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El camarero me miró. Se había percatado de algo. Luego volvió a mirar la pantalla, pero ya habían devuelto la conexión al estudio. Me miró de nuevo con una expresión estúpida. Alcé el vaso y me terminé el whisky de un trago.

– Ya puede cambiar de canal -dije. Luego dejé un billete de veinte sobre la barra, me levanté del taburete y me fui.

XXVI

A la mañana siguiente fui en taxi a la Calle 59, y de camino ensayé mi discurso para Dave Morgenthaler. A fin de despertar su interés y ganar tiempo, tendría que prometerle que le facilitaría un poco de MDT para probarlo. Entonces estaría en posición de citarme con algún empleado de Eiben-Chemcorp. También esperaba que, al hablar con Morgenthaler, podría hacerme una idea de quién era el contacto idóneo en Eiben-Chemcorp. Llegué a la Grand Army Plaza cuando faltaban diez minutos para la hora acordada y di un paseo, observando de vez en cuanto el hotel. Para mí, Van Loon y la fusión ya eran cosa del pasado, al menos de momento.

A las diez y cinco un taxi se detuvo junto al bordillo y se apeó un hombre alto y delgado de poco más de cincuenta años. Lo reconocí de inmediato por las fotos que había visto en varios artículos colgados en Internet. Me dirigí hacia él y, aunque me vio acercarme, buscó en derredor algún posible candidato. Entonces me miró de nuevo.

– ¿Spinola? -dijo.

Asentí, tendiéndole la mano.

– Gracias por venir.

– Espero que haya valido la pena.

Tenía el cabello negro como el azabache y llevaba unas gafas de sol de montura gruesa. Parecía cansado y daba la sensación de sentirse avergonzado. Iba enfundado en un traje oscuro cubierto con un impermeable. El cielo estaba encapotado y soplaba viento. Estaba a punto de proponer que fuéramos a una cafetería, o incluso al Oak Room, que estaba muy cerca de allí, pero Morgenthaler tenía otros planes.

– Venga, vámonos -exhortó y echó a andar hacia el parque. Yo dudé, pero le seguí.

– ¿Un paseo por el parque? -pregunté.

Morgenthaler asintió, pero no dijo nada ni me miró.

Caminando al trote, descendimos la escalinata que daba al parque, bordeamos el estanque, pasamos junto a la pista de patinaje Wollman y llegamos a Sheep Meadow. Morgenthaler eligió un banco y nos sentamos de cara a los edificios que rodean Central Park South. Estábamos a la intemperie y el viento resultaba incómodo, pero no era momento de protestar.

Morgenthaler se volvió hacia mí y dijo:

– Muy bien, ¿de qué se trata todo esto?

– Como le he dicho, del MDT.

– ¿Qué sabe del MDT y dónde ha oído hablar de él?

Era muy directo, y obviamente pretendía interrogarme como si de un testigo se tratara. Decidí que le seguiría el juego hasta tenerlo arrinconado. Por mi modo de responder a sus preguntas le dejé entrever varias ideas cruciales. La primera era que sabía de lo que hablaba. Describí los efectos del MDT con una minuciosidad casi clínica. Ello le fascinó y me hizo preguntas pertinentes, confirmando así que él también sabía de lo que estaba hablando, al menos en lo que al MDT se refería. Le hice saber que podía proporcionarle los nombres de docenas de personas que habían consumido la sustancia, la habían dejado y ahora sufrían graves síndromes de abstinencia. Existían casos suficientes para determinar un patrón claro. Le dije que podía proporcionarle nombres de personas que habían tomado MDT y habían fallecido. Por último, le dije que podía facilitarle muestras de la droga para efectuar un análisis.

Llegados a este punto, percibí cierta agitación en Morgenthaler. Lo que le había contado podía ser dinamita si lo presentaba ante un tribunal, pero, por supuesto, no le había dado detalles. Si se iba ahora, no tendría más que una buena historia, y ahí era precisamente donde yo le quería.

– ¿Y qué más? -dijo-. ¿Cómo procedemos? -Y añadió, con un leve atisbo de desprecio en su voz-: ¿Qué interés tiene usted en todo esto?

Hice una pausa y miré alrededor. Había gente practicando footing, otros paseando al perro y otros empujando cochecitos. Tenía que mantener su interés sin darle nada, todavía no. También tenía que averiguar qué pensaba él.

– Ya llegaremos a eso -dije, parafraseando a Kenny Sánchez-, pero primero cuénteme cómo supo de la existencia del MDT.

Cruzó las piernas y los brazos y se recostó en el banco.

– Por casualidad -respondió-. Durante mi investigación sobre el desarrollo y los ensayos de la Triburbazina.

Yo esperaba más, pero eso parecía ser todo.

– Mire, señor Morgenthaler, yo he respondido a sus preguntas. Demostremos un poco de confianza mutua en este asunto.

Suspiró, incapaz de disimular su impaciencia.

– De acuerdo -dijo, asumiendo el papel de un testigo experto-. Al tomar declaraciones en el caso de la Triburbazina, hablé con muchos empleados y ex empleados de Eiben-Chemcorp. Cuando describían los procesos de los ensayos clínicos, era natural que citaran ejemplos para establecer paralelismos con otros fármacos.

Se inclinó de nuevo hacia adelante. Le incomodaba aquella situación.

– En ese contexto, varias personas se refirieron a una serie de ensayos que se habían llevado a cabo con un antidepresivo a principios de los años setenta, un medicamento cuyos resultados fueron desastrosos. El responsable de la administración de esos ensayos fue el doctor Raoul Fursten. Llevaba en el departamento de investigación de la empresa desde finales de los años cincuenta y había trabajado en ensayos con LSD. Según decían, ese nuevo fármaco potenciaba la capacidad cognitiva, al menos hasta cierto punto, y en aquel momento Fursten no dejaba de insistir en las esperanzas que tenía puestas en él. Hablaba de la política de la conciencia, de los mejores y los más brillantes, de mirar al futuro y esas chorradas. Recuerde que estábamos a principios de los años setenta, que en realidad seguían siendo los sesenta.

Morgenthaler suspiró de nuevo, y pareció desinflarse al hacerlo. Después adoptó una postura más cómoda.

– En fin -prosiguió-. Se han dado graves reacciones adversas al fármaco. Al parecer la gente se volvía agresiva e irracional, y algunos incluso sufrieron períodos de amnesia. Una persona me confesó que hubo muertes y que fueron encubiertas. Se interrumpieron los ensayos y se descartó el MDT-48. Fursten se retiró, y al parecer bebió hasta morir en cuestión de un año. Ninguna de las personas con las que he hablado pueden demostrar nada ni confirman cosa alguna. Es un rumor, cosa que, por supuesto, no sirve de nada para mis propósitos.

»No obstante, hablé con otras personas del extraño y maravilloso mundo de la neuropsicofarmacología (intente decir eso cuando lleve un par de copas encima), gente que permanecerá en el anonimato, y resulta que a mediados de los ochenta corrían rumores de que se había retomado la investigación del MDT. Eran sólo rumores, cuidado… -se volvió hacia mí-, pero ahora me dice usted que eso está circulando por la calle.

Asentí, pensando en Vernon, Deke Tauber y Gennadi. Me había mostrado muy esquivo sobre mis fuentes, y no había mencionado nada a Morgenthaler sobre Todd Ellis y los ensayos no oficiales que había efectuado en United Labtech.

Meneé la cabeza.

– ¿Mediados de los ochenta, dice?

– Sí.

– Y esos ensayos no serían oficiales…