Transcurrieron un par de minutos sin que pudiera hacer nada. Todavía notaba el corazón fuera de su sitio, como si estuviese a punto de detenerse. Me temblaban las manos. Apoyado en la pared, miré la alfombra. Sus colores parecían latir y los dibujos cobrar vida.
A la postre me incorporé y fui hacia los ascensores, pero seguía temblándome la mano cuando pulsé el botón de bajada.
Cuando entré en la sala de conferencias había llegado mucha gente y la atmósfera era frenética. Fui hacia la parte delantera, donde se había reunido el personal de MCL, que charlaba animadamente.
De repente, oí a Van Loon acercándose desde atrás.
– Eddie, ¿dónde estabas?
Me di la vuelta. Su expresión era de sorpresa.
– Dios mío, Eddie, ¿qué ha pasado? Parece…, parece que hayas visto…
– ¿Un fantasma?
– Pues sí.
– Esto me estresa un poco, Carl, eso es todo. Necesito un poco de tiempo.
– Eddie, tómatelo con calma. Si alguien se ha ganado un descanso, ese eres tú. -Cerró el puño y lo levantó en un gesto de solidaridad-. De momento ya hemos cumplido nuestra labor, ¿verdad?
Asentí.
Entonces, un asistente se llevó a Van Loon para que hablara con alguien que se encontraba al otro lado del estrado.
Durante dos horas floté en una especie de neblina semiconsciente. Me moví y hablé con algunos asistentes, pero no recuerdo ninguna conversación en concreto. Todo parecía coreografiado y automático.
Cuando dio comienzo la rueda de prensa, me encontraba al frente de la sala, detrás de la gente de Abraxas, que estaba sentada a la mesa situada a la derecha del estrado. En la parte posterior, sobre un mar de trescientas cabezas, se agolpaba una multitud de periodistas, fotógrafos y cámaras. El acto se retransmitía en directo por varios canales, además de una conexión por Internet y vía satélite. Cuando Hank Atwood subió al estrado, se escuchó una ráfaga de cámaras fotográficas, que continuó ininterrumpidamente hasta que terminó la rueda de prensa, y de manera intermitente durante el turno de preguntas y respuestas posterior. No escuché con atención ninguno de los discursos, algunos de los cuales había coescrito, pero reconocí alguna que otra frase y expresión, si bien la incesante reiteración de términos como «futuro», «transformar» y «oportunidad» sólo acrecentaban la sensación de irrealidad que me causaba cuanto sucedía a mi alrededor.
Justo cuando Dan Bloom terminaba en el estrado, sonó mi teléfono móvil. Lo saqué rápidamente del bolsillo de la americana y respondí.
– Hola. ¿Es usted… Eddie Spinola?
Apenas oía nada.
– Sí.
– Soy Dave Morgenthaler, de Boston. He recibido su mensaje de esta mañana.
Me tapé la otra oreja.
– Espere un segundo.
Me moví a la izquierda por el lateral de la sala y franqueé una puerta que conducía a una zona tranquila del atrio.
– ¿Señor Morgenthaler?
– Sí.
– ¿Cuándo podemos vernos?
– Pero ¿quién es? Estoy ocupado. ¿Por qué iba a perder el tiempo reuniéndome con usted?
Le expuse la historia tan brevemente como pude; un fármaco potente, no contrastado y potencialmente letal de los laboratorios a los que se iba a enfrentar en un tribunal. No ofrecí demasiados detalles ni describí los efectos del medicamento.
– Nada de lo que ha dicho me convence -respondió-. ¿Cómo sé yo que no es un chiflado? ¿Cómo sé yo que no se está inventando toda esa mierda?
En aquella zona del atrio la luz era tenue y cerca de mí sólo había dos ancianos enfrascados en una conversación. Estaban sentados a una mesa junto a unas palmeras enormes. A mi espalda, oía el eco de las voces que llegaba desde la sala de conferencias.
– Uno no se puede inventar algo como el MDT, señor Morgenthaler. Esto es real, créame.
Hubo una pausa bastante larga y luego dijo:
– ¿Qué?
– He dicho que uno no puede…
– No, el nombre. ¿Qué nombre ha dicho?
No debería haberlo mencionado.
– Bueno, eso es…
– MDT… Ha dicho MDT. -Se detectaba cierta urgencia en su voz-. ¿Qué es eso, una droga inteligente?
Vacilé antes de agregar nada. Sabía qué era, o al menos sabía algo al respecto. Y sin duda quería saber más.
– ¿Cuándo podemos vernos?
Esta vez no tardó en responder.
– Puedo tomar un vuelo a primera hora de la mañana. ¿Quedamos… a las diez?
– De acuerdo.
– En un lugar al aire libre. ¿ La Calle 59? ¿Delante de la Grand Army Plaza?
– Bien.
– Soy alto y…
– He visto su foto en Internet.
– Perfecto. Nos vemos mañana por la mañana, entonces.
Colgué el teléfono y regresé a la sala de conferencias. En ese momento, Atwood y Bloom ocupaban el estrado y estaban atendiendo preguntas. Todavía me era difícil concentrarme en lo que acontecía, porque aquel pequeño incidente de la planta 15 -alucinación, visión o lo que fuese- seguía vivo en mi mente y bloqueaba todo lo demás. No sabía qué había ocurrido aquella noche entre Donatella Álvarez y yo, pero sospechaba que, como una manifestación de culpabilidad e incertidumbre, era sólo la punta de un enorme iceberg.
Una vez concluido el turno de preguntas y respuestas, la multitud empezó a dispersarse, pero entonces el lugar se tornó más caótico que nunca. Periodistas de Business Week y Time merodeaban en busca de gente a la que sonsacar algún comentario, y los directivos se felicitaban entre risas. En un momento dado, Hank Atwood pasó junto a mí y me dio una palmadita en la espalda. Entonces se dio la vuelta y, con el brazo extendido, me señaló.
– El futuro, Eddie, el futuro.
Esbocé una media sonrisa y Atwood desapareció.
La gente de Van Loon & Associates propuso ir a cenar a algún sitio para celebrarlo, pero la idea se me antojaba insoportable. Con los avatares del día, había desarrollado los posibles desencadenantes de un ataque de ansiedad, y no quería cometer ninguna estupidez que precipitara uno.
Sin mediar palabra, abandoné la sala de conferencias. Crucé el atrio y el vestíbulo y salí del hotel. La noche era calurosa, y el aire denso a causa del rumor sordo de la ciudad. Fui a la Quinta Avenida y me detuve a los pies de la Torre Trump, contemplando las tres manzanas que faltaban para llegar a la Calle 59, la Grand Army Plaza y la esquina de Central Park. ¿Por qué me había citado Dave Morgenthaler en un lugar al aire libre?
Miré en dirección opuesta al reguero del tráfico y las líneas paralelas que describían los edificios, enfocando hacia un punto de fuga invisible.
Eché a andar en esa dirección. Pensé que Van Loon quizá intentaría contactar conmigo, de modo que apagué el teléfono móvil. Mantuve el rumbo por la Quinta Avenida, y al final llegué a la Calle 34. Cuando hube recorrido unas manzanas me hallaba en mi supuesto nuevo barrio. ¿Cuál era? ¿Chelsea? ¿El Distrito de la Moda? ¿Quién sabía a esas alturas?
Hice un alto en un sucio bar de la Décima Avenida. Me senté junto a la barra y pedí un Jack Daniel's. El local estaba prácticamente vacío. El camarero me sirvió la copa y volvió a ver la televisión. Estaba adosada a lo alto de una pared, justo encima de la puerta del lavabo de hombres, y emitían una telecomedia.
A los cinco minutos, durante los cuales se rió sólo una vez, el camarero cogió el control remoto y empezó a hacer zapping. Me pareció ver el logotipo de MCL-Parnassus y dije:
– Espere, déjeme ver esto.
Cambió de canal de nuevo y me miró, apuntando todavía con el control al televisor. Era un boletín informativo con imágenes de la rueda de prensa. -Déjelo un minuto -añadí.
– Primero era un segundo, y ahora un minuto -repuso con impaciencia.
– Sólo esta noticia, ¿de acuerdo? Gracias.
Dejó el control sobre la barra y levantó las manos.
Dan Bloom estaba sobre el estrado, y mientras la voz en off describía la envergadura e importancia de la fusión, la cámara se desviaba ligeramente hacia la derecha para abarcar a todos los directivos de Abraxas sentados a la mesa. Al fondo se veía claramente el logo de la empresa, pero no era eso lo único que se apreciaba. Había varias personas de pie, y una de ellas era yo. Cuando la cámara se desplazó de izquierda a derecha, yo lo hice en sentido inverso y desaparecí. Pero en esos escasos segundos se me veía claramente, como en una rueda de reconocimiento policiaclass="underline" mi rostro, mis ojos, mi corbata azul y mi traje gris marengo.