Van Loon me estrechó la mano en el umbral de la puerta y dijo:
– Eddie, espero sinceramente que esto funcione. De verdad.
Asentí.
De camino hacia la puerta principal, miré en torno, con la esperanza de ver a Ginny…
– No me decepciones, Eddie. ¿De acuerdo?
… si es que estaba en casa.
– No lo haré, Carl. Estoy en esto, créame.
Pero no había rastro de ella.
– Claro. Lo sé. Nos vemos mañana.
La comida con Hank Atwood discurrió sin sobresaltos. Le impresionó mi dominio de la documentación relacionada con el acuerdo, pero también mis amplios conocimientos del mundo de los negocios en general. No tenía problemas para responder a sus preguntas, e incluso logré formular algunas al propio Atwood. El alivio de Van Loon por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos era palpable, y le complacía que mi actuación dejase en buen lugar a Van Loon & Associates. Habíamos ido de nuevo al Four Seasons, y mientras contemplaba la sala, jugando con el pie de mi copa de vino vacía, intenté recordar los detalles de lo ocurrido la última vez que estuve allí. Pero pronto tuve la extraña sensación de que aquella especie de sueño distorsionado era poco fiable. Llegué a pensar que nunca había estado allí, sino que me había forjado aquel recuerdo a partir de algo que me habían contado o había leído. Con todo, la lejanía de ese momento era de agradecer, porque ahora estaba allí, y eso era lo importante.
Lo estaba pasando bien, aunque sólo picoteé la comida y no bebí nada. Hank Atwood se relajó bastante, e incluso intuí esa necesidad de llamar mi atención que se había convertido en una característica de relaciones anteriores. Eso estaba bien. Estaba allí sentado, en el Four Seasons, y me deleité en su atmósfera embriagadora. En algunos momentos, cuando me recordaba a mí mismo quiénes eran aquellos hombres, pensaba que la experiencia bien podía ser el prototipo de un juego de realidad virtual extremadamente sofisticado.
En cualquier caso, aquella comida había de significar el comienzo de un ajetreado, extraño y emocionante período de mi vida. Durante las dos o tres semanas siguientes me vi atrapado en un torbellino de reuniones, comidas, cenas, confabulaciones de madrugada con hombres poderosos, bronceados y enfundados en trajes caros, todos nosotros en búsqueda de lo que Hank Atwood definía como un «encaje de visiones», ese momento en que las dos partes coincidían en un borrador básico del acuerdo. Me reuní con toda clase de gente: abogados, financieros, estrategas corporativos, un par de congresistas y un senador, y mantuve el tipo con todos ellos. De hecho, me convertí en un elemento fundamental del proceso en varios aspectos, lo cual alarmó un poco a Carl Van Loon. A medida que nos aproximábamos al momento crítico del encaje de visiones, los pocos involucrados en el acuerdo nos hicimos bastante amigos, formamos una especie de camarilla, pero era yo quien ejercía de elemento unificador. Era yo quien podía tapar la grietas entre dos culturas de negocios marcadamente distintas. Además, me convertí en alguien indispensable para Van Loon. Al no poder rodearse de su equipo habitual, confiaba cada vez más en mí para controlarlo todo y digerir y procesar cantidades ingentes de información, desde regulaciones de la Comisión Federal de Comercio hasta las complejidades de la banda ancha, horarios de reuniones y nombres de esposas.
En paralelo a esto, me dedicaba también a otros menesteres. Iba casi cada día al gimnasio de Van Loon & Associates para quemar el excedente de energía, y utilizaba distintas máquinas para realizar una rutina completa. Pude continuar con mi cartera de Klondike e incluso llegué a trabajar en la sala de la que Van Loon me había hablado. Conseguí un móvil, cosa que quería hacer desde hacía siglos. Me compré más ropa, y llevaba un traje distinto cada día, o al menos rotaba seis o siete. Puesto que el acto de dormir ya no era algo cotidiano, leía los periódicos e investigaba, sentado frente al ordenador a altas horas de la noche.
Otra parte de mi vida, un aspecto que por desgracia no podía ignorar, era Gennadi. Al estar tan ocupado en aquel momento cada vez más borroso de vigilia, empecé a procurarle una docena de pastillas cada viernes por la noche, diciéndome a mí mismo que resolvería el problema la siguiente vez, que adoptaría medidas para atajar aquella situación. Pero no sabía cómo hacerlo.
Cada vez que acudía me asombraba lo mucho que había cambiado. La palidez del adicto había desaparecido, y de su piel emanaba ahora un brillo saludable. Se había cortado el pelo y también llevaba trajes, aunque no eran ni de lejos tan bonitos como los míos. Ahora acudía en un Mercedes negro, y unos tipos lo esperaban en la calle. Tuvo que hacérmelo saber, por supuesto, y me pidió que mirara por la ventana a su séquito. Otra cosa que me molestaba de Gennadi era que se llevara una píldora a la boca en cuanto se las entregaba, como si yo fuese un traficante de coca y estuviese catando el producto in situ. Luego vertía el resto en un pequeño pastillero de plata, que guardaba en el bolsillo delantero de la americana. Se daba una palmadita en el pecho y decía: «Hay que estar siempre preparado». Gennadi era un imbécil y no soportaba su presencia. Pero no había forma de contenerlo, porque obviamente había ascendido de rango en la Organizatsiya. ¿Qué podía hacer?
Decidí compartimentarlo, aguantar cuando no quedaba más remedio y seguir adelante.
Esa parecía ser una constante en aquellos días.
Sin embargo, pasaba gran parte del tiempo en despachos y salones del Edificio Van Loon con Carl, Hank Atwood y Jim Heche, o con Carl, Jim y Dan Bloom, el presidente de Abraxas, y su gente.
Pero una noche me encontré solo con Carl en una de las salas de reuniones. Tomamos una copa y, como estábamos a punto de alcanzar un acuerdo, aludió al tema del dinero, algo que no había mencionado desde aquella primera noche en su piso de Park Avenue. Comentó la comisión que obtendríamos como mediadores del acuerdo, así que decidí preguntarle directamente cuál sería mi porcentaje. Sin pestañear, y consultando distraídamente una carpeta que había sobre la mesa, respondió:
– Bueno, teniendo en cuenta tu grado de colaboración, Eddie, serán al menos cuarenta. No sé, digamos cuarenta y cinco.
Hice un pausa y esperé a que continuara, porque no estaba seguro de qué pretendía decirme. Pero no añadió nada más y siguió leyendo.
– ¿Mil? -aventuré.
Van Loon me miró, frunciendo el ceño.
– Millones, Eddie. Cuarenta y cinco millones.
XXIII
No me esperaba ganar semejante cifra con tal rapidez, ni imaginaba que el acuerdo entre MCL y Abraxas fuese tan lucrativo para Van Loon & Associates. Pero cuando pensé en ello y me fijé en otros acuerdos y en cómo se estructuraban, me di cuenta de que no tenía nada de raro. El valor total de las dos empresas rondaría los 200.000 millones de dólares. A partir de ahí, nuestros honorarios como intermediarios serían… elevados.
Podía hacer muchas cosas con esa cantidad. Elucubré un buen rato, pero me entristecía no disponer de ese dinero al instante, y de inmediato pedí a Van Loon un anticipo.
Cuando dejó a un lado la carpeta y me prestó atención, le conté que llevaba seis años viviendo en la Calle 10 con la Avenida A, pero que creía que había llegado el momento de cambiar. Van Loon esbozó una sonrisa incómoda, como si le hubiese contado que vivía en la Luna, pero se animó mucho cuando le dije que había estado viendo un piso en el Edificio Celestial, en el West Side.
– Bien. Eso suena mejor. Sin ofender, Eddie, pero ¿por qué la Avenida A?
– Por mis ingresos, Carl, por eso. Nunca he tenido dinero suficiente para vivir en otro sitio.
Van Loon, que obviamente creía haberme puesto en una situación delicada, farfulló algo y mostró cierta inquietud. Le conté que me gustaba vivir allí, y que era un barrio fantástico, lleno de bares viejos y personajes peculiares. Sin embargo, cinco minutos después me estaba diciendo que no me preocupara, que lo arreglaría todo para que pudiera comprar el piso en el Celestial. Sería un préstamo de empresa rutinario que podría satisfacer más adelante, cuando fuese. Claro, pensé yo, nueve millones y medio de dólares. Un préstamo rutinario.