Al pasar frente a un quiosco vi un titular que hacía referencia a la fusión de MCL y Abraxas y recordé que mi teléfono seguía apagado. Lo saqué y comprobé si había mensajes. Tenía dos de Van Loon. En el primero parecía confuso, en el segundo un poco irritado. Tendría que hablar pronto con él y salir al paso con alguna excusa para ausentarme las próximas semanas. No podía hacerle caso omiso. Al fin y al cabo, le debía casi diez millones de dólares.
Pasé una hora en Barnes & Noble hojeando libros de texto universitarios, tomos enormes en letra pequeña, con gráficas, diagramas y montones de terminología latina y griega en cursiva. Al final elegí ocho libros, con títulos como Bioquímica y conducta, vol. I., Principios de neurología y La corteza cerebral. Pagué con tarjeta y salí de la tienda con dos bolsas extremadamente pesadas. Encontré un taxi en la Quinta Avenida, justo cuando empezaba a llover. Al llegar al Celestial diluviaba, y en los diez segundos que tardé en cruzar la plaza y llegar a la entrada principal del edificio quedé empapado. Pero no me importaba. No veía el momento de empezar a leer aquellos libros.
Una vez dentro, Richie, el recepcionista, me llamó.
– Señor Spinola… He dejado entrar a unos hombres.
– ¿Qué?
– Que los he dejado entrar. Se han ido hace veinte minutos.
Fui hacia el mostrador.
– ¿De qué estás hablando?
– Esos hombres que dijo que tenían que entregarle una cosa. Han estado aquí. Dejé las bolsas en el suelo.
– Yo no he dicho nada de que tuvieran que entregarme… una cosa. ¿De qué estás hablando?
El recepcionista tragó saliva y empezó a ponerse nervioso.
– Señor Spinola, usted… Usted me llamó hace una hora y me dijo que unos hombres venían a entregarle algo y que debía darles una llave…
– ¿Que yo te llamé?
– Sí.
El sudor empezó a deslizárseme por la nuca y el cuello de la camisa.
– Sí- repitió, intentando reafirmarse-. No se oía bien. Lo dijo usted mismo, era su móvil…
Recogí las bolsas y me dirigí a toda prisa hacia los ascensores.
– ¿Señor Spinola?
Le hice caso omiso.
– ¿Señor Spinola? ¿Hay algún problema?
Me metí en un ascensor, pulsé el botón y, mientras subía a la planta 68, el corazón me latía con tal fuerza que tuve que respirar hondo y dar un par de puñetazos a los paneles laterales para tranquilizarme. Me pasé una mano por el pelo y meneé la cabeza. Caían gotas de sudor por todas partes. Cuando llegué a mi destino, cogí las dos bolsas y salí del ascensor antes de que las puertas se abrieran del todo. Corrí por el pasillo hacia el piso, dejé las bolsas en el suelo y busqué la llave en el bolsillo de la americana. Cuando la encontré, me costó meterla en la cerradura. Al final conseguí abrir la puerta, pero nada más entrar en casa supe que todo estaba perdido.
Lo supe en el vestíbulo. Lo supe en cuanto Richie pronunció aquellas palabras.
Hice balance de los daños. Las cajas de cartón y los baúles de madera que se amontonaban en medio del salón habían sido abiertos y el contenido esparcido por todas partes. Empecé a rebuscar en el caos de libros, ropa y utensilios de cocina la bolsa de lona en la que guardaba el sobre con las pastillas de MDT. Al rato la encontré, pero estaba vacía. El sobre con las píldoras había desaparecido, al igual que la agenda de Vernon. Con la vana esperanza de que el sobre estuviera en alguna parte, de que se hubiese caído de la bolsa, lo registré todo una y otra vez. Pero no sirvió de nada. El MDT había desaparecido.
Me acerqué a la ventana y miré afuera. Seguía lloviendo. Ver la lluvia desde aquella altura era extraño, como si subiendo dos plantas más pudieras dejarla a tus pies, contemplando un manto de nubes gris desde lo alto.
Me di la vuelta y me apoyé en el cristal. La sala era tan grande y luminosa, y había tan pocas cosas en ella, que el caos no lo era tanto. No habían destrozado la estancia porque había muy poco que destrozar, tan sólo las escasas pertenencias que había traído de la Calle 10. Se habían esmerado mucho más en casa de Vernon.
Me quedé un rato allí de pie, supongo que conmocionado, sin pensar en nada. Miré hacia la puerta abierta. Las dos bolsas de Barnes & Noble seguían en el pasillo, una junto a la otra, como si esperaran pacientemente a que las entrara.
Entonces sonó el teléfono.
No iba a responder, pero cuando vi que no habían arrancado el cable, como sí habían hecho con el ordenador y el televisor, descolgué, pero se cortó de inmediato.
Me levanté de nuevo. Salí y entré las dos bolsas con el pie. Entonces cerré la puerta y me apoyé en ella. Respiré hondo varias veces, tragué saliva y cerré los ojos.
El teléfono sonó de nuevo.
Respondí como antes, pero volvió a cortarse. Entonces sonó otra vez. Descolgué pero no dije nada. Quienquiera que fuese, no colgó en esa ocasión.
Al final, una voz dijo.
– Eddie, esto se ha acabado.
– ¿Quién es?
– Has ido demasiado lejos hablando con Dave Morgenthaler. No ha sido buena idea…
– ¿Quién diablos eres?
– … así que hemos decidido cerrar el grifo. Pero, ya que has sido tan divertido, hemos pensado que sería mejor decírtelo.
La voz era muy suave, casi un susurro. No había emoción en ella ni acento alguno.
– No debería hacer esto, por supuesto, pero llegados a este punto, casi tengo la sensación de que te conozco.
– ¿Qué quieres decir con cerrar el grifo?
– Bueno, estoy seguro de que ya te has dado cuenta de que hemos recuperado el material. Así que, desde este momento, puedes dar por terminado el experimento.
– ¿Experimento?
Hubo un silencio.
– Te hemos estado controlando desde que apareciste aquel día por casa de Vernon, Eddie.
Me hundí.
– ¿Por qué crees que no has tenido más noticias de la policía? Al principio no estábamos seguros, pero cuando se confirmó que tenías el alijo de Vernon, decidimos ver qué pasaba, realizar un pequeño ensayo clínico, por así decirlo. No hemos dispuesto de muchos sujetos humanos…
Miré al otro lado de la habitación intentando recordar, tratando de identificar señales, indicios…
– … y chico, ¡menudo sujeto has sido! Si te sirve de consuelo, Eddie, nadie ha consumido tanto MDT como tú, nadie lo ha llevado tan lejos como tú.
– ¿Quién eres?
– Sabíamos que debías de estar tomando mucho cuando apareciste en Lafayette, pero cuando empezaste a trabajar con Van Loon fue increíble.
– ¿Quién eres?
– Por supuesto, se produjo ese pequeño incidente en el Clifden…
– ¿Quién eres? -repetí casi mecánicamente.
– Pero, dime, ¿qué pasó exactamente allí?
Colgué el teléfono y continué sujetándolo con fuerza, como si al presionarlo, él, aquel desconocido, fuera a desaparecer.
Cuando el teléfono sonó de nuevo, lo cogí de inmediato.
– Mira, Eddie, no te lo tomes mal, pero no podemos permitir que contactes con detectives privados, y no hablemos ya de prestamistas rusos. Queremos que sepas que has sido… un sujeto muy útil.
– Vamos -dije con desesperación-. Es imposible… No tengo que…
– Escucha, Eddie…
– No le he contado nada a Morgenthaler, no le he contado nada. -Se me empezaba a quebrar la voz-. ¿No me podéis facilitar un poco…?
– Eddie…
– Tengo dinero -dije, agarrando con fuerza el auricular para que dejara de temblarme la mano-. Tengo mucho dinero en el banco. Podría… Se cortó.
Seguí agarrando el auricular, como había hecho la vez anterior. Esperé diez minutos, pero no ocurrió nada. Al final levanté la mano y me puse en pie. Tenía las piernas rígidas. Apoyé mi peso en un pie y luego en el otro. Al menos parecía que estaba haciendo algo.