barra, otros dos sentados a la mesa contigua, y una anciana aplicándose barra de labios en la adyacente a ésta.
Cuando llegó el café, bebí varios sorbos y traté de relajarme. Entonces decidí concentrarme en la reunión que acababa de mantener con Van Loon. Tuve dos reacciones distintas.
Por un lado, empezaba a inquietarme un poco aquella oferta de trabajo, que conllevaba un salario base y unas cuantas acciones, aparte del dinero que ganara con las comisiones. Aquéllas dependerían de los acuerdos rentables que recomendara, mediara o negociara, y de mi participación en cualquier fase de las negociaciones, como el acuerdo entre MCL y Abraxas, por ejemplo. Pero ¿en qué se basaba Van Loon para ofrecerme semejante trato? ¿En el criterio, absolutamente falso, de que tenía la menor idea de cómo «estructurar» o «gestionar el aspecto financiero» de un gran acuerdo empresarial? Lo dudo mucho. Van Loon parecía saber que yo era un impostor, así que no podía esperar gran cosa de mí, pero ¿qué quería exactamente? ¿Sería capaz de ofrecérselo?
En ese instante llegó la camarera con el filete y las patatas.
– Buen provecho.
– Gracias.
Por otro lado, tenía claro que sería muy fácil convencer a Hank Atwood. Había leído artículos sobre él donde se utilizaban términos imprecisos como «visión», «compromiso» y «tenacidad», y pensaba que no tendría problemas para despertar en él aquello que había despertado en los demás. Eso, a su vez, podía situarme en una posición de poder, porque, como nuevo consejero delegado de MCL-Abraxas, Hank Atwood no sólo tendría línea directa con el presidente y otros líderes mundiales, sino que él mismo sería un líder mundial. La superpotencia militar era cosa del pasado, un dinosaurio, y la única estructura que contaba en el mundo actual era la «hiperpotencia», esa cultura del entretenimiento, digitalizada, globalizada y angloparlante que controlaba el corazón, la mente y los ingresos de generaciones sucesivas de gente con una edad comprendida entre los dieciocho y los veinticuatro años, y Hank Atwood, de quien en breve sería amigo, estaba a punto de trepar hasta la cima de esa estructura.
Pero, de repente, sin previo aviso ni motivo, volví a pensar que Carl Van Loon recapacitaría y, como mínimo, retiraría la oferta de trabajo.
¿Y en qué posición me dejaría eso?
La camarera se acercó de nuevo a mi mesa y me mostró la cafetera. Asentí y me llenó la taza.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿No te gusta el filete?
Miré el plato. La comida estaba intacta.
– No, no, está bien -dije. Era una mujer corpulenta de unos cuarenta años, con ojos grandes y pelo frondoso-. Sólo estoy un poco preocupado por el futuro, eso es todo.
– ¿Por el futuro? -repitió, riéndose a carcajadas mientras se alejaba con la cafetera-. Ponte a la cola, cariño, ponte a la cola.
Cuando llegué a casa, parpadeaba la luz roja del contestador automático. Pulsé el play y esperé. Había siete mensajes, muchos más de los que acostumbraba a recibir.
Me senté al borde del sofá y contemplé el contestador.
Clic.
Biiip.
«Eddie, soy Jay. Sólo quería comentarte, y espero que no te cabrees conmigo, que he estado hablando con una periodista del Post esta noche y le he pasado tu número de teléfono. Ha oído hablar de ti y quería escribir un artículo, así que… Lo siento, debería habértelo consultado primero, pero… En fin… Nos vemos mañana.»
Clic.
Biiip.
«Soy Kevin. -Hubo una larga pausa-. ¿Qué tal ha ido la cena? ¿De qué habéis hablado? Llámame cuando llegues.»
Hubo otra larga pausa y entonces colgó.
Clic.
Biiip.
«Eddie, soy tu padre. ¿Cómo estás? ¿Algún consejo para mis inversiones? -Risas-. Escucha, el mes que viene me voy de vacaciones a Florida con los Szypula. Llámame. Odio estos malditos aparatos.»
Clic.
Biiip.
«Señor Spinola, soy Mary Stern, del New York Post. Jay Zollo, de Lafayette Trading, me ha facilitado su número. Eh… Me gustaría hablar con usted lo antes posible. Eh… Le llamaré de nuevo más tarde o mañana por la mañana. Gracias.»
Clic.
Biiip.
Pausa.
«¿Por qué no me llamas? -Mierda, no me acordaba de Gennadi-. Tengo una idea para aquello, así que llámame.»
Clic.
Biiip.
«Soy Kevin otra vez. Eres un imbécil, Spinola, ¿lo sabías? -En ese momento, su voz se tornó incomprensible-. ¿Quién diablos te crees que eres, eh? ¿El puto Mike Ovitz? Pues déjame decirte algo sobre la gen…»