– Un poco mejor, gracias.
De repente, me di cuenta de la cintura que había desarrollado, e intenté incorporarme para respirar. Ginny me estudió unos instantes.
– Señor Spi…
– Eddie, llámame Eddie. Tengo sólo treinta…
– Eddie, ¿estás enfermo?
– ¿Eh?
– ¿Te encuentras mal? Porque tienes mal aspecto. Has… -no daba con las palabras adecuadas-, has… Desde que nos vimos en tu casa, has ganado… un poco de peso. Y…
– Mi peso varía.
– Sí, pero de eso hace sólo dos semanas.
Alcé las manos.
– ¿Es que uno no puede comerse un par de pasteles de nata de vez en cuando?
Ginny sonrió y dijo:
– Lo siento, no es asunto mío, pero creo que deberías cuidarte un poco más.
– Sí, sí, lo sé. Tienes razón.
Ahora mi respiración era más regular y me encontraba mucho mejor. Le pregunté qué hacía.
– Voy a ver a papá.
– ¿Quieres tomar un café?
– No puedo -respondió, haciendo una mueca-. De todos modos, si acabas de sufrir un ataque de pánico, creo que deberías evitar el café. Bebe zumo o algo saludable que no empeore el estrés.
Me incorporé de nuevo y me apoyé en la ventana.
– Pues entonces ven a tomar un zumo saludable conmigo.
Me miró fijamente a los ojos. Los suyos eran de color azul claro, brillantes, celestes.
– No puedo.
Iba a insistir, a preguntarle por qué no, pero no lo hice. Tuve la sensación de que de repente se sentía un poco incómoda, lo cual también me incomodó a mí. A la vez me di cuenta de que el miedo probablemente sobrevenía a rachas, y de que, si bien el ataque había remitido, podía volver con igual facilidad. No quería estar allí si eso ocurría, ni siquiera con Ginny.
– De acuerdo -dije-. Muchas gracias. Me alegro mucho de haberte visto.
– ¿Estás bien? -preguntó, sonriente.
Asentí.
– ¿Seguro?
– Sí, estoy bien. Del todo. Gracias.
Ginny me dio una palmada en el hombro y dijo:
– Vale, Eddie. Nos vemos.
Un segundo después se alejaba de mí bamboleando su pequeña cartera de médico. Entonces desapareció entre la multitud.
Me volví hacia el enorme ventanal y me vi reflejado en su cristal de color bronce. La gente y los coches que circulaban por la calle me atravesaban como si fuera un fantasma. Para colmo, ahora me sentía decepcionado porque la hija de Van Loon me veía sólo como un genial socio de su padre; un socio pedante, aterrorizado y con sobrepeso, por cierto. Abandoné el edificio, recorrí la Quinta Avenida y puse rumbo al centro. Pese a aquellos lóbregos pensamientos, conseguí mantener el control. Entonces, cuando cruzaba la Calle 42, tuve una ocurrencia y alcé la mano por impulso para detener un taxi.
Veinte minutos después tomaba otro ascensor, en esta ocasión hasta la cuarta planta de Lafayette Trading, en Broad Street. Aquél había sido el escenario de triunfos pretéritos, días de emoción y éxito, y pensé que ya nada podría impedirme intentar recrearlos. No contaba con la ventaja del MDT, de acuerdo, pero tampoco me importaba. Mi confianza había quedado magullada y sólo quería comprobar lo bien que podía hacerlo yo solo.
Se produjo una reacción desigual cuando entré en la sala. Algunos, incluido Jay Zollo, se esforzaron por hacerme caso omiso. Otros no pudieron evitar sonreír e inclinar sus gorras de béisbol a modo de saludo. Aunque no me había dejado caer por allí desde hacía tiempo y no tenía ninguna posición abierta, mi cuenta seguía activa. Me dijeron que mi puesto «habitual» estaba ocupado, pero que había otros disponibles y podía empezar a trabajar de inmediato si así lo deseaba.
Mientras ocupaba mi lugar en uno de los terminales y me preparaba, percibí la creciente curiosidad que reinaba en la sala. Se oía un rumor, y algunos miraban por encima de mi hombro, mientras que otros no perdían detalle desde el otro lado del «pozo». Era mucha presión, y cuando descubrí que no estaba muy seguro de cómo proceder, hube de admitir que quizá había sido un tanto precipitado el ir allí. Pero era demasiado tarde para batirse en retirada.
Pasé un rato estudiando la pantalla, y paulatinamente todo volvió a mí. No era un proceso tan complejo. Lo complicado de verdad era elegir las acciones adecuadas. No había seguido los mercados últimamente y no sabía dónde buscar. Mi estrategia de venta en descubierto, que dependía mucho de la investigación, tampoco me resultaba muy útil, así que decidí jugar sobre seguro en mi primer día. Resolví seguir la corriente y decantarme por el sector tecnológico. Compré acciones de Lir Systems, una empresa de servicios de gestión del riesgo, de Key-Gate Technologies, una compañía de seguridad en la Red, y de varias puntocom: Boojum, Wotlarks!, @Ease, Dromio, PorkBarrel.com, eTranz y WorkNet.
Una vez que empecé ya no podía parar, y merced a una combinación de temeridad y miedo, acabé vaciando mi cuenta bancaria, gastando todo mi saldo en el espacio de dos horas. Tampoco ayudó la naturaleza artificial del comercio electrónico, ni la peligrosa sensación de que el dinero que manejaba era real. Por supuesto, aquel torrente de actividad concitó mucha atención, y por más que mi «estrategia» era lo más corriente que uno pudiera imaginar, la rapidez y la envergadura de mis operaciones le daban una apariencia insólita, un color, un carácter propio. Al poco, la gente empezó a imitarme, observando cada uno de mis movimientos, canalizando «consejos» e «información» salidos de mi estación de trabajo. Reinaba el apremio, nadie quería quedarse rezagado, y pronto tuve la impresión de que muchos de los brokeres que me rodeaban estaban solicitando elevados créditos y renegociando el apalancamiento de sus depósitos.
Por lo visto, el mareante auge de las acciones de Internet todavía tenía el poder de desorientar a quien se atreviera a acercarse a ellas, y eso me incluía a mí, porque, si bien había aterrizado allí avalado por mi reputación, empezaba a darme cuenta de que en esa ocasión no sabía lo que estaba haciendo, no sabía cómo parar.
Sin embargo, al final la presión me superó. Desencadenó otro ataque de pánico, y no tuve más alternativa que coger el sobre e irme sin cerrar siquiera mis posiciones. Esto causó cierta consternación en la sala, pero creo que la mayoría de los brokeres de Lafayette esperaban lo inesperado de mí, y conseguí huir sin demasiados problemas. Muchas de las acciones que había comprado habían subido por unos márgenes ínfimos, así que nadie estaba preocupado ni nervioso. Tan sólo les entristecía dejar escapar al que consideraban un superbróker. Cuando bajaba en el ascensor, comenzaron de nuevo las palpitaciones, y una vez en la calle era horrible. Recorrí Broad Street en dirección a la estación del ferry y luego a Battery Park, donde me senté en un banco, me desanudé la corbata y contemplé Staten Island.
Estuve media hora allí, respirando hondo y evitando los pensamientos lóbregos e inquietantes. Me apetecía estar en casa, en mi sofá, pero no quería recorrer de nuevo las calles y soportar a la gente y el tráfico. Al cabo de un rato me levanté y eché a andar. Fui a State Street y conseguí un taxi de inmediato. Salté al asiento trasero, con el sobre entre las manos, y mientras el coche se abría paso entre el tráfico, discurriendo por Bowling Green y luego Broadway, Beaver Street, Exchange Place y Wall Street, tuve la impresión de que estaba sucediendo algo bastante raro. No sabía qué era exactamente, pero se respiraba una atmósfera de nerviosismo en las calles. La gente se detenía a hablar, algunos susurraban en tono conspiratorio, otros se gritaban de un coche a otro, o desde las escaleras de los edificios, o por el móvil, con esa curiosidad que genera un hecho nefasto, como un asesinato o un revés en las Series Mundiales. Entonces el tráfico se disipó un poco y avanzamos hacia el distrito financiero, dejando atrás aquella extraña situación. Pronto estábamos atravesando Canal Street, y momentos después doblábamos a la derecha para tomar Houston Street, donde todo estaba como siempre.