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Me tomé otros dos comprimidos de Excedrina y seguí estudiando la agenda. Cuanto más miraba los nombres, más familiares me resultaban, y al final pude ubicar a media docena. Muchos de los que había reconocido pertenecían al mundo de los negocios, gente que trabajaba para nuevas o medianas empresas. Había varios escritores y periodistas y un par de arquitectos. Aparte de Deke Tauber, ninguno era muy conocido para el ciudadano de a pie. Todos gozaban de cierta fama, pero eran mucho más célebres en sus ámbitos, así que pensé que tal vez sería útil investigar un poco su historia. Encendí el ordenador y me conecté a Internet.

Deke Tauber era la elección obvia para empezar. A mediados de los años ochenta se dedicaba a la venta de bonos en Wall Street, donde ganó mucho dinero pero gastó bastante más. Algún miembro de la familia Gant lo había conocido en la universidad, y solía frecuentar fiestas, bares e inauguraciones, lugares donde se ofreciese algún valor añadido. Lo había visto un par de veces y me parecía arrogante y bastante grosero. Sin embargo, tras la crisis de 1987 perdió su empleo, se trasladó a California y ese pareció ser su ocaso.

Tres años después, Tauber apareció otra vez por Nueva York como líder de Dekedelia, una dudosa secta de autoayuda que había fundado en Los Ángeles. Tras unos comienzos modestos, el número de miembros de Dekedelia creció desmesuradamente y Tauber empezó a editar best-sellers y videos. Creó una empresa de programas informáticos, abrió una cadena de cibercafés y entró en el negocio inmobiliario. Al poco tiempo, Dekedelia era una empresa multimillonaria con más de doscientos empleados, la mayoría de los cuales eran también miembros de la secta.

Una vez repasada la información que pude encontrar sobre los demás clientes de Vernon, detecté una primera pauta. En todos los casos que estudié se había producido, en los tres o cuatro años anteriores, una repentina e inexplicable progresión en la carrera de la persona. Pongamos por caso a Theodore Neal. Después de dos décadas escribiendo biografías no autorizadas de gente del mundo del espectáculo y trabajando para algunas revistas, Neal había creado de súbito una brillante y cautivadora historia de Ulysses S. Grant. Descrita como una «arrebatadora y original obra de erudición», llegó a ganar el Premio Nacional de la Crítica. O Jim Rayburn, jefe de Thrust, un sello discográfico con problemas económicos, que en un período de seis meses descubrió y fichó a los artistas de hip-hop J. J. Rictus, Human Cheese y F Train, y que en otros seis meses contaba con una estantería repleta de premios Grammy y MTV a su nombre.

Había otros casos: directivos de rango intermedio que ascendían rápidamente a consejeros delegados, abogados defensores que hipnotizaban a los jueces para conseguir absoluciones inverosímiles, o arquitectos que diseñaban elaborados rascacielos durante una comida aprovechando la servilleta de un coctel.

Era extraño y, pese al palpitante dolor que sentía detrás de los ojos, sólo podía pensar en una cosa: el MDT-48 estaba en la sociedad. Otras personas lo consumían igual que había hecho yo. Lo que yo no sabía era cuánto tomaban y con qué frecuencia. Yo había consumido MDT de manera indiscriminada, a veces dos, e incluso tres pastillas de golpe, pero no sabía si realmente necesitaba tantas, o si hacerlo intensificaba o prolongaba sus efectos. Supuse que, como la cocaína, era una cuestión de glotonería. Tarde o temprano, si la droga estaba allí, la voracidad se convertía en la dinámica dominante en tu relación con ella.

Así pues, la única manera de averiguar cuál era la dosis adecuada era contactar con algún nombre de aquella lista, llamarlo y preguntarle qué sabía. Fue entonces cuando se hizo patente la segunda pauta, ésta más inquietante.

Lo postergué hasta el día siguiente por el dolor de cabeza, porque era reacio a llamar a desconocidos y porque tenía miedo de lo que pudiera descubrir. Continué tomando comprimidos de Excedrina cada pocas horas y, aunque me aliviaban un poco, persistía aquel latido constante detrás de los ojos.

Resolví que no serviría de nada hablar con Deke Tauber, de modo que el primer nombre que elegí fue el de un director financiero de una empresa de electrónica de mediana envergadura. Recordaba su nombre por un artículo que había leído en Wired.

Una mujer contestó el teléfono.

– Buenos días -dije-, ¿puedo hablar con Paul Kaplan, por favor?

La mujer no respondía, y en medio de aquel silencio pensé en la posibilidad de que se hubiese cortado. Para cerciorarme dije:

– ¿Hola?

– ¿Quién es, por favor? -respondió ella con un tono cansino e impaciente.

– Soy periodista -dije-, de la revista Electronics Today.

– Mire… Mi marido falleció hace tres días.

– Oh…

Me quedé helado. ¿Qué podía decir?

Se hizo un silencio que me pareció una eternidad.

– Lo siento mucho -farfullé.

La mujer no dijo nada. Oía un rumor de fondo. Quería preguntarle cómo había muerto su marido, pero fui incapaz de formar las palabras.

Entonces ella añadió:

– Lo lamento… Gracias… Adiós.

Y eso fue todo.

Su marido había fallecido tres días antes, pero eso no significaba nada. La gente se moría.

Elegí otro número y marqué. Aguardé, mirando la pared que tenía delante.

– ¿Sí?

Era una voz de hombre.

– ¿Puedo hablar con Jerry Brady, por favor?

– Jerry está… -Hizo una pausa y añadió-: ¿Quién es?

Había escogido el número al azar y me di cuenta de que no sabía quién era Jerry Brady o por quién debía hacerme pasar al llamarlo un domingo por la mañana.

– Soy… un amigo.

Después de vacilar unos momentos, dijo:

– Jerry está en el hospital… -Su voz era temblorosa-. Y está muy enfermo.

– Dios mío. Es terrible. ¿Qué le pasa?

– Ese es el problema. No lo sabemos. Hace un par de semanas empezó a tener dolores de cabeza. Entonces, el martes pasado… No, el miércoles, se desmayó en el trabajo…

– Mierda.

– …y, cuando volvió en sí, dijo que había sentido mareos y espasmos musculares todo el día. Desde entonces pierde el conocimiento periódicamente. Sufre temblores y vómitos.

– ¿Qué dicen los médicos?

– No lo saben. ¿Qué quiere? Son médicos. Todas las pruebas que le han practicado hasta el momento han sido poco concluyentes. Pero le diré una cosa…

El hombre chasqueó la lengua. Por su tono jadeante me dio la impresión de que se moría por hablar con alguien, pero a la vez no podía ignorar el hecho de que no tenía ni idea de quién era yo. Yo también me preguntaba quién sería mi interlocutor. ¿Un hermano? ¿Un amante?

– ¿Sí? Continúe… -dije.

– De acuerdo -respondió, restando importancia a quién diablos era yo- La cuestión es que Jerry se encontraba raro desde hacía semanas, incluso antes de los dolores de cabeza. Como si estuviese muy preocupado por algo, lo cual no era el estilo de Jerry en absoluto. -Hizo una breve pausa-. Dios mío, he dicho «era».

Noté un mareo y apoyé la mano libre en la pared.

– Mire -dije rápidamente-, no voy a robarle más tiempo. Déle recuerdos a Jerry. ¿Lo hará?

Sin mencionar mi nombre ni otra cosa, colgué el teléfono.

Volví tambaleándome al sofá y me desplomé. Estuve allí tumbado media hora, horrorizado, reproduciendo las dos conversaciones una y otra vez.