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Ahora que se había sumado el ingrediente de un asesinato de tintes raciales, la polémica se había desbordado. Había entrevistas, debates, citas jugosas, observaciones agudas, informes serios desde polvorientas ciudades fronterizas y tomas aéreas del Río Grande. Yo lo veía desde el sofá, vaso en mano, y me enganché como quien sigue una telenovela en horario de máxima audiencia, olvidando por causa de mi euforia alcohólica que quizá faltase sólo una huella o una prueba de ADN para verme totalmente involucrado, que me hallaba peligrosamente cerca del ojo del huracán.

Sin embargo, a medida que avanzaba el fin de semana y que la euforia degeneraba en entumecimiento y ansiedad y después en terror, mis costumbres televisivas cambiaron. Reduje drásticamente los noticiarios, y el domingo por la mañana los obviaba por completo. Cada vez me resultaba más fácil sintonizar canales en los que encontrara repeticiones de Hawaii 5-0, Días felices y Viaje al fondo del mar.

El lunes intenté mantenerme sobrio, pero no lo conseguí. Tomé unas cuantas cervezas por la tarde y abrí una botella de vodka por la noche. Me pasé gran parte del tiempo escuchando música, y al final me dormí vestido en el sofá. La semana anterior las temperaturas habían ido en ascenso, y dejaba la ventana abierta casi todas las noches, pero cuando me desperté de un salto hacia las cuatro de la madrugada, me di cuenta de que había refrescado. Hacía bastante más frío que cuando me quedé dormido, y me levanté temblando del sofá para cerrar la ventana. Me senté de nuevo, pero mientras contemplaba la azul oscuridad de la noche, continuaron los temblores. También tenía palpitaciones, y el desagradable hormigueo de las extremidades no era normal. Traté de determinar qué me estaba ocurriendo. Cabía la posibilidad de que mi organismo necesitara más alcohol, en cuyo caso, barajé rápidamente dos opciones. Podía vestirme e ir a un bar o al restaurante coreano de mi calle y comprar un par de paquetes de cerveza, o beberme el jerez que había en la cocina. Pero no me parecía que el alcohol fuese el problema, porque me aterrorizaba la idea misma de ir a un restaurante con luces de neón y clientela en su interior.

Estaba claro, pensé. Era un maldito ataque de pánico. Respiré hondo, al tiempo que golpeaba los cojines del sofá con la palma de la mano. Eran las cuatro de la mañana. No podía llamar a nadie. No podía ir a ninguna parte. No podía dormir. Me sentía como una rata arrinconada.

Sin embargo, aguanté en el sofá. Era como sufrir un gravísimo infarto que duraba una hora pero que no te mataba ni dejaba secuelas físicas que el médico pudiera detectar en caso de someterte a una batería de pruebas.

Al día siguiente decidí que debía hacer algo. Había llegado demasiado lejos y demasiado rápido, y sabía que, si iba más allá, corría el peligro de perderlo todo, aunque, a la sazón, ese «todo» estaba abierto a interpretaciones. En cualquier caso, había de tomar medidas, pero el problema era cuáles. La preocupación más acuciante era la situación de Donatella Álvarez, pero eso escapaba a mi control. Luego estaba, por supuesto, Carl Van Loon. Pero, francamente, mi asociación con él empezaba a parecerme un tanto lejana. Me costaba aceptar que hubiese «trabajado» con él, sobre todo en algo tan inverosímil como las finanzas de un acuerdo de adquisición empresarial. En mi recuerdo, las diversas reuniones que habíamos mantenido -en el Orpheus Room, en su piso, en su oficina, y en el Four Seasons- parecían más un episodio onírico que acontecimientos reales, y atesoraban asimismo la retorcida lógica de los sueños.

Pero, al mismo tiempo, no podía hacer caso omiso de la situación. Ya no. No podía desoír la realidad que se abría ante mí cada vez que veía mi caligrafía en el bloc amarillo de Van Loon. Por lejano que me pareciese ahora, me había relacionado con él y había ayudado a perfilar el acuerdo entre MCL y Abraxas. Por lo tanto, si quería salvar algo de aquella experiencia, tendría que enfrentarme a Van Loon, y cuanto antes.

Me duché y me afeité. Todavía me encontraba bastante mal cuando fui al dormitorio a sacar el traje del armario, pero no era nada comparado con lo que sentí cuando intenté ponérmelo. Llevaba una semana sin ponérmelo y, de repente, los pantalones no me entraban. Era mi único traje presentable, así que no tenía alternativa.

Cogí un taxi y me dirigí a la Calle 48.

Cuando atravesé el vestíbulo principal del Edificio Van Loon y subí en el ascensor hasta la planta 62, me embargó el miedo. Al pisar la zona de recepción de Van Loon & Associates identifiqué aquella sensación como el inicio de otro ataque de pánico. Deambulé un rato, fingiendo consultar algo en la parte posterior de un gran sobre marrón que llevaba, un nombre o una dirección. El sobre contenía el bloc amarillo de Van Loon, pero no había nada escrito en él. Miré a la recepcionista, que también me estaba mirando a mí, y cogió uno de los teléfonos. Ahora el corazón me latía a toda velocidad y el dolor en el pecho era casi insoportable. Me di la vuelta y me dirigí a los ascensores.

¿Qué me proponía? ¿Enfrentarme a Van Loon? Pero ¿cómo? ¿Devolviéndole las proyecciones exactamente como las habíamos dejado? ¿Demostrándole que estaba siguiendo un régimen muy estricto a base de hamburguesas con queso y pizza?

Había sido una imprudencia por mi parte el presentarme de aquella manera. Obviamente, no estaba en mis cabales.

Al final se abrieron las puertas, pero el alivio que me procuraba el poder escapar de la recepción duró poco, porque ahora tenía que enfrentarme al ascensor, cuyo interior, con sus paneles de acero reflectantes, su calefacción y su incesante rumor parecían diseñados para inducir y alimentar episodios de pánico. Era un entorno físico que parecía imitar los síntomas de la ansiedad, la sensación de hundimiento, las incontrolables sacudidas en el estómago y la omnipresente amenaza de las náuseas.

Cerré los ojos, pero no pude evitar visualizar el oscuro hueco del ascensor encima y debajo de mí. No podía evitar imaginarme los gruesos cables de acero quebrándose mientras la caja y los contrapesos aceleraban rápidamente en direcciones opuestas y la consiguiente caída libre hasta el primer piso.

Sin embargo, el ascensor se detuvo con suavidad a los pies de aquel tubo de cemento y la puerta se abrió lentamente. Para mi sorpresa, allí estaba Ginny Van Loon.

– ¡Señor Spinola! -Al no hallar una respuesta inmediata, Ginny dio un paso al frente e hizo ademán de cogerme del brazo-. ¿Se encuentra bien? -Salí del ascensor y entré con ella en el vestíbulo, que estaba atestado y me resultaba casi tan aterrador como el ascensor, aunque por otros motivos. Estaba bañado en sudor frío y reaparecieron los temblores-. Dios mío, señor Spinola, tiene usted un aspecto… -dijo ella.

– ¿… de mierda?

– Bueno -repuso al momento-, sí.

Cruzamos el vestíbulo y nos detuvimos junto a un gran ventanal cobrizo que daba a la Calle 48.

– ¿Qué… qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?

Me concentré en Ginny y vi que su preocupación era real. Todavía se aferraba a mi brazo y, por alguna razón, aquello me hacía sentir un poco mejor. Cuando me di cuenta de eso, se produjo un efecto atenuador y conseguí calmarme bastante.

– Estaba… en la planta 62 -dije-, pero no…

– No ha aguantado la presión, ¿verdad? Sabía que no era usted uno de esos hombres de negocios de papá. Da igual. No son más que una partida de autómatas.

– Creo que he sufrido un ataque de pánico.

– Bien hecho. Quien no sufra un ataque de pánico ahí arriba tiene un problema muy grave.

Ginny iba enfundada en unos vaqueros negros y un jersey a juego, y llevaba una pequeña cartera de piel.

– ¿Cómo se encuentra ahora?

Respiré hondo unas cuantas veces y me llevé la mano al pecho.