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El discurso de Geisler era lento y deliberado. Tenía voz de actor. También me dio la impresión de que nunca había mencionado el asunto a nadie. Su relato sobre los primeros días del MDT era mucho más completo que el de Melissa, pero coincidía en lo fundamental. En su caso, había recibido la oferta de Vernon, y fue incapaz de resistirse. Tras un par de dosis de 15 miligramos había memorizado el texto completo de Macbeth, lo cual intimidó a los actores y al equipo. Durante los ensayos había consumido unas doce pastillas, con un promedio de tres por semana. Las píldoras no estaban marcadas, pero el socio de Vernon, un tal Todd, lo acompañó un día y le explicó cuál era la dosis adecuada, su composición y cómo funcionaba. Ese tal Todd también le había preguntado a Geisler cómo estaba respondiendo a la droga y si había experimentado algún efecto secundario. Geisler respondió que no.

Dos semanas antes del estreno, y sometido a una intensa presión, Geisler sacó lo que tenía en el banco e incrementó su dosis a seis pastillas por semana.

– Casi una al día -dijo.

Quería preguntarle más cosas sobre Todd y las dosis de MDT, pero vi que a Geisler le costaba mucho concentrarse y no quería que perdiese el hilo.

– Entonces, unos días antes del estreno, ocurrió. Mi vida se vino abajo. De un martes a un viernes, todo se desmoronó.

Hasta ese momento, Geisler había tenido las manos debajo de la mesa. No le di importancia, pero cuando alzó la mano derecha para coger la taza, advertí un leve temblor. Al principio creí que podía tratarse de un síntoma de alcoholismo, un temblor matinal, pero cuando lo vi inclinarse, agarrando la taza para no derramar el café, me di cuenta de que probablemente sufría alguna afección neuronal. Dejó de nuevo la taza con sumo cuidado e inició el laborioso proceso de encender un cigarrillo. Lo hizo en silencio, sin comentar la dificultad que ello le suponía. Geisler sabía que le estaba observando, y la situación se convirtió en una especie de actuación.

– Estaba sometido a mucha presión. Ensayaba catorce o quince horas diarias, pero, cuando quise darme cuenta, sobrevenían aquellos períodos de amnesia. -Asentí-. Durante horas, perdía la noción de lo que estaba haciendo.

Apenas podía contenerme, y no cesaba de decirle:

– Sí, sí, continúe, continúe.

– Todavía no sé qué hice exactamente durante esos… desvanecimientos, por llamarlos de alguna manera. Lo que sí sé es que entre el martes y el viernes de esa semana, y a consecuencia de mis actos, me dejó la que era mi novia desde hacía diez años, se canceló la producción de Macbeth y me echaron del piso. Además, atropellé a una niña de once años en Columbus Avenue y estuvo a punto de morir.

– Dios mío.

El corazón me latía a toda velocidad.

– Fui a ver a Vernon para intentar averiguar qué me estaba pasando, y al principio no quiso saber nada. Estaba asustado, pero luego se puso en contacto con Todd y nos reunimos. Todd era el técnico. Trabajaba para una empresa farmacéutica. Nunca llegué a conocer sus tejemanejes, pero pronto supe que Todd robaba el material del laboratorio en el que trabajaba y Vernon era sólo el que daba la cara. También me enteré de que Vernon había mezclado un lote de pastillas y me había estado vendiendo dosis de 30 miligramos en lugar de 15, lo cual significaba que había aumentado drásticamente el consumo sin que yo lo supiera. Le conté a Todd lo ocurrido y me dijo que debía combinar el MDT con algo más, otra droga, alguna sustancia que contrarrestara los efectos secundarios. Así llamaba él a los desvanecimientos: efectos secundarios. Pero le dije que no pensaba tomar nada más, que quería dejarlo y volver a la normalidad. Le pregunté si podía hacerlo, si podía dejarlo de golpe, si habría otros efectos secundarios, y me dijo que no lo sabía, que él no era la FDA, pero que, como había estado tomando una dosis tan elevada, no me recomendaba dejarlo de golpe. Me dijo que tal vez debiera reducir la ingesta de manera gradual. -Asentí-. Y eso es lo que hice. Pero no sistemáticamente. No seguí ningún procedimiento clínico conocido.

– ¿Y qué pasó?

– Estuve bien unos días, pero entonces empezó esto -levantó las manos-, y luego experimenté insomnio, náuseas, infecciones de pulmón y senos, pérdida de apetito, diarreas, boca seca, disfunción eréctil…

Levantó de nuevo las manos, esta vez en un gesto de desesperación.

No sabía qué decirle y guardamos silencio unos momentos. Todavía buscaba respuesta a mis dos primeras preguntas, pero tampoco quería parecer insensible.

Al cabo de un momento, Geisler dijo:

– El único culpable de todo esto soy yo. Nadie me obligó a tomar MDT. -Meneó la cabeza y continuó-. Pero supongo que fui un conejillo de indias, porque me encontré con Vernon un año después y me dijo que habían solucionado los problemas con las dosis, que había que ajustarla individualmente, personalizarla, decía. -De repente, parecía colérico-. Incluso me aconsejó que lo intentara otra vez, pero lo mandé a la mierda.

Asentí en un gesto de comprensión.

También esperé que dijera algo más. Cuando vi que no era así, intervine.

– ¿Conoce el apellido del tal Todd o algo sobre él? ¿Para qué empresa trabajaba?

Geisler meneó la cabeza.

– Sólo lo he visto dos o tres veces. Era muy circunspecto, muy cuidadoso. Vernon y él trabajaban juntos, pero, desde luego, Todd era el cerebro.

Jugueteé con el paquete de Camel que tenía sobre la mesa, junto a la taza de café.

– Una pregunta más -dije-. Cuando Todd le comentó que debía combinar el MDT con otra droga para contrarrestar los efectos secundarios y la pérdida de memoria, ¿le dijo de qué droga se trataba?

– Sí.

Me dio un vuelco el corazón. -¿De cuál?

– Lo recuerdo muy bien, porque no dejaba de insistir en que eso solucionaría el problema, que lo había averiguado. Era un producto llamado Dexeron. Es un antihistamínico y se utiliza para tratar ciertas alergias. Contiene un agente que reacciona con un complejo específico de receptores del cerebro y, según él, eso evitaría los desvanecimientos. No sé cómo funcionaba exactamente. No recuerdo los detalles. Creo que en aquel momento no lo entendí. Pero al parecer lo puedes conseguir sin receta.

– ¿No lo ha tomado nunca?

– No.

– Comprendo.

Asentí, como si estuviese meditando sus palabras, pero lo único que quería era largarme de allí lo antes posible e ir a una farmacia.

– Cuando Janine me dejó y me echaron de la compañía -continuó Geisler-, intenté recoger los pedazos, pero no era tan sencillo, porque, por supuesto…

Me terminé el café e intenté desesperadamente formular una estrategia de salida. Aunque lo sentía por Geisler y me horrorizaba lo que le había ocurrido, no necesitaba oír aquella parte de la historia. Pero tampoco podía levantarme e irme, así que acabé fumándome dos cigarrillos más antes de armarme de valor y decirle que tenía que marcharme.

Le di las gracias y le dije que pagaría al salir. Me miró como diciendo: «Vamos, siéntate. Fúmate otro cigarrillo, tómate un café», pero un segundo después agitó la mano en un ademán de desprecio y dijo:

– Está bien, vete de aquí. Y buena suerte, supongo.

Encontré una farmacia en la Séptima Avenida, cerca del bar, y compré dos cajas de Dexeron. Luego me fui a casa en taxi.

Una vez allí, fui directo al armario del dormitorio y saqué las pastillas de MDT. No estaba seguro de cuántas tomar, y deliberé un buen rato. Al final decidí tomar tres. Era mi última oportunidad. O tenía éxito o fracasaba.

Entré en la cocina y me serví un vaso de agua. Tragué las tres pastillas de una tacada y las aderecé con dos de Dexeron. Después, me senté en el sofá y esperé.