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Entonces oí un ruido sordo, como si algo hubiese caído al suelo. Se escuchó un «miiierda» casi inaudible y, de repente, la llamada se cortó.

Clic.

Biiip.

«Mira, que te den, ¿vale? Que les den a ti, a tu madre y a tu hermana.» Clic.

Fin de los mensajes nuevos.

Me levanté del sofá, fui al dormitorio y me quité el traje.

Con Kevin no podía hacer nada. Tendría que ser mi primera baja. De Jay Zollo, Mary Stern, Gennadi y mi padre me ocuparía por la mañana.

Fui al lavabo, abrí el grifo de la ducha y me situé bajo el chorro de agua caliente. No necesitaba aquellas distracciones y, desde luego, no me apetecía malgastar el tiempo pensando en ellas. Después del baño, me puse unos calzoncillos y una camiseta. Me senté a la mesa, tomé otra pastilla de MDT y empecé a tomar notas.

En la oscura biblioteca de su piso de Park Avenue, Van Loon me había bosquejado el problema. Como cabía esperar, los directivos no se ponían de acuerdo en una valoración. Las acciones de MCL se cotizaban a 26 dólares, pero pedían a Abraxas 40, un recargo del cincuenta y cuatro por ciento, que estaba muy por encima de la media para una compra de esta índole. Van Loon tenía que encontrar la manera de bajar el precio que pedía MCL o justificárselo a Abraxas.

Según dijo, me enviaría material por la mañana, documentos relevantes que debía examinar antes de la comida del jueves con Hank Atwood. Pero pensé que, antes de que llegara esa documentación, debía investigar por mi cuenta.

Me conecté a Internet y leí cientos de páginas sobre financiación empresarial. Aprendí los rudimentos necesarios para estructurar un acuerdo de compra y examiné docenas de ejemplos. Durante toda la noche seguí un rastro de vínculos y, en un momento dado, estudié fórmulas matemáticas avanzadas para determinar el valor de las acciones.

Me tomé un descanso a las cinco de la madrugada y vi repeticiones de Star Trek y Ironside.

Hacia las nueve de la mañana llegó el correo con el material que Van Loon había prometido. Era otra carpeta abultada que contenía informes anuales y trimestrales, valoraciones de analistas, cuentas de gestión interna y planes de trabajo. Me pasé el día hojeando toda aquella documentación y, a última hora de la tarde, creí haber llegado a una especie de meseta. Quería que la comida con Hank Atwood se celebrara entonces y no en un plazo de veintidós horas, pero probablemente había absorbido toda la información que podía, y pensé que lo que necesitaba en ese momento era un poco de descanso.

Intenté dormir, pero sólo pude conciliar el sueño unos minutos, y tampoco me apetecía seguir viendo la televisión, así que decidí ir a un bar, tomar un par de copas y relajarme.

Antes de salir, me obligué a tomar un puñado de suplementos dietéticos y a comer un poco de fruta. También telefoneé a Jay Zollo y Mary Stern, que llevaban todo el día llamándome. A Jay, que parecía distraído, le dije que me encontraba mal y que no me apetecía ir a trabajar. A Mary Stern, que no quería hablar con ella, fuese quien fuese, y que dejara de llamarme. No llamé a Gennadi ni a mi padre.

Cuando bajé las escaleras, calculé que llevaba casi veinticuatro horas sin dormir y que, en cualquier caso, sólo había dormido un total de seis en las setenta y dos horas previas, así que, aunque no se notara, debía de hallarme en un estado de agotamiento físico absoluto.

Era última hora de la tarde y había mucho tráfico, como aquella primera noche que salí de la coctelería de la Sexta Avenida. Fui caminando -flotando, en realidad-, en lugar de coger un taxi. Sobrenadé las calles con la vaga sensación de moverme en un entorno de realidad virtual, un paisaje en el que los colores contrastaban enormemente y la percepción de la profundidad quedaba un tanto atenuada. Cada vez que doblaba una esquina, mis movimientos parecían espasmódicos, angulares y guiados, así que, al cabo de veinticinco minutos, cuando entré en un bar de Tribeca llamado Congo, fue como si accediera a una nueva pantalla de un videojuego con unos gráficos bastante realistas. Había una larga barra de madera a la izquierda, sillas de mimbre, un altillo con baranda situado al fondo y enormes tiestos con unas plantas que llegaban hasta el techo.

Me senté junto a la barra y pedí un Bombay con tónica.

No había demasiados parroquianos, aunque, a buen seguro, no tardaría en llenarse. A mi izquierda había dos mujeres sentadas en taburetes, pero mirando en dirección opuesta a la barra, y tres hombres a su alrededor. Dos de ellos llevaban la voz cantante, y los otros bebían, fumaban y escuchaban con atención. El tema de conversación era la NBA y Michael Jordan, y los pingües beneficios que éste había generado para el baloncesto. No sé en qué momento empezó de nuevo esa suerte de cortocircuito, ese mal funcionamiento, como el de un CD rayado, pero, cuando lo hacía, perdía el control y sólo podía observar, presenciar cada segmento y cada flash, como si cada uno de ellos, así como el conjunto, estuvieran sucediéndole a otra persona. El primer salto fue muy abrupto y se produjo cuando me disponía a coger mi copa. Acababa de entrar en contacto con la fría y húmeda superficie del cristal cuando, de súbito y sin previo aviso, me vi al otro lado del grupo, muy cerca de una de las mujeres, una morena de unos treinta años enfundada en una minifalda verde, no excesivamente esbelta y con unos llamativos ojos azules. Mi mano izquierda revoloteaba sobre su muslo derecho y yo estaba a media frase…

– … Sí, pero no olviden que ESPN se fundó en 1979, y con diez millones de capital inicial de Getty Oil, por el amor de Dios…

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Todo. Lo cambió todo. Porque, por una astuta decisión empresarial, los jugadores de la liga universitaria se dieron a conocer de la noche a la mañana…

Por una fracción de segundo fui consciente de que uno de aquellos hombres, un tipo regordete con traje de seda, me estaba mirando. Estaba tenso y sudoroso, y no apartaba la vista de mi mano izquierda, pero entonces… clic, clic, clic… el camarero estaba delante de mí, moviendo los brazos, y me impedía ver. Tenía aspecto de irlandés, sus ojos denotaban cansancio y parecían decirme:

«Ya basta, por favor». Entretanto, detrás de él, el gordito del traje de seda se había llevado una mano a la cara, intentando contener una hemorragia nasal…

– Vete a la mierda, viejo…

– Vete a la mierda tú…

El frío aire de la noche me acariciaba el vello de la nuca cuando me alejé del camarero y salí a la calle. La mujer de la falda verde también estaba allí, al otro lado de la puerta, empujando a alguien. Dijo algo que no alcancé a oír y se dirigió rápidamente hacia el camarero, agitando los brazos, pero, un segundo después, iba agarrada a mi brazo un par de manzanas más abajo.

Luego nos encontrábamos en un cubículo, el cuarto de baño de un club nocturno o un bar, y yo me apartaba de ella. Tenía las piernas abiertas sobre un fondo cromado y unos azulejos blancos y negros. Su camisa estaba rasgada y colgaba de la taza del inodoro; la llevaba abierta, y unas perlas de sudor relucían entre sus senos. Cuando me apoyé en la puerta para abrocharme los pantalones a toda prisa, ella permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y la cabeza oscilando rítmicamente de un lado a otro. De fondo se oía una música atronadora, así como el periódico rumor de los secadores de manos, voces estridentes y risas alocadas y, desde el cubículo contiguo, lo que parecía el chasquido de un encendedor, seguido de rápidas inhalaciones de humo…

En ese momento cerré los ojos, pero cuando los abrí al cabo de un segundo me encontraba en medio de una atestada pista de baile, abriéndome paso a codazos, gritando a la gente. Momentos después, me hallaba de nuevo en la calle, sorteando a la multitud y el denso torrente de vehículos. Poco después, creo recordar que me monté en un taxi amarillo y me hundí en la tapicería de plástico del asiento trasero, observando los carteles de neón que se extendían por toda la ciudad como hilos de chicle multicolor. También recuerdo que era incapaz de hacer caso omiso de mi mano derecha, que palpitaba de dolor por los golpes que había propinado a aquel tipo en el Congo, algo que, dicho sea de paso, me parecía increíble. Cuando me quise dar cuenta, me encontraba en el vestíbulo de un restaurante del Upper West Side, un lugar llamado Actium sobre el cual había leído algo. Me estaba inmiscuyendo en la conversación de otro grupo de desconocidos, en esta ocasión seis empleados de una galería de arte de la zona. Me presenté como Thomas Cole, un presunto coleccionista. Como antes, parecía hallarme perpetuamente a media frase: