– No, claro que no.
– Sé discreto. Haz tus transacciones aquí. Como te dije, tenemos una sala. Es discreta y privada. -Sonrió-. Aquí no hay gorras de béisbol.
Yo también sonreí, pero la verdad es que me sentía bastante incómodo y nervioso, como si fuese a vomitar.
– Luego te enseñarán toda la planta.
– Bien.
– Otra cosa que quería comentarte, y quizá sea provechoso, es que Hank no estará aquí mañana. Ha sufrido un retraso en Los Ángeles, así que no celebraremos esa reunión hasta… probablemente mediados o incluso finales de… la semana que viene.
– Sí, de acuerdo -farfullé, incapaz de mirar a Van Loon a los ojos-. Probablemente… Como usted dice, probablemente sea algo beneficioso, ¿no?
– Sí. -Van Loon cogió un bolígrafo de la mesa y jugueteó con él-. Yo también estaré fuera, al menos hasta el fin de semana, lo cual nos da cierto respiro. El jueves era demasiado justo, en mi opinión, pero ahora podemos ir a nuestro ritmo, pulir los números y preparar una oferta sólida.
Levanté la cabeza y vi que Van Loon me entregaba algo. Era el bloc amarillo que había utilizado el jueves anterior para anotar los valores de opción.
– Quiero que amplíes estas proyecciones y las introduzcas en el ordenador. -Se aclaró la garganta-. Por cierto, las he estado estudiando y quería hacerte un par de preguntas.
Me recosté y miré las densas hileras de números y símbolos matemáticos de la primera página. Aunque eran de mi puño y letra, no entendía nada y me daba la sensación de tener delante un extraño jeroglífico. Sin embargo, aquellas cifras empezaron a reconfigurarse ante mis ojos y a resultarme vagamente familiares, y vi que si podía concentrarme en ellas una hora o dos quizá sería capaz de descodificarlas.
Pero con Carl Van Loon sentado frente a mí y dispuesto a hacer preguntas, dos horas eran un imposible. Aquél fue el primer indicio de que consumir la dosis mínima sólo serviría para contener los dolores de cabeza. Porque no sucedía nada más, y cada vez era más consciente de lo que significaba ser «normal». Significaba no poder influir en la gente, infundirles el anhelo de hacer cosas por ti. Significaba no guiarte por tus instintos y tener siempre razón. Significaba no poder recordar detalles nimios y realizar cálculos rápidos.
– Veo un par de inconsistencias aquí -dije, tratando de evitar las preguntas de Van Loon-. Y tiene usted razón, íbamos justos de tiempo.
Pasé a la segunda página y me levanté de la silla. Fingiendo estar concentrado en las proyecciones, deambulé un poco e intenté pensar qué decir a continuación, como un actor que ha olvidado su texto.
– Yo quería preguntarte por qué la vida de la tercera opción es distinta de las demás -dijo Van Loon desde la mesa.
Miré a mi alrededor durante un segundo, murmuré algo y me concentré de nuevo en el cuaderno. Lo miraba atentamente, pero tenía la mente en blanco y sabía que ninguna idea repentina acudiría en mi ayuda.
– ¿La tercera? -pregunté, mientras pasaba las hojas para ganar tiempo. Entonces volví a la primera página y me puse el cuaderno debajo del brazo-. ¿Sabe qué, Carl? -dije, mirándolo fijamente-. Tendré que repasar esto a conciencia. Déjeme calcularlo todo con el ordenador como usted proponía y a lo mejor entonces podamos…
– La tercera opción, Eddie -dijo, levantando el tono de voz-. ¿Qué diablos te pasa? ¿Es que no puedo hacerte una pregunta sencilla?
Me hallaba a unos cinco metros de la mesa de un hombre que había aparecido en docenas de portadas de revistas, un multimillonario, un emprendedor, un icono, y me estaba gritando. No sabía cómo responder. Aquél no era mi medio. Estaba asustado.
Por suerte, en ese momento sonó el teléfono. Van Loon lo cogió y gritó:
– ¿Qué?
Esperé un segundo, me di la vuelta y me alejé para dejarle hablar. Me temblaban un poco las manos y reaparecieron las náuseas.
– No envíes esos -decía Van Loon-. Habla con Mancuso antes de hacer nada. Y escucha, sobre las fechas de entrega…
Aliviado por haber conseguido salir momentáneamente del atolladero, me dirigí a los ventanales de la enorme sala. Los cristales iban del techo al suelo, y ofrecían una panorámica del oeste de la ciudad oscurecida parcialmente por unas cortinas colgantes. Cuando Van Loon colgara el teléfono le diría que tenía migraña y que no podía concentrarme como era debido. Me había visto realizar anotaciones el jueves y habíamos hablado detalladamente, así que no podía dudar de mi dominio de la materia. Para mí, lo importante en ese momento era salir de allí.
Mientras esperaba, observé la oficina. La zona del fondo estaba dominada por el gran escritorio de Van Loon, pero el resto rezumaba la holgura y la austeridad de una sala de espera de una estación ferroviaria de estilo art déco. Cuando llegué a los ventanales, tuve la impresión de que Van Loon estaba muy lejos y, si me volvía, sería una figura en la distancia. Su voz era casi inaudible, un rumor que hablaba de fechas de entrega. En aquel extremo de la sala había unos sofás de cuero rojo y mesas bajas de cristal con revistas de negocios esparcidas sobre ellas.
Al mirar por la ventana, a través de las cortinas, una de las primeras cosas que atisbé entre el enjambre de rascacielos del centro de la ciudad fue un fragmento del Edificio Celestial, situado en el West Side. Desde aquella perspectiva, parecía estar encajonado entre una docena de edificios, pero si prestabas atención, veías que se encontraba más atrás y que, en realidad, se alzaba en soledad. Me parecía increíble haber estado en el Celestial un par de días antes y haber acariciado la idea de comprar un piso allí, y uno de los más caros, por cierto.
Nueve millones y medio de dólares.
– ¡Eddie!
Me di la vuelta.
Van Loon había colgado el teléfono y se acercaba desde el otro lado de la sala. Me preparé para lo que se avecinaba.
– Me ha surgido un imprevisto. Tengo que irme. Lo siento. -Su tono era amigable, y cuando estuvo junto a mí, señaló con la cabeza el bloc amarillo que llevaba bajo el brazo-. Ocúpate de eso y ya hablaremos. Como te he dicho, estaré fuera hasta el fin de semana. Con eso deberías tener tiempo suficiente. -De repente, dio una palmada-. De acuerdo, ¿quieres dar un vistazo a la sala de transacciones bursátiles? Llamaré a Sam Welles para que te la enseñe.
– Creo que me iré a casa y me pondré con esto, si no le importa -dije, extendiendo el brazo.
– Pero si será sólo… -Van Loon hizo una pausa y me miró. Percibí su confusión, y tal vez sintiera cierta hostilidad hacia mí, como había ocurrido antes, pero no entendía por qué le estaba ocurriendo aquello y no sabía cómo actuar.
»¿Qué te pasa, Eddie? -preguntó al final-. No estarás blandeando, ¿verdad?
– No, yo…
– Porque estas historias no son para timoratos.
– Ya lo sé. Yo sólo…
– Y me la estoy jugando, Eddie. Nadie sabe nada de esto. Si me jodes, si mencionas esto a alguien, mi credibilidad quedará por los suelos.
– Lo sé, lo sé. -Señalé de nuevo el bloc.
– Sólo quiero hacer esto bien.
Van Loon me aguantó la mirada unos instantes y suspiró, como si dijera: «Me alegra saberlo». Entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia su mesa.
– Llámame cuando hayas terminado -dijo. Estaba de espaldas a mí frente al escritorio, consultando algo, un diario o un cuaderno-. Como muy tarde, el martes o el miércoles de la semana que viene.
Vacilé, pero entonces caí en la cuenta de que acababa de despedirme. Salí de la oficina sin mediar palabra.