– Desde luego.
– ¿Ahora mismo quién está al cargo de las investigaciones en Eiben-Chemcorp?
– Jerome Hale -repuso-, pero dudo que tenga algo que ver. Es demasiado respetable.
– ¿Hale? -dije-. ¿Alguna relación?
– Ah, sí -respondió, con una sonrisa-. Son hermanos.
Cerré los ojos.
– Trabajó con Raoul Fursten al principio -continuó Morgenthaler-. De hecho, recogió su testigo. Pero tiene que ser alguien que trabaje para él, porque ahora Hale se encarga de labores administrativas. Da igual, es Eiben-Chemcorp. Es una empresa farmacéutica que retiene información selectiva para obtener beneficios. Eso es lo que defendemos. Han manipulado información sobre los ensayos de Triburbazina, y si puedo demostrar que hicieron lo mismo con el MDT y demostrar un patrón, estaremos en el buen camino.
A Morgenthaler le entusiasmaba la posibilidad de ganar el caso, pero no podía creerme que se le hubiese pasado por alto tan fácilmente que Jerome Hale y Caleb Hale eran hermanos. Para mí, las repercusiones eran enormes. Caleb Hale había empezado su carrera en la CIA a mediados de los años sesenta. Durante mi trabajo de documentación para En marcha había leído acerca de la Oficina de Investigación y Desarrollo de la CIA y sus proyectos MKUltra, que habían financiado en secreto varios programas de investigación de farmacéuticas estadounidenses.
De pronto, el asunto cobró una dimensión difícil de asimilar. En ese instante me di cuenta de lo perdido que estaba.
– Por lo visto, señor Spinola, necesito su ayuda. ¿Qué necesita usted?
Suspiré.
– Tiempo. Necesito tiempo.
– ¿Para qué?
– Para pensar.
– ¿Qué hay que pensar? Esos cabrones están…
– Lo entiendo, pero no se trata de eso.
– Entonces, ¿de qué se trata? ¿De dinero?
– No -repuse enfáticamente.
Morgenthaler no se lo esperaba. En todo momento había dado por sentado que quería dinero. Vi que los nervios se apoderaban de él, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que corría el peligro de perderme.
– ¿Cuánto tiempo estará en la ciudad? -pregunté.
– Tengo que volver esa noche, pero…
– Déjeme llamarle en un par de días.
No sabía qué contestar.
– Mire, ¿por qué no…?
Decidí atajarlo. No me gustó hacerlo, pero no tenía elección. Necesitaba marcharme y pensar.
– Iré a Boston si es necesario. Con todo. Déjeme llamarle en un par de días, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Nos levantamos y echamos a andar hacia la Calle 59 Este.
Ahora era yo quien dominaba el silencio, pero al cabo de un rato se me ocurrió algo y quise preguntárselo.
– Ese caso en el que trabaja… -dije-, la chica que tomaba Triburbazina…
– ¿Sí?
– ¿Era…? ¿De verdad era una asesina?
– Eso es lo que aducirá Eiben-Chemcorp. Alegarán una disfunción familiar, abusos o cualquier antecedente que puedan encontrar y disfrazar como una motivación. Pero lo cierto es que todos los que la conocían, y estamos hablando de una chica de diecinueve años, una universitaria, dicen que era la muchacha más dulce e inteligente que se pueda imaginar.
Se me revolvió el estómago.
– Así que, básicamente, usted dice que fue la Triburbazina y ellos dicen que fue ella.
– Sí, ese sería el resumen. Determinismo químico contra albedrío moral.
Era sólo mediodía, pero el cielo estaba tan encapotado que la luz resultaba extraña, casi biliosa.
– ¿Cree que eso es posible? -dije-. ¿Que una droga pueda borrar quienes somos e incitarnos a hacer cosas que normalmente no haríamos?
– Lo que yo crea no importa. Lo importante es lo que crea el jurado. A menos que Eiben-Chemcorp llegue a un acuerdo, en cuyo caso da igual lo que opine nadie. Pero le diré una cosa: no me gustaría formar parte de ese jurado.
– ¿Por qué no?
– Bueno, te llaman para ejercer de jurado y piensas: «De acuerdo, unos días de descanso en mi trabajo de mierda»…, ¿y acabas tomando una decisión de esta magnitud? Olvídalo.
Después continuamos en silencio. Cuando regresamos a la Grand Army Plaza reiteré que lo llamaría pronto.
– Un día o dos, ¿no? -respondió-. Hágalo, por favor, porque esto podría cambiarlo todo. No quiero presionarle, pero…
– Lo sé -dije con firmeza-. Lo sé.
– Bien. Llámeme.
Morgenthaler buscó un taxi.
– Una última pregunta -dije.
– Sí.
– ¿Por qué me ha citado al aire libre, en un banco?
Me miró y esbozó una sonrisa.
– ¿Tiene la menor idea de la estructura de poder a la que me enfrento con Eiben-Chemcorp y de cuánto dinero se juegan?
Me encogí de hombros.
– Es mucho en ambos aspectos. -Extendió el brazo y detuvo un taxi-. Esta gente me observa constantemente. Vigilan todo lo que hago, los teléfonos, el correo electrónico y los itinerarios de viaje. ¿Cree que no nos están vigilando ahora mismo?
El taxi se detuvo junto a la acera. Cuando se montaba en él, Morgenthaler se volvió hacia mí y sentenció:
– Señor Spinola, puede que no disponga de tanto tiempo como usted cree.
Vi el taxi desaparecer entre el tráfico de la Quinta Avenida. Luego tomé esa misma dirección, caminando a paso lento, sintiendo náuseas, sobre todo porque creía que mi plan era inviable. Morgenthaler quizá fuese un tanto paranoico, pero estaba claro que amenazar a una enorme compañía farmacéutica no era buena idea. ¿Con quién pensaba hablar de todos modos? ¿Con el hermano del secretario de Defensa? Aparte de la complejidad de la situación, supuse que una empresa como Eiben-Chemcorp no iba a tolerar un chantaje, sobre todo con los recursos que tenía a su disposición. A su vez, eso me hizo pensar en la muerte de Vernon, y recordé que Todd Ellis había dejado United Labtech y había sido atropellado de manera muy oportuna. ¿Qué había ocurrido? ¿Habían descubierto el pequeño negocio de Vernon y Todd? Al fin y al cabo, tal vez Morgenthaler no fuese un paranoico, pero si así eran las cosas realmente, tendría que idear un plan menos audaz.
Llegué a la Calle 57, y al cruzar miré a mi alrededor. Recordé que uno de mis primeros desvanecimientos se había producido allí, tras aquella primera noche en la biblioteca de Van Loon. Fue un par de manzanas más allá, en Park Avenue. Me había mareado y tropecé, y de repente me encontré inexplicablemente en la Calle 56. Pensé también en el gran desvanecimiento que sufrí la noche siguiente, cuando propiné un puñetazo a aquel tipo en el Congo de Tribeca, después aquella chica en el cuarto de baño, luego Donatella Álvarez y por fin la planta 15 del Clifden.
Aquella noche había sucedido algo terrible, y el mero hecho de pensar en ello me provocaba punzadas en lo más hondo del estómago. Entonces me di cuenta de que toda la secuencia -MDT, mejora cognitiva, desvanecimientos, pérdida del control de los impulsos, conducta agresiva, Dexeron para contrarrestar los desvanecimientos, más MDT, más mejora cognitiva- era un juego de química cerebral. Quizá la visión reduccionista del comportamiento humano que Morgenthaler iba a exponer al jurado era correcta. Quizá todo era una cuestión de interacción molecular. Quizá fuésemos sólo máquinas.
Si eso era así, si la mente era tan sólo un software químico que gestionaba el cerebro, y productos farmacéuticos como la Triburbazina y el MDT una mera reprogramación, ¿qué me impedía averiguar cómo funcionaba? Si utilizaba el suministro de MDT-48 que me quedaba, durante las siguientes semanas podía invertir mis energías en la mecánica del cerebro humano. Podía estudiar neurociencia, química, farmacología e incluso neuropsicofarmacología.
¿Qué me impediría entonces fabricar MDT? En los días del LSD hubo montones de químicos clandestinos que suplieron la necesidad de cultivar suministros en las comunidades médicas o farmacéuticas creando laboratorios propios en cuartos de baño y sótanos de todo el país. Yo no era químico, desde luego, pero antes de consumir MDT tampoco era broker. Entusiasmado con la idea de ponerme manos a la obra, apreté el paso. Había un Barnes & Noble en la Calle 48. Compraría unos libros de texto y volvería en taxi directo al Celestial.