Pero cuando me senté en la recepción, bajo un enorme logotipo de Van Loon & Associates, mi estado de ánimo cambió de nuevo, se asomó un poco más al abismo, y me asaltaron la inquietud y las dudas.
¿Cómo había acabado yo allí?
¿Cómo podía estar trabajando para un banco privado de inversión?
¿Por qué llevaba traje? ¿Quién era yo?
Ni siquiera estoy seguro de conocer ahora la respuesta a estas preguntas. De hecho, hace unos momentos, en el lavabo del Northview Motor Lodge, al mirarme en el espejo que colgaba sobre el sucio lavamanos, mientras el rumor y el traqueteo ocasional de la máquina para hacer hielo penetraba las paredes y mi cráneo, intenté avistar algún rastro del individuo que había empezado a cristalizar a partir de aquella masa de impulsos y contraimpulsos químicos, a partir de aquella irresistible oleada de actividad. En las arrugas de mi rostro busqué también algún indicio del individuo en el que podría haberme convertido -un pez gordo, un destructor, un descendiente espiritual de Jay Gould-, pero lo único que había en mi reflejo, lo único que reconocía, sin ninguna señal de lo que podía depararme el futuro, era yo, aquella cara que había afeitado mil veces.
Esperé en la recepción casi media hora, contemplando lo que me pareció un Goya original en la pared de enfrente. La recepcionista era sumamente amigable y me obsequió alguna que otra sonrisa. Cuando llegó por fin Van Loon, cruzó el vestíbulo con una expresión de alegría. Me dio una palmada en la espalda y me invitó a acompañarlo a su despacho, que era del tamaño de medio Rhode Island.
– Lamento el retraso, Eddie, pero vengo del extranjero.
Después de hojear algunos documentos que tenía sobre la mesa, me contó que había llegado directamente desde Tokio con su nuevo Gulfstream V.
– ¿Le ha dado tiempo a viajar a Tokio y volver desde el martes por la noche? -pregunté.
Van Loon asintió, y dijo que, puesto que había esperado dieciséis meses para recibir el nuevo avión, quería asegurarse de que valía sus más de 37 millones de dólares. Su demora de aquella mañana, añadió, no tenía nada que ver con el avión, sino con los atascos de Manhattan. Parecía importante para él dejar claro ese punto.
Yo asentí para demostrarle que lo era.
– Y bien, Eddie -dijo, indicándome que me sentara-. ¿Has podido echar un vistazo a esos archivos?
– Sí, por supuesto.
– ¿Y?
– Son interesantes.
– ¿Y?
– Creo que no debería tener dificultades para justificar el precio que pide MCL -dije, moviéndome en mi asiento, consciente de lo cansado que estaba.
– ¿Por qué no?
– Porque este acuerdo ofrece opciones muy importantes, aspectos estratégicos que no resultan evidentes en las cifras.
– ¿Por ejemplo?
– Bueno, la mejor opción es la construcción de una infraestructura de banda ancha, que es algo que Abraxas necesita encarecidamente…
– ¿Por qué?
– Para defenderse de la competencia agresiva, de otro portal que estuviese en posición de ofrecer descargas más rápidas, video en tiempo real y ese tipo de cosas.
Mientras hablaba, con la cualidad casi alucinógena de mi agotamiento, fui tomando conciencia de la gran distancia que mediaba entre información y conocimiento, entre la ingente cantidad de datos que había absorbido en las últimas cuarenta y ocho horas y el enhebrar esos datos en un argumento coherente.
– La cuestión -continué- es que construir una infraestructura de banda ancha es una gran inversión, y muy arriesgada, pero como Abraxas ya es una marca consolidada, lo único que precisa es la amenaza creíble de que va a desarrollar un servicio de banda ancha propio.
Van Loon asintió con un lento gesto de cabeza.
– Así que, al comprar MCL, Abraxas consigue esa credibilidad sin tener que construir nada, al menos de manera inmediata.
– ¿Y eso?
– MCL es propietaria de Cableplex, ¿cierto? Eso la sitúa directamente en veinticinco millones de hogares, así que, aunque puede que necesiten mejorar sus sistemas, llevan la delantera. Entretanto, Abraxas puede frenar el gasto de MCL en la infraestructura de banda ancha, demorando así cualquier cash flow negativo, pero conservando la opción de desarrollarla más adelante si es necesario… -En ese momento tenía una sensación que ya había experimentado un par de veces con el MDT, la sensación de hacer equilibrios verbales sobre una cuerda floja, de hablar con alguien y hacerlo con coherencia manifiesta, pero a la vez, de no tener ni idea de lo que estaba diciendo-. Y recuerde, Carl, que la capacidad para demorar la decisión de invertir puede tener un valor enorme.
– Pero aun así es arriesgado desarrollar el tema de la banda ancha, se haga ahora o más tarde, ¿no es cierto?
– Claro, pero la empresa que nazca de este acuerdo probablemente no tendrá que realizar la inversión en ningún caso, porque creo que será mejor que negocien con otro proveedor de banda ancha, lo cual tendría el valor añadido de reducir un posible exceso de capacidad en el sector.
Van Loon sonrió.
– Eso está muy bien, Eddie.
Yo sonreí también.
– Sí, creo que funciona. Es una situación en la que todos salen ganando. Y, por supuesto, hay otras opciones.
Vi que Van Loon me observaba con incertidumbre. No sabía qué más preguntarme, por temor a que todo se desmoronara y quedase como un idiota. Pero a la postre formuló la única pregunta que tenía sentido en tales circunstancias.
– ¿De qué cifras estamos hablando?
Cogí una libreta de su escritorio y un bolígrafo del bolsillo interior de mi americana y empecé a escribir. Después de anotar unas cuantas líneas, dije:
– He utilizado el modelo de precios de Black-Scholes para demostrar cómo varía el valor de la opción como porcentaje de la inversión subyacente… -hice un alto, pasé la página y empecé a escribir en la siguiente-… y lo he hecho con varios perfiles de riesgo y períodos de tiempo.
Escribí furiosamente durante unos quince minutos, copiando de memoria las diversas fórmulas matemáticas que había utilizado el día anterior para ilustrar mi postura.
– Como puede ver aquí -dije al terminar, señalando las fórmulas apropiadas con el bolígrafo-, el valor de la opción de la banda ancha, junto con estas otras opciones, suma tranquilamente un valor de diez dólares más por acción para MCL.
Van Loon sonrió de nuevo y dijo:
– Has hecho un gran trabajo, Eddie. No sé qué decir. Es fantástico. A Hank le encantará.
Hacia las doce y cuarto, cuando hubimos repasado cuidadosamente todos los números, recogimos nuestras cosas y nos fuimos. Van Loon había reservado mesa en el Four Seasons. Nos dirigimos a Park Avenue y caminamos las cuatro manzanas que nos separaban del Edificio Seagram.
Había flotado casi toda la mañana en un gélido y exhausto estado de conciencia -con el piloto automático, en cierta manera-, pero cuando llegué con Van Loon a la entrada del Four Seasons, que daba a la Calle 52, y pasé por el vestíbulo y vi los tapices de Miró y los asientos de piel de Mies van der Rohe, empecé a sentirme enérgico otra vez. Más que el hecho de poder hablar italiano, de leer media docena de libros en una noche o de cuestionar los mercados, más que el hecho de que acabara de perfilar la estructura económica de una gran fusión empresarial, era estar allí, a los pies del Edificio Seagram, el grial de los griales arquitectónicos, lo que constató lo irreal de la situación, porque en circunstancias normales no estaría en un lugar como aquél, jamás habría entrado pavoneándome en el legendario Grill Room, con sus barras doradas suspendidas y su artesonado de nogal francés; jamás habría pasado junto a unas mesas ocupadas por embajadores, cardenales, presidentes de empresas, abogados del mundo del espectáculo y presentadores de televisión.