Al final me levanté y me arrastré de nuevo hasta el teléfono. Había entre cuarenta y cincuenta nombres en la agenda, y hasta el momento sólo había llamado a dos. Elegí otro, y después otro, y después otro.
Pero se repetía siempre la misma historia. De las personas con las que intenté contactar, tres estaban muertas y el resto enfermas, o bien ingresadas en el hospital, o bien en casa, con distintos estados de pánico. En otras circunstancias, aquello podría haber constituido un pequeña epidemia, pero, dado que aquellas personas presentaban unos síntomas muy variados y estaban repartidas por Manhattan, Brooklyn, Queens y Long Island, era improbable que nadie las relacionara. De hecho, lo único que tenían en común era, a mi juicio, la presencia de sus números de teléfono en aquella pequeña agenda.
Sentado de nuevo en el sofá, masajeándome las sienes, miré el bol de cerámica. Ahora no tenía elección. Si no volvía a tomar el MDT, aquel dolor de cabeza se intensificaría y no tardarían en aparecer otros síntomas, los que había oído una y otra vez por teléfono: mareos, náuseas, espasmos musculares y un deterioro de la capacidad motriz. Y, por lo visto, después moriría. Todo apuntaba a que quienes figuraban en la lista de clientes de Vernon iban a perecer. ¿Por qué iba a ser yo diferente?
Pero había una diferencia notable. Podía volver a consumir MDT si así lo decidía. Y ellos no. Yo tenía un alijo considerable de material. Ahí fuera había cuarenta o cincuenta personas con un síndrome de abstinencia grave y tal vez letal porque se les había agotado el suministro. Yo no podía decir lo mismo.
De hecho, el mío no había hecho más que empezar, porque su suministro, o lo que debería haberlo sido si Vernon no hubiese fallecido, era lo que yo había estado consumiendo durante las últimas semanas. Ello me infundía un espantoso sentimiento de culpabilidad, pero ¿qué podía hacer? En mi armario quedaban 350 pastillas, lo cual me otorgaba un margen considerable, pero si había de compartirlas con otras cincuenta personas, nadie saldría beneficiado. En lugar de morir todos aquella semana, lo haríamos la siguiente.
En cualquier caso, resolví que si reducía de manera drástica la ingesta de MDT, prolongaría mis reservas y tal vez acabaría con los desvanecimientos, o al menos los atenuaría.
Me levanté y fui hacia el escritorio. Permanecí allí de pie un momento, contemplando el bol de cerámica, pero antes de extender siquiera el brazo para tocarlo, supe que algo no iba bien. Tuve una alarmante premonición. Cogí el bol con la mano izquierda y miré en su interior. La premonición no tardó en trocar en pánico.
Por increíble que pareciese, sólo quedaban dos píldoras.
Lentamente, como si me hubiese olvidado de moverme, me senté en la silla.
Había dejado diez pastillas en el bol un par de días antes, y sólo había tomado tres desde entonces. ¿Dónde estaban las otras cinco?
Me dio un vahído, y me agarré al lateral de la silla para guardar el equilibrio.
Gennadi.
El otro día, cuando terminé mi conversación con el director del banco, Gennadi se encontraba junto a la mesa, de espaldas a mí.
¿Se habría llevado unas cuantas?
Parecía imposible, pero me devané los sesos intentando visualizar lo sucedido, la secuencia exacta de movimientos. Y entonces recordé. Cuando cogí el teléfono para llamar a Howard Lewis, le di la espalda.
Transcurrieron un par de minutos, durante los cuales asimilé la alucinante idea de Gennadi bajo los efectos del MDT. ¿Cuánto tardaría aquello en llegar a la calle, cuánto tardaría en averiguar qué era, reproducirlo, darle un nombre comercial y empezar a traficar en clubes, en la parte trasera de un coche o en una esquina? Microdosis cortadas con speed a diez dólares cada una. Imaginaba que las cosas no llegarían tan lejos por el momento, al menos si Gennadi sólo tenía cinco dosis. Pero dada la naturaleza del MDT, era lógico pensar que, una vez que lo hubiera probado por primera vez, no se impondría demasiadas restricciones con el resto. Tampoco era probable que olvidara dónde había conseguido el material.
Saqué una pildorita del bol, y utilizando una cuchilla, la dividí en dos mitades perfectas. Me tomé una. Entonces me quedé sentado a la mesa, pensando en lo mucho que había cambiado mi situación en los tres o cuatro últimos días, en cómo habían empezado a reventar las costuras, a sufrir convulsiones y hemorragias y deslizarse hacia lo recurrente, lo crónico, lo terminal.
Veinte minutos después, en plena espiral descendente, noté que el dolor de cabeza había desaparecido por completo.
XIX
En días posteriores sólo tomaba media pastilla con el desayuno. Esa dosis me aportaba toda la «normalidad» posible en tales circunstancias. Al principio me sentía aprensivo, pero cuando vi que los dolores de cabeza no reaparecían, me relajé un poco y pensé que quizá había encontrado una escapatoria o, al menos, con un alijo de casi setecientas dosis en mi haber, mucho tiempo para buscarla.
Pero, por supuesto, no era tan sencillo.
El lunes dormí hasta las nueve de la mañana. Desayuné naranjas, tostadas y café, todo ello aderezado con un par de cigarrillos. Después me di una ducha y me vestí. Me puse mi traje nuevo, que ya no lo era tanto, y me planté delante del espejo. Debía ir a la oficina de Carl Van Loon, pero de pronto me sentí sumamente incómodo por tener que salir con aquel atuendo. Me veía raro. Un rato después, cuando me dirigía al vestíbulo del Edificio Van Loon, estaba tan cohibido que casi esperaba que alguien me diera un golpecito en el hombro y me dijera que todo había sido un terrible error y que el señor Van Loon había ordenado que me echaran del edificio si aparecía por allí.
Entonces, en el ascensor que me llevaba hasta la planta 62, empecé a pensar en el acuerdo que supuestamente había de mediar con Van Loon, la adquisición de MCL-Parnassus por parte de Abraxas. Llevaba días sin pensar en él, pero cuando intenté recordar los detalles, todo estaba borroso. No dejaba de oír con insistencia la expresión «modelo de precios para las acciones», pero sólo tenía una ligerísima idea de lo que significaba. También sabía que «la construcción de una infraestructura de banda ancha» era importante, pero ignoraba por qué. Era como despertarse de un sueño en el que has estado hablando una lengua extranjera y, cuando despiertas, descubres que no hablas tal lengua en absoluto y que apenas entiendes una palabra de ella.
Salí del ascensor y me adentré en el vestíbulo. Me dirigí al mostrador principal y aguardé unos instantes hasta que la recepcionista me prestó atención. Era la misma mujer del jueves anterior, así que, cuando se volvió hacia mí, sonreí. Pero no pareció reconocerme.
– ¿Puedo ayudarle, señor?
Su tono era formal y bastante frío.
– Eddie Spinola -dije-. Vengo a ver al señor Van Loon.
La recepcionista consultó su agenda y meneó la cabeza. Parecía estar a punto de decirme algo, quizá que estaba fuera del país o que no le constaba nuestra cita, cuando por un pasillo situado a la izquierda del mostrador apareció Van Loon caminando pausadamente. Parecía triste, y cuando me tendió la mano para saludarme, me di cuenta de que su encorvadura era más pronunciada de lo que recordaba.
La recepcionista volvió a los menesteres que la mantenían ocupada antes de mi interrupción.
– Eddie, ¿cómo estás?
– Bien, Carl. Me encuentro mucho mejor.
Nos dimos la mano.
– Bien, bien. Pasa.
Me sorprendieron de nuevo las dimensiones del despacho de Van Loon, que era largo y ancho, pero con escasa ornamentación. Me invitó a sentarme a su mesa.
Van Loon suspiró y meneó la cabeza.
– Mira, Eddie -dijo-, lo que apareció publicado el viernes en el Post no nos beneficia. No es la clase de publicidad que deseamos para este acuerdo, ¿cierto? -Asentí, sin saber muy bien adónde podía llegar todo aquello. Tenía la esperanza de que no hubiese visto el artículo-. Hank no te conoce, y el acuerdo todavía es un secreto, así que no hay de qué preocuparse. Creo que no deberías dejarte ver más por Lafayette.