Caminé durante media hora, girando a la izquierda en Union Square y a la derecha en la Primera Avenida, y llegué a mi edificio completamente aturdido. Subí las escaleras, aferrándome a la idea de que quizá había oído mal en el restaurante, que eran imaginaciones mías, que tan sólo se había tratado de otro accidente, de un fallo del sistema. De todas formas, iba a descubrirlo muy pronto, porque si aquello había sucedido de verdad, las noticias todavía se estarían haciendo eco de ello, así que lo único que debía hacer era encender la radio o poner un canal de televisión…
Pero lo primero que advertí al entrar en casa fue la parpadeante lucecita roja del contestador. Casi me alegré de aquella distracción, y pulsé el play sin demora. Me quedé allí de pie, con el traje puesto, mirando como un idiota la habitación mientras esperaba oír el mensaje.
Escuché cómo rebobinaba la cinta y después un clic.
Biiiip.
«Hola, Eddie. Soy Melissa. Quería llamarte, en serio, pero… Ya sabes… -Su voz sonaba un poco cansada y torpe, pero aun así era la incorpórea voz de Melissa la que llenaba el salón-. Entonces me di cuenta de una cosa. Mi hermano… ¿te dio algo? No quiero hablar de esto por teléfono, pero… ¿te dio algo? Porque… -oí cubitos de hielo en un vaso-… porque si lo hizo, debes saber que… esa cosa -Melissa hizo una pausa, como si estuviese sosegándose-, el MDT-lo-que-sea es muy, muy peligroso. No sabes hasta qué punto. -Tragué saliva y cerré los ojos-. Así que, mira Eddie, no sé, quizá me equivoque, pero… Llámame, ¿vale? Llámame.»
Tercera parte
XV
En las noticias de las dos confirmaron que Donatella Álvarez, la mujer del pintor mexicano, había recibido un duro golpe en la cabeza y estaba en coma. El incidente se había producido en una habitación de la planta 15 de un hotel del centro. Se facilitaron pocos detalles, y no se mencionó a ningún hombre cojo.
Me senté en el sofá con el traje puesto, y esperé más, cualquier cosa, otro boletín, algunas imágenes o un análisis. Era como si, al sentarme en el sofá con el control remoto en la mano, estuviese actuando. Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino? ¿Llamar a Melissa y preguntarle si era eso a lo que se refería?
¿Peligroso? ¿Como un golpe fuerte en la cabeza? ¿Como ingresar en el hospital? ¿Un coma? ¿La muerte?
Por descontado, no tenía intención de llamarla para preguntarle algo así, pero la ansiedad apremiaba. ¿Realmente lo había hecho? ¿Volvería a ocurrir lo mismo o algo similar? Cuando Melissa decía «peligroso», ¿se refería a peligroso para los demás o sólo para mí?
¿Estaba siendo enormemente irresponsable?
¿Qué diablos estaba pasando?
Por la tarde me concentré en todos los boletines de noticias, como si pudiera forzar un cambio en algún detalle crucial de la historia: que no hubiese sucedido en una habitación de hotel, o que Donatella Álvarez no estuviese en coma. Entre un avance informativo y otro veía programas de cocina, emisiones de juicios en directo, telenovelas y anuncios, y me di cuenta de que estaba procesando fragmentos aleatorios de información inúticlass="underline" «Ponga las tiras de pollo en una bandeja de horno con un poco de aceite y rocíelas con sésamo», «Llame ahora y consiga un quince por ciento de descuento en el aparato de gimnasia doméstica GUTbuster 2000». En varias ocasiones miré el teléfono y pensé en llamar a Melissa, pero siempre se interponía algún mecanismo cerebral que desviaba mis pensamientos hacia otra cosa.
A las seis de la tarde, la historia se había desarrollado de manera considerable. Tras una recepción celebrada en el estudio de su marido en el Upper West Side, Donatella Álvarez se había dirigido al Clifden, un hotel del centro, donde recibió un único golpe en la cabeza con un objeto contundente. Todavía no se había identificado dicho objeto, pero una pregunta seguía en el aire: ¿qué hacía la señora Álvarez en una habitación de hotel? Los agentes estaban interrogando a todos los asistentes a la recepción, y sobre todo les interesaba hablar con un individuo llamado Thomas Cole.
Me quedé mirando la pantalla con perplejidad y apenas reconocí aquel nombre. El informe continuó. Ofrecieron información personal sobre la víctima, además de fotografías y entrevistas con familiares, lo cual significaba que en breve se formaría una imagen muy humana de la señora Álvarez, de cuarenta y tres años, en la mente del espectador. Al parecer, era una mujer de una belleza física y espiritual poco frecuente. Era independiente, generosa y leal, una esposa amantísima y madre devota de dos gemelas, Pía y Flor. Según dijeron, su marido estaba muy turbado y no hallaba explicación a lo ocurrido. Mostraron una fotografía en blanco y negro de una radiante colegiala uniformada que asistía a un convento dominico de Roma hacia 1971. También pasaron algunos videos domésticos, imágenes parpadeantes y descoloridas de una joven Donatella con un vestido de verano paseando por un jardín de rosas. También aparecía montando a caballo, en una excavación arqueológica en Perú y acompañada de Rodolfo en el Tíbet.
A continuación, el informativo derivó hacia el análisis político. ¿Era un ataque de connotaciones raciales? ¿Guardaba alguna relación con la actual debacle de la política exterior? Un comentarista expresó su temor a que pudiera ser el primero de una serie de incidentes similares y achacó el ataque a la negativa del presidente a condenar los intemperantes comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale, o supuestos comentarios, pues todavía lo negaba. Otro comentarista opinaba que eran daños colaterales a los que tendríamos que habituarnos.
Me pasé la tarde viendo esos reportajes y tuve una desconcertante variedad de reacciones, sobre todo incredulidad, terror, remordimientos y enojo. Por un lado pensaba que quizá era yo el autor del golpe y, por otro, juzgaba absurda la idea. Sin embargo, al final, y después de haber tomado una dosis de MDT, lo único que podía discernir era un ligero aburrimiento.
A media tarde me había despreocupado bastante de todo, y cada vez que oía una referencia a aquella historia, mi impulso era decir: «Ya basta», como si estuviesen hablando de una miniserie de un canal por cable, una adaptación de una chapuza mágico-realista… El espantoso sufrimiento de Donatella Álvarez…
Pasadas las ocho y media, llamé a Carl Van Loon a su casa de Park Avenue.
Aunque la incredulidad y el terror habían imperado casi toda la tarde, otra parte de mí se veía invadida por una ansiedad de distinta índole, la ansiedad por haber echado a perder mi oportunidad con Van Loon, por el grado en que aquel mal funcionamiento operativo iba a interferir en mis planes de futuro.
Por ello, mientras esperaba que Van Loon cogiera el teléfono, estaba bastante nervioso.
– ¿Eddie?
– Señor Van Loon -dije después de aclararme la voz.
– Eddie, no entiendo nada. ¿Qué ha pasado?
– Me encontraba mal -dije, excusándome con lo primero que me vino a la cabeza-. No he podido evitarlo. He tenido que marcharme de esa manera. Lo siento.
– ¿Que te encontrabas mal? ¿Qué eres, un niño de parvulario? ¿Te largas corriendo sin decir nada y no vuelves? Me he quedado allí como un idiota intentando justificarme ante el puto Hank Atwood.
– Tengo una enfermedad de estómago.
– ¿Y luego ni siquiera te molestas en llamar?
– Tenía que ir al médico, Carl, y rápido.
Van Loon guardó silencio unos instantes, y entonces suspiró.
– Bueno, ¿y cómo te encuentras ahora?
– Estoy bien. Se han ocupado de ello.
Carl suspiró de nuevo.
– ¿Estás…? No sé… ¿Estás siguiendo un tratamiento como es debido? ¿Quieres nombres de buenos médicos? Puedo…