Y, por extraño que pareciese, allí estaba yo, pavoneándome alegremente.
El maître nos llevó a una de las mesas situadas bajo la tribuna, y en cuanto nos sentamos y pedimos algo para beber, sonó el teléfono de Van Loon. Éste respondió con un gruñido casi imperceptible, escuchó unos instantes y colgó. Al guardar el móvil me miró, esbozando una sonrisa nerviosa.
– Hank se retrasará un poco -dijo.
– Pero viene, ¿no?
– Sí.
Van Loon jugó un poco con la servilleta y dijo: -Escucha, Eddie, quiero preguntarte una cosa. En ese momento tragué saliva, sin saber qué iba a ocurrir.
– ¿Sabes que tenemos un pequeño departamento de corretaje en Van Loon & Associates?
Negué con la cabeza.
– Pues lo tenemos, y estaba pensando en esas operaciones que has realizado en Lafayette.
– Sí…
– Es impresionante.
El camarero llegó con la bebida.
– Cuando Kevin me lo contó no me lo parecía, pero he estado pensando en ello, y bueno… -me sostuvo la mirada mientras el camarero dejaba dos vasos sobre la mesa, dos botellines de agua mineral, un Tom Collins y un Martini vodka-, parece que sabes lo que haces.
Di un trago al Martini.
Van Loon, mirándome aún, añadió:
– Y cómo elegir.
Vi que ardía en deseos de preguntarme cómo lo había hecho. No dejaba de moverse en su asiento y de mirarme fijamente, ignorando qué tenía en sus manos, atormentado por la posibilidad de que, después de todo, yo poseyera un sistema y que el Santo Grial estuviese allí mismo, sentado a su mesa en el restaurante del Four Seasons. Estaba horrorizado, y al mismo tiempo sentía cierta aprensión, pero se contuvo, eludió la cuestión e intentó restar importancia al asunto. Su manera de actuar resultaba un tanto patética y torpe, histriónica, y empezó a aflorar en mí un ligero desprecio hacia él.
Pero, si me hubiese preguntado directamente, ¿qué habría respondido?
¿Habría salvado los muebles con teorías de la complejidad y matemáticas avanzadas? ¿Me habría inclinado hacia adelante, me habría tamborileado la sien derecha con el dedo y susurrado: «Entendiendo, Carl»? ¿Le habría explicado que estaba tomando una medicación especial y, para rematar la faena, que a veces veía a la Virgen María? ¿Le habría contado la verdad? ¿Habría podido resistirme?
No lo sé. Nunca tuve la oportunidad de averiguarlo.
Momentos después, apareció un amigo de Van Loon al fondo del salón y se sentó a nuestra mesa. Van Loon nos presentó y los tres mantuvimos una breve y trivial conversación, pero pronto se pusieron a hablar del Gulfstream, y me alegré de quedar en un segundo plano. Sin embargo, me di cuenta de que Van Loon estaba nervioso. Se debatía entre seguir concitando mi atención y continuar el coloquio con su multimillonario compinche. Pero yo me había ausentado ya, y sólo podía pensar en la inminente llegada de Hank Atwood.
Por los artículos que había leído sobre el presidente de MCL-Parnassus, había llegado a una conclusión. Aunque era un gris directivo al que le interesaba fundamentalmente lo que la gran mayoría consideraba el tedioso negocio de los números y los puntos porcentuales, Henry Bryant Atwood era una figura con glamour. Habían existido ejecutivos imponentes antes que él, por supuesto -en la prensa y en los primeros días de Hollywood, aquellos magnates que fumaban puros y no sabían hablar inglés, por ejemplo-, pero, en el caso de Hollywood, los contables de la Costa Este no tardaron en irrumpir y tomar las riendas. No obstante, lo que la gran mayoría no entendía era que, desde la plena industrialización del mundo del espectáculo en los años ochenta, el centro de gravedad se había trasladado de nuevo. Los actores, cantantes y supermodelos seguían atesorando glamour, por descontado, pero el aire enrarecido de la elegancia había vuelto a los financieros de traje gris.
Hank Atwood tenía glamour, y no porque fuera atractivo, que no lo era. Tampoco porque el producto que trabajaba, el alimento modificado genéticamente de la imaginación del mundo fuese algo con lo que soñaba la gente. Hank Atwood tenía glamour por las inimaginables sumas de dinero que ganaba.
Y así era. El contenido artístico estaba muerto, era algo que decidía un comité. Ahora, el verdadero contenido residía en los números, y los números, grandes números, estaban, por todas, partes… Treinta y siete millones de dólares por un jet privado. Un litigio saldado con 250 millones. Una adquisición con apalancamiento por 30.000 millones de dólares. Una riqueza personal que ascendía a más de 100.000 millones de dólares…
Y fue en ese momento, en mitad de aquella ensoñación de expansiones numéricas infinitas, cuando las cosas empezaron a elucidarse.
Por alguna razón, de repente tomé conciencia de la gente que estaba sentada a la mesa situada detrás de mí. Eran un hombre y una mujer, quizá un constructor y un productor ejecutivo, o dos abogados. No lo sabía, no me fijé en lo que decían, pero hubo algo en el tono de voz de aquel hombre que me atravesó como un cuchillo.
Me recosté un poco en la silla, mirando a Van Loon y a su amigo. Con el revestimiento de nogal de fondo, los dos multimillonarios parecían grandes aves rapaces posadas en un árido cañón, pero aves viejas, con la cabeza gacha y ojos reumáticos, águilas ratoneras ancianas. Van Loon estaba ofreciendo una detallada explicación sobre la insonorización de su jet anterior, un Challenger no sé qué, y durante ese monólogo, algo curioso sucedió en mi cerebro. Como un receptor de radio que cambia de frecuencia automáticamente, desconectó la voz de Carl Van Loon -«… para evitar vibraciones no deseadas, tienes que aislar con silicona la tornillería que conecta el interior con la carrocería. Creo que los llaman…»- y empecé a recibir la voz del hombre que tenía a mi espalda:
– … en una habitación de hotel del centro… Lo han dicho en las noticias hace un rato… Sí, Donatella Álvarez, la mujer del pintor. La han encontrado tendida en el suelo de una habitación de hotel. Al parecer le habían dado un golpe en la cabeza… y ahora está en coma. Por lo visto, ya tienen una pista. Un limpiador del hotel ha visto a alguien abandonando el lugar a primera hora de la mañana, una persona que cojeaba…
Empujé un poco la silla hacia atrás.
Una persona que cojeaba.
La voz seguía murmurando detrás de mí.
– … y, por supuesto, su condición de mexicana no ayuda con todo lo que está pasando…
Me levanté y, por una fracción de segundo, creí que todos los comensales habían dejado lo que estaban haciendo y habían soltado el cuchillo y el tenedor a la espera de que me dirigiese a ellos. Pero no era así. Sólo Carl Van Loon me miraba con un súbito aire de preocupación en sus ojos. Le dije que iba al baño, me di la vuelta y eché a andar. Esquivé las mesas a paso ligero, buscando la salida más próxima.
Pero entonces vi a un hombre calvo de baja estatura enfundado en un traje gris acercándose desde el otro extremo del salón. Era Hank Atwood. Lo reconocí por las fotografías de las revistas. Un segundo después nos cruzamos torpemente entre dos mesas. Por un instante estuvimos tan cerca que pude oler su colonia.
Salí a la calle y respiré hondo. Mientras estaba en la acera, mirando a mi alrededor, tuve la sensación de que, al unirme a la ajetreada multitud, había perdido el derecho a estar en el Grill Room y no me permitirían entrar de nuevo.
Pero ya no tenía ninguna intención de volver, y veinte minutos después estaba deambulando sin rumbo por Park Avenue South, disimulando conscientemente la cojera e intentando recordar algo. Pero no había nada… Había estado en una habitación de hotel, e incluso podía verme recorriendo un pasillo vacío. Pero eso era todo. El resto estaba en blanco. Sin embargo, no me lo creía… No me lo creía… No podía creérmelo…