Выбрать главу

Después, mientras fumaba un cigarrillo en el salón, no dejaba de mirar el bol de cerámica que reposaba sobre la estantería situada encima del ordenador. Pero no quería acercarme demasiado a él, porque sabía que si seguía tomando MDT acabaría sufriendo aquellos desvanecimientos misteriosos y cada vez más aterradores. Por otro lado, no creía que tuviese nada que ver con el coma de Donatella Álvarez. Estaba dispuesto a aceptar que había ocurrido algo, y que durante aquellos desvanecimientos seguía funcionando de una manera u otra, moviéndome y haciendo cosas, pero me negaba a aceptar que hubiese llegado a golpear a alguien en la cabeza con un instrumento contundente. Había pensado algo similar unos minutos antes en la ducha. Aún tenía moratones en el cuerpo, así como aquella pequeña marca circular, una presunta quemadura de cigarrillo que ahora estaba desapareciendo. Era una prueba indiscutible de algo, concluí, pero dudaba que tuviese que ver conmigo.

Me acerqué con renuencia a la ventana y miré. La calle estaba vacía. No había nadie, ni fotógrafos ni periodistas. Con un poco de suerte, pensé, el misterioso corredor de bolsa que había aparecido en los periódicos sensacionalistas ya era agua pasada. Además, era sábado por la mañana, de modo que reinaría la calma.

Me senté de nuevo en el sofá. Al cabo de dos minutos, volví a la posición que había adoptado toda la noche, e incluso me amodorré un poco. Sentía un agradable letargo y cierta holgazanería. Era algo que no había sentido desde hacía largo tiempo, y aunque tardé un poco, a la postre lo relacioné con el hecho de que no había tomado una píldora de MDT en casi veinticuatro horas, mi periodo de abstinencia más largo, y el único. Nunca había pensado en dejarlo, pero ahora me decía: «¿Por qué no?». Era fin de semana, y a lo mejor necesitaba un descanso. Tendría que recargar pilas para la reunión del lunes con Carl Van Loon, pero hasta entonces nada me impedía relajarme como una persona normal.

Sin embargo, hacia las once no estaba tan relajado y, cuando me disponía a salir, me sentí un poco desorientado. Pero como nunca había dejado que se disipara totalmente el efecto de la droga, decidí seguir adelante con mi abstinencia temporal, al menos hasta que hablara con Melissa.

En Spring Street dejé el sol tras de mí y me adentré en las sombras del bar en el que nos habíamos citado. Miré en derredor. Alguien me hacía gestos desde una mesa situada en un rincón, y aunque no veía con claridad, sabía que aquella persona tenía que ser Melissa y fui a su encuentro.

De camino al local me sentía muy raro, como si hubiese tomado alguna sustancia que empezaba a hacer efecto. Pero sabía que en realidad ocurría lo contrario, como si se alzara una cortina y quedaran al descubierto los nervios, unas sensaciones que no habían visto la luz del día desde hacía tiempo. Cuando pensaba en Carl Van Loon, por ejemplo, o en Lafayette, o en Chantal, lo primero que me llamaba la atención era lo irreales que parecían, y luego se adueñaba de mí una especie de tenor por haber mantenido relación con ellos. Cuando pensaba en Melissa, me sentía abrumado, cegado por una tormenta de recuerdos…

Melissa se levantó a mi llegada y nos besamos torpemente. Ella se sentó de nuevo, y yo hice lo propio al otro lado de la mesa.

Mi corazón palpitaba.

– ¿Qué tal? -dije, y al instante se me antojó raro no comentar su aspecto, pues estaba muy cambiada.

– Estoy bien.

Llevaba el pelo corto y teñido de un tono marrón rojizo. Estaba más gruesa -en general, pero sobre todo la cara- y tenía arrugas alrededor de los ojos. Su mirada transmitía cansancio. Yo no era quién para hablar, desde luego, pero aun así me sorprendió.

– ¿Y tú, Eddie, cómo estás?

– Bien -mentí-. Supongo.

Melissa estaba tomando una cerveza y tenía un cigarrillo encendido. El bar estaba casi vacío. Había un anciano leyendo un periódico en una mesa situada cerca de la puerta y dos muchachos en los taburetes de la barra. Llamé al camarero y señalé la cerveza de Melissa. La normalidad de la situación denotaba lo extraño e inquieto que me sentía. Unas semanas antes me hallaba frente a Vernon en una coctelería de la Sexta Avenida. Ahora, gracias a una lógica insondable, estaba sentado delante de Melissa en aquel lugar.

– Tienes buen aspecto -dijo. Luego, alzando un dedo amenazador, añadió-: Y no me digas que yo también, porque sé que no es cierto.

Pese a los cambios, al peso, las arrugas y el cansancio, nada podía rebatir el hecho de que Melissa seguía siendo hermosa. Pero, después de su advertencia, no sabía cómo decírselo sin sonar condescendiente.

– He perdido bastante peso últimamente -observé.

Melissa me miró fijamente a los ojos y contestó:

– Eso es obra del MDT.

– Ya me figuro.

Con el tono lo más pausado y circunspecto que pude, pregunté:

– ¿Qué sabes de todo esto?

– Bueno -contestó, respirando hondo-; en resumidas cuentas, Eddie, el MDT es letal, o puede serlo. Y si no te mata, provoca graves daños cerebrales, y te hablo de daños permanentes. -Entonces se señaló la cabeza con el índice de la mano derecha y dijo-: A mí me jodio el cerebro. Ya te lo contaré más tarde, pero lo importante es que yo he tenido suerte.

Tragué saliva.

En ese momento apareció el camarero con una bandeja. Dejó un vaso de cerveza delante de mí y cambió el cenicero por uno nuevo. Cuando se fue, Melissa continuó:

– Consumí sólo nueve o diez veces, pero hubo un tipo que tomó mucho más, durante varias semanas, y me consta que falleció. Otro desgraciado acabó como un vegetal. Su madre tenía que bañarlo todos los días y alimentarlo con una cuchara.

Me dio un vuelco el estómago y empecé a sentir un leve dolor de cabeza.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– Hará unos cuatro años. ¿Vernon no te contó nada? -Meneé la cabeza. Melissa parecía sorprendida. Entonces, como si le requiriese un gran esfuerzo físico, respiró hondo una vez más-. De acuerdo -prosiguió-. Hace cuatro años, Vernon salía a veces con un cliente suyo que trabajaba en un laboratorio farmacéutico y gozaba de un acceso que nunca debería haber tenido a una serie de medicamentos nuevos. Se suponía que uno de ellos, que todavía no tenía nombre ni se había sometido a ensayos clínicos, era increíble. Así que, para probarlo, porque evidentemente eran demasiado astutos como para hacerlo ellos mismos, Vernon y ese tipo empezaron a dárselo a otros, sobre todo amigos suyos.

– ¿Incluso a ti?

– Al principio, Vernon no quería que lo tomara, pero hablaba tan bien del MDT que insistí. Ya sabes cómo era yo, curiosa a más no poder.

– No es ningún defecto.

– En fin. Algunos nos vimos inmersos en lo que podríamos denominar un período de ensayo informal. -Melissa hizo una pausa y bebió un trago de cerveza-. ¿Qué iba a hacer? Lo tomé y era increíble. -Calló de nuevo y me miró en busca de una confirmación-. Tú lo has tomado, ya sabes de qué te hablo, ¿no? -Asentí-. Consumí varias veces más, pero empecé a asustarme.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque… no era idiota. Sabía que nadie podía mantener aquel nivel de actividad mental durante mucho tiempo y sobrevivir. Era absurdo. Te pondré un ejemplo. Un día leí El universo elegante, de Brian Greene… Teoría de supercuerdas, ¿sabes? Me lo leí en cuarenta y cinco minutos, y lo entendí. -Melissa dio una última calada al cigarrillo-. Eso sí, ahora no me preguntes nada sobre el tema. -Apagó el cigarrillo en el cenicero-. En aquel momento se suponía que estaba trabajando en una serie de artículos sobre sistemas adaptativos de organización, un estudio sobre las investigaciones que se estaban llevando a cabo, su viabilidad y demás. Mi ritmo de trabajo se multiplicó por diez de la noche a la mañana. Mi jefe en la revista Iroquois creyó que intentaba arrebatarle el puesto de director de contenidos. Así que imagino que me acobardé. Me entró el pánico. No podía manejar aquello y dejé de consumir.