El motivo por el que me sentí tan confuso durante esos instantes, mientras contemplaba a Ginny, era que, pese a todo, pese a lo distintas que eran, podría haber estado contemplando a Melissa.
– Ginny empezará a ir a la universidad en otoño -explicó Van Loon a los demás-. Estudios internacionales. ¿O era estudios irracionales? Así que no le hagan ni caso, está calentando motores.
Realizando un rápido paso de baile con sus zapatos nuevos, Ginny espetó:
– Que le den, señor Van Loon.
Entonces se dio la vuelta y acudió a mi lado. Hank Atwood y Jim Heche se encontraron de nuevo y uno de ellos se puso a hablar con Van Loon, que estaba sentado de nuevo a su mesa.
Ginny hizo un gesto desdeñoso, y cuando estuvo delante de mí, me dio un suave golpecito en la barriga.
– Mírate.
– ¿Qué?
– ¿Adónde han ido esos kilos?
– Ya te dije que fluctúa.
– ¿Eres bulímico…?
– No, ya te dije…
Hice una pausa.
– ¿… o esquizofrénico, tal vez?
– ¿De qué va esto? -dije, riéndome-. Porque no irás a la Facultad de Medicina, ¿no? Me encuentro bien. Me pillaste en un mal día.
– ¿Un mal día?
– Sí.
– Hummm.
– Lo era.
– ¿Y hoy?
– Hoy es un buen día.
Sentí el impulso de añadir un comentario ñoño del tipo «y todavía es mejor ahora que estás aquí», pero mantuve la boca cerrada.
Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos el uno al otro, sin decir nada.
Entonces alguien me llamó desde el otro extremo de la sala.
– ¿Sí? -Era Van Loon-. ¿De qué estábamos hablando antes? De cable de cobre y… ¿AD qué?
Me incliné ligeramente a la izquierda para poder ver a Van Loon.
– ADSL -respondí-. Línea Digital Asimétrica de Abonado.
– ¿Y…?
– Permite transmitir una única señal de video comprimido de alta velocidad a una velocidad de 1,5 megabytes por segundo, además de una conversación telefónica normal.
– Bien.
Van Loon se volvió hacia Hank Atwood y Jim Heche y siguió hablando.
Ginny me miró y arqueó las cejas.
– Perdona.
– Salgamos de aquí y vayamos a tomar una copa a algún sitio -dije apresuradamente-. Vamos, di que sí.
Aquella brizna de incertidumbre volvió al rostro de Ginny. Antes de que pudiera responder, Van Loon dio una palmada y dijo:
– De acuerdo, Eddie. Vámonos.
Ginny se dio la vuelta y preguntó a su padre:
– ¿Adónde van?
Me apoyé de nuevo en la pared de roble.
– Al Orpheus Room. Tenemos que seguir hablando de negocios, si te parece bien.
– Vamos de paseo.
– ¿Qué vas a hacer tú?
La joven consultó su reloj. Entretanto, yo observaba su espalda y el suave azul de su chaqueta de cachemir.
– Tengo cosas que hacer más tarde, pero ahora me marcho a casa.
– De acuerdo.
Ginny se dirigió a la puerta, me despidió con un gesto, sonrió y se fue.
Cuando nos dirigíamos al Orpheus Room unos minutos después, tuve que reprimir mi gran decepción y concentrarme otra vez en el negocio que teníamos entre manos.
Mi oferta por el piso del Edificio Celestial fue aceptada al día siguiente, y veinticuatro horas más tarde estaba firmando toda la documentación. La carta de Van Loon había silenciado cualquier pregunta sobre mis impuestos, y merced a la discreción con la que se llevó el aspecto económico, debo decir que fue todo muy sencillo. No lo fue tanto decidir la decoración. Llamé a un par de interioristas, visité algunas tiendas de muebles y leí varias revistas, pero estaba indeciso y me sumí en un ofuscado ciclo de planes y contraplanes, distribuciones y contradistribuciones de color. ¿Quería algo diáfano e industrial, por ejemplo, con superficies grises y armarios modulares, o algo exótico y recargado, con sillas Luis XV, grabados japoneses y mesas rojas lacadas?
Cuando Gennadi llegó al piso de la Calle 10 aquel viernes por la mañana, ya había empezado a guardar todas mis cosas en cajas.
Cabía esperar que hubiese problemas, por supuesto, pero no quería pensar en ello.
El ruso franqueó la puerta, vio lo que estaba sucediendo y perdió los estribos casi al instante. Pateó un par de cajas y dijo que se había acabado.
– Estoy harto de ti y de tu hipocresía.
Llevaba un traje holgado de color crema, una corbata rosa y amarilla y el pelo peinado hacia atrás. En la punta de la nariz sostenía unas gafas de espejo con montura metálica.
– ¿Qué diablos está pasando aquí?
– Cálmate, Gennadi. Sólo me mudo a otro piso.
– ¿Adónde?
Ahora llegaba la parte difícil. Cuando supiera adónde me trasladaba, no se contentaría con el acuerdo al que habíamos llegado. En aquel momento ya había satisfecho todo el préstamo, así que nuestro pacto consistía en que le facilitara doce pastillas de MDT a la semana. Tampoco quería seguir adelante con aquello, pero habría discrepancias sobre la naturaleza de los cambios que pudiéramos introducir.
– Está al oeste, en la Duodécima Avenida.
Gennadi dio otra patada a una caja.
– ¿Cuándo te vas?
– A principios de la semana que viene.
La decoración y los muebles no estaban listos, pero tenía ducha, líneas telefónicas y cable, y como no me importaba encargar comida una temporada, además de que estaba deseando largarme de la Calle 10, pretendía que el traslado se produjera lo antes posible.
Ahora Gennadi espiraba por la nariz.
– Mira -le dije-, tienes mi número de la Seguridad Social y los datos de mi tarjeta de crédito. No me vas a perder la pista. Además, estaré al otro lado de la ciudad.
– ¿Crees que me preocupa perderte la pista? -Hizo un ademán de desprecio con la mano-. Estoy cansado de esto… -Señaló al suelo-. De venir aquí. Lo único que quiero es conocer a tu proveedor. Quiero comprar esta mierda a granel.
– Lo siento, Gennadi, pero eso es imposible.
El ruso se quedó quieto un momento, pero entonces embistió y me dio un puñetazo en el pecho. Caí de espaldas encima de una caja de libros y me golpeé la cabeza contra el suelo.
Tardé un poco en incorporarme. Luego me froté la cabeza, miré en derredor, perplejo, y me puse en pie. Pensé en decirle cien cosas, pero no me tomé la molestia de hacerlo.
Había perdido los estribos.
– Vamos, ¿dónde están?
Fui hacia la mesa tambaleándome y saqué las pastillas de un cajón. Volví hacia él y se las entregué. Tomó una y vertió el resto en su pastillero de plata. Cuando terminó, arrojó el envase de plástico que le había dado y se guardó el pastillero en el bolsillo delantero de la americana.
– No deberías tomar más de una al día -dije.
– No lo hago. -Miró su reloj y suspiró impaciente-. Tengo prisa. Anótame la nueva dirección.
Fui de nuevo al escritorio, masajeándome todavía la nuca. Cuando encontré un bolígrafo y un trozo de papel, acaricié la idea de darle una dirección falsa, pero me di cuenta de que no serviría de nada. Tenía todos mis datos.
– Vamos. Tengo una reunión en quince minutos.
Escribí la dirección y le di el trozo de papel.
– ¿Una reunión? -pregunté con cierto sarcasmo.
– Sí -repuso sin captar la ironía-. Estoy creando una empresa de importación y exportación. O intentándolo. Pero hay un montón de leyes y regulaciones en este país. ¿Tú sabes la mierda que tienes que aguantar para conseguir una licencia?
Meneé la cabeza y le pregunté:
– ¿Qué vas a importar o exportar?
Gennadi hizo una pausa, se inclinó hacia adelante y susurró:
– No lo sé… Cosas.
– ¿«Cosas»?
– Eh, ¿qué quieres? Estoy trabajando en una estafa complicada. ¿Crees que voy a contarle algo a un soplagaitas como tú?