Выбрать главу

– Entonces, ¿tengo que rebajar la dosis?

– No lo sé. Eso creo. Dios mío, no me puedo creer que Vernon no te contara nada de esto.

Vi que Melissa estaba confusa. Mi historia, o lo que conocía de ella hasta el momento, tenía muy poco sentido.

– Melissa, Vernon no me contó nada.

No bien hube dicho esto me di cuenta de que debería mentirle para que mi historia encajara, y de una manera bastante elaborada. Por supuesto, el momento propiciaba ciertos interrogantes de lo más incómodos y temía que los formulara. ¿Cuántas veces había visto a Vernon? ¿Cómo había conseguido unas reservas tan abundantes de MDT? ¿Por qué no me había molestado en averiguar más al respecto? Pero, para mi sorpresa, Melissa no me hizo ninguna de esas preguntas, ni ninguna otra de hecho, y ambos guardamos silencio.

Estudié su rostro mientras se encendía otro cigarrillo. Lo normal habría sido que la Melissa que conocí diez años antes hubiese pedido aclaraciones, una disección punto por punto. Pero la mujer que estaba sentada delante de mí había perdido fuelle. Percibía su curiosidad, y quería saber por qué no era franco con ella, pero no tenía tiempo ni energía para esas cosas. Vernon había muerto. Me había contado lo que sabía del MDT. Sin duda le preocupaba mi apurada situación.

Pero ¿qué más podía hacer o decir? Tenía dos hijos y una vida radicalmente distinta a la que esperaba o a la que creía tener derecho. Ella estaba cansada. Yo estaba solo.

– Lo siento, Eddie -dijo.

– Una pregunta -añadí-. Ese cliente de Vernon que mencionaste. El que trabajaba para la empresa farmacéutica. Imagino que debería hablar con él. Eso tendría sentido, ¿verdad?

Pero inmediatamente vi por su expresión que no podía ayudarme.

– Sólo lo he visto una vez, Eddie, hace cuatro años. No recuerdo su nombre. Tom no se qué. O Todd. No puedo hacer más. Lo siento mucho.

Empezó a invadirme el pánico.

– ¿Y qué hay de la investigación policial? -pregunté-. Después de ese primer día nadie se ha puesto en contacto conmigo. ¿Han hablado contigo? ¿Han descubierto quién asesinó a Vernon y por qué?

– No, pero sabían que había sido traficante de coca, así que supongo que dan por hecho que se trata de un asunto de drogas.

Hice una pausa, un tanto desconcertado por la frase «un asunto de drogas». Tras un momento de reflexión, y sin el menor atisbo de sarcasmo en mi voz, la repetí: «Un asunto de drogas». Era una frase que Melissa había utilizado una vez para describir nuestro matrimonio. Captó la referencia al momento y pareció desinflarse todavía más.

– Todavía duele, ¿verdad?

– La verdad es que no, pero… No fue un asunto de drogas.

– Ya lo sé. Mi comentario sí lo ha sido.

Podría haber respondido cien cosas distintas, pero lo único que se me ocurrió fue:

– Eran tiempos extraños.

– Eso es cierto.

– Cada vez que lo recuerdo…, no sé…, me resulta…

– ¿Qué?

– No tiene sentido pensar en ello, pero hay tantas cosas que podrían haber sido distintas…

La pregunta obvia -«¿Cuáles?»- estuvo en el aire unos momentos. Entonces, Melissa dijo:

– Yo también lo pienso.

Estaba visiblemente agotada, y mi dolor de cabeza empeoraba, así que decidí que había llegado el momento de desprendernos de la vergüenza y el dolor de una tensa conversación en la que nos habíamos enfrascado por descuido y que, si no andábamos con cautela, nos adentraría en un territorio caótico y muy complicado.

Le pedí que me contara algo de sus hijas. Había mencionado que eran dos niñas: Ally, de ocho años, y Jane, de seis. Eran fantásticas, dijo, me encantarían. Eran ingeniosas, dos tiranas a las que no se les pasaba una.

Eso era todo, pensé. Ya era suficiente. Tenía que salir de allí.

Charlamos unos minutos más y pusimos fin a aquello. Prometí a Melissa que estaríamos en contacto, que la mantendría informada de mi estado y que tal vez iría a verlas algún día a Mahopac. Anotó su dirección en un trozo de papel, que me guardé en el bolsillo de la camisa.

Echando mano de una última reserva de energía, Melissa me miró a los ojos y dijo:

– Eddie, ¿qué piensas hacer con todo esto?

Le dije que no estaba seguro, pero que todo iría bien, que me quedaban unas cuantas píldoras de MDT y que, por lo tanto, tenía mucho margen de maniobra. Podía rebajar la dosis de manera paulatina y ver si funcionaba. Estaría bien. Puesto que no había mencionado los desvanecimientos, sonó a mentira. Aun así, dudaba que en aquellas circunstancias Melissa se percatara.

Asintió. Quizá se había dado cuenta pero, de ser así, ¿qué podía hacer yo al respecto?

Una vez en la calle, nos despedimos con un abrazo. Melissa cogió un taxi en dirección a Grand Central Station y yo volví a pie a casa.

XVIII

Lo primero que hice al llegar a casa fue tomar un par de comprimidos de Excedrina extrafuerte para el dolor de cabeza. Luego me tumbé en el sofá y miré al techo, con la esperanza de que el dolor, que se había concentrado detrás de los ojos y había empeorado desde que abandoné Spring Street, remitiera pronto y terminara por desaparecer del todo. No solía padecer dolores de cabeza, así que ignoraba si aquél era consecuencia de mi conversación con Melissa o si era un síntoma de mi repentina abstinencia del MDT. Sea como fuere, y ambas explicaciones parecían plausibles en ese momento, me resultaba de lo más inquietante.

Además, las grietas que habían aparecido y se habían multiplicado desde la mañana se agrandaban y habían quedado a la vista, como una herida abierta. Repasé mentalmente la historia de Melissa una y otra vez, oscilando entre el horror por lo que le había sucedido y el temor de lo que podía sucederme a mí. Me obsesionaba que una decisión descuidada, un estado de ánimo, un capricho, pudiera cambiar tan fácil e irreversiblemente la vida de una persona. Pensé en Donatella Álvarez, y ahora me resultaba más difícil desestimar la idea de que hubiese sido responsable de lo que le había ocurrido por cómo había cambiado su vida de manera tan irreversible. Pensé en el tiempo que había compartido con Melissa, y agonizaba imaginando que podría haber hecho las cosas de otra manera.

Pero aquella situación era intolerable. Debía tomar medidas o no tardaría en caer enfermo, hundirme en una ciénaga clínica, desarrollar algún síndrome y llegar a un punto de no retorno. Así, al primer atisbo de alivio que me procuró la Excedrina, que tan sólo había atenuado un poco el dolor, me levanté del sofá y empecé a pasearme por el piso, como si tratase de sanar de esa manera.

Entonces recordé algo.

Fui al dormitorio y me acerqué al armario. Intentando hacer caso omiso del dolor de cabeza, me agaché y saqué la vieja caja de zapatos, cubierta con una manta y una pila de revistas. La abrí y cogí el gran sobre marrón en el que había escondido el dinero y las píldoras. Metí la mano en el sobre y rebusqué en él, haciendo caso omiso del recipiente hermético de plástico que contenía las más de 350 pastillas que quedaban todavía. Lo que yo buscaba era la agenda negra de Vernon.

Cuando la encontré, empecé a examinarla página por página. Había docenas de nombres y números de teléfono, bastantes de ellos tachados, algunos con nuevos números anotados encima o debajo del viejo. Esa vez reconocí el nombre de Deke Tauber y alguno otro. Por desgracia, no encontré a nadie que respondiera al nombre de Tom o Todd.

Pero, aun así, tenía que haber alguien que pudiera ayudarme, alguien con quien pudiera contactar para obtener información.

A fin de cuentas, pensé, ¿quién era aquella gente?

Por obvio que fuese, y aunque la agenda llevaba semanas en mi armario, no me había dado cuenta hasta entonces de que era la lista de clientes de Vernon.

La idea de que toda aquella gente hubiese consumido MDT en un momento u otro, y de que quizá siguiera consumiéndolo, me turbaba. También dejó mi ego un poco magullado, porque, si bien era irracional creer que nadie más había sentido los increíbles efectos del MDT, pensaba que la experiencia era en cierto modo única y más auténtica que la de otras personas que lo hubieran probado. Esa ligera indignación persistió mientras leía los nombres una vez más, pero entonces me vino a la mente una idea importante. Si toda aquella gente había tomado MDT, eso significaba que era posible consumirlo sin sucumbir a los dolores de cabeza o los desvanecimientos, por no hablar de los daños cerebrales permanentes.