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Salí de la oficina hacia las cuatro de la tarde y me dirigí a la Calle 10, donde me había citado con el casero. Le entregué las llaves y me llevé el resto de mis cosas, incluido el sobre de MDT. Fue extraño cerrar la puerta por última vez y salir del edificio, porque no sólo dejaba atrás un piso, un lugar en el que había vivido seis años. En cierto modo, sentí que yo mismo me quedaba allí. En las últimas semanas me había despojado de buena parte de mi identidad, y aunque lo había hecho con considerable despreocupación, de manera inconsciente pensaba que, mientras viviera en el piso de la Calle 10, siempre tendría la posibilidad de invertir el proceso si era necesario, como si el lugar contuviera una parte de mí que era imborrable, una forma de secuenciación genética enterrada en el parqué y las paredes que podía utilizar para reconstituir mis movimientos, mis hábitos cotidianos, todo lo que yo era. Pero ahora, sentado en el asiento de un taxi en la Primera Avenida, con las últimas pertenencias que quedaban en el piso metidas en un petate, supe a ciencia cierta que flotaba a la deriva.

Una hora después contemplaba la ciudad desde la planta 68 del Edificio Celestial. Me encontraba en el salón, rodeado de cajas sin abrir y baúles de madera, envuelto en un albornoz y tomando una copa de champán. Las vistas eran espectaculares y la velada a su manera prometía serlo también. En aquel momento pensé que si flotar a la deriva era aquello, podría acostumbrarme.

Llegué a casa de Van Loon a las ocho de la tarde y me condujeron a una gran sala de recepciones. Carl apareció minutos después y me ofreció una copa. Parecía un tanto agitado. Me dijo que su mujer no estaba y que no se sentía muy cómodo como anfitrión sin ella. Le recordé que, aparte de nosotros, a la cena asistirían sólo Hank Atwood, Dan Bloom y un asesor de sus respectivos equipos de negociación. No era una de esas extravagantes juergas de sociedad. Sería algo sencillo, informal, y al mismo tiempo haríamos negocios. Sería discreto, pero trascendental.

Van Loon me dio un golpecito en la espalda.

– Discreto, pero trascendental. Me gusta.

Los demás llegaron en dos tandas con cinco minutos de diferencia y, vaso en mano, evitamos hablar de la fusión de MCL y Abraxas. Acorde con el código de vestimenta informal de la noche, me puse un jersey de cachemir negro y pantalones de lana a juego, pero todos los demás, incluido Van Loon, llevaban pantalones de pinzas y camisa Polo. Esto me hizo sentir un poco diferente, y en cierta manera reforzó la idea de que participaba en un juego de ordenador supersofisticado. Me identificaba como el héroe vestido de negro, diferente. El enemigo, con pantalones de pinzas y camisa Polo, me había rodeado, y debía aniquilarlo antes de que se percatara de que era un farsante y me excluyera.

Aquella leve sensación de alienación persistió al principio de la velada, pero no era desagradable, y al rato me di cuenta de lo que ocurría. Lo había hecho. Había llevado a cabo las negociaciones de la fusión. Había ayudado a estructurar un enorme acuerdo empresarial, pero ahora había terminado. Aquella cena era una mera formalidad. Quería dedicarme a otras cosas.

Como si lo intuyeran, Hank Atwood y Dan Bloom me preguntaron, por separado y con discreción, si me interesaba (en un futuro, por supuesto) un cargo en su mastodóntica empresa de comunicación. Mi respuesta a sus acercamientos fue circunspecta, afirmando que la lealtad a Van Loon era mi máxima prioridad, pero, como es natural, me sentí halagado. En cualquier caso, no sabía cuál era ese plan, excepto que tendría que ser distinto de lo que había hecho hasta ese momento. Quizá podía dirigir un estudio de cine o trazar una nueva estrategia internacional para la empresa.

O quizá podía diversificarme del todo. Meterme en política. Presentarme a las elecciones al Senado.

Entramos en una sala contigua y nos sentamos a una larga mesa, y al tiempo que elaboraba mentalmente la idea de mi carrera política, entablé con Dan Bloom una conversación sobre whisky escocés. Aquel estado onírico y ausente persistió durante la cena (tagliatelle con liebre y guisantes, seguidos de carne de venado con castañas), y debía de parecer bastante ausente. En una o dos ocasiones vi a Van Loon observarme con semblante confuso y preocupado.

Cuando estábamos con el primer plato, y después de bebernos dos botellas de Cháteau Calon-Ségur de 1947, la conversación derivó hacia los negocios. No nos llevó mucho tiempo, porque una vez que salió el tema, quedó claro que los detalles y la fiebre de cálculos de las últimas semanas eran pura estética y que lo que verdaderamente contaba era un acuerdo de principios. Van Loon & Associates lo había propiciado, y ahí radicaba la verdadera mediación, en orquestar los acontecimientos, precipitarlos. Pero ahora que todo funcionaba con el piloto automático, era como contemplar la escena desde lo alto o a través de un cristal tintado.

Cuando retiraron los platos, se impuso una calma tensa en la sala. La conversación había realizado las maniobras pertinentes, y al parecer había llegado el momento. Me aclaré la garganta y, como si ello les hubiera dado pie, Hank Atwood y Dan Bloom se estrecharon la mano.

Hubo aplausos y puños al aire, y al momento aparecieron sobre la mesa una botella de Veuve Clicquot y seis copas. Van Loon se levantó y descorchó la botella con gran ceremonia. Hubo varios brindis, y al final me dedicaron uno a mí. Eligiendo cuidadosamente sus palabras, Dan Bloom alzó su copa y me agradeció mi generosa dedicación. Van Loon esperaba que él y yo, que habíamos mediado en la fusión más importante de la historia de Estados Unidos, no consideráramos que aquella experiencia limitaba en modo alguno nuestros horizontes.

Su observación fue recibida con sonoras carcajadas. También sirvió para distender el ambiente y llevarnos a la siguiente fase de la velada: el postre (turrón de almendras glaseado), los puros y una hora o dos de cordialidad sin límites. Participé en todo momento en la conversación, que era variada y un tanto confusa, pero bajo la superficie, como un zumbido, mi fantasía de representar a Nueva York en el Senado de Estados Unidos había cobrado vida propia, hasta el punto de que juzgaba inevitable aspirar a la candidatura demócrata a la presidencia en un futuro.

Era una fantasía, ni que decir tiene, pero cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea de entrar en política, porque lo que en apariencia se me daba bien era poner a la gente de mi lado, infundirle energía y conseguir que hiciera cosas para mí. Al fin y al cabo, tenía a aquellos multimillonarios con camisa Polo compitiendo entre sí por llamar mi atención. ¿Cuánto me costaría concitar también el interés de la ciudadanía estadounidense? ¿Cuánto me costaría atraer al porcentaje de votantes necesario para salir elegido? Si seguía un plan cuidadosamente elaborado, podía entrar a formar parte de subcomités y comités electorales en un plazo de cinco años. Y después, ¿quién sabía?

En todo caso, un plan quinquenal era justo lo que necesitaba para quemar la increíble energía y ambición que el MDT engendraban con tanta facilidad.

Sin embargo, era muy consciente de que no dispondría de un suministro continuo de MDT. El que tenía era alarmantemente finito, pero estaba convencido de que, de un modo u otro, y más pronto que tarde, solventaría el problema. Kenny Sánchez daría con Todd Ellis. Él contaría con un suministro constante. Me las arreglaría para tener acceso permanente a dicho suministro. De algún modo, todo encajaría.