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Conseguí dominar un poco el dolor de cabeza. Mientras no me moviera, mientras no me estremeciera, quedaría reducido a un ritmo apagado, a un martilleo mecánico.

XXVII

Cuando sonó el teléfono pasadas las nueve, fue como si una corriente de mil voltios me trepanara el cerebro.

Extendí el brazo, y con los ojos entrecerrados y mano temblorosa, cogí el auricular.

– ¿Diga?

– ¿Señor Spinola? Soy Richie, de recepción.

– Sí.

– Aquí hay un tal señor… Gennadi que desea verle. ¿Le hago subir?

Viernes por la mañana.

Esta mañana. Bueno, ayer por la mañana.

– Sí.

Colgué el teléfono. Se daría cuenta, vería en lo que se convertiría en breve.

Me levanté trabajosamente. Cada movimiento que hacía enviaba otra corriente eléctrica a mi cerebro. Cuando por fin estuve erguido, vi que me hallaba en un pequeño charco de orina. Tenía manchas de sangre y mucosidad en la camisa y me temblaba todo el cuerpo.

Observé el maletín lleno de dinero y el teléfono. ¿Cómo pude ser tan idiota, tan iluso? Miré por la ventana. Hacía un día soleado. Me dirigí hacia la puerta muy lentamente y la abrí.

Me di la vuelta, caminé en dirección al salón y me acerqué de nuevo a la entrada. A mis pies había una caja grande, y su contenido, sartenes, ollas y utensilios de cocina, estaba esparcido en el suelo como si fueran unos intestinos.

De repente me había convertido en un anciano, débil, encorvado, a merced de todo lo que me rodeaba. Oí las puertas del ascensor y unos pasos, y al momento apareció Gennadi en el umbral.

– ¡Buf, joder!

Miró a su alrededor boquiabierto; me observó a mí, el desorden, la grandiosidad del lugar, las ventanas, incapaz de decidir si estaba disgustado o impresionado. Llevaba un traje de raya diplomática y camisa negra sin corbata. Se había afeitado la cabeza y lucía una barba de tres días. Me miró de pies a cabeza un par de veces.

– ¿Qué demonios te pasa?

Murmuré algo.

Gennadi entró en el salón. Luego, esquivando la montonera, se acercó a una de las ventanas, incapaz de resistirse a su magnetismo, supongo, como me había ocurrido a mí cuando visité por primera vez el piso con Alison Botnick.

No me moví. Tenía náuseas.

– Menudo cambio comparado con aquel agujero de la Calle 10.

– Sí.

Oí sus pasos detrás de mí, junto a los ventanales.

– Mierda, desde aquí se ve todo. -Hizo una pausa-. Me habían dicho que habías encontrado un buen piso, pero esto es increíble.

¿Qué significaba aquello?

– Ahí está el Empire State. El World Trade Center. Brooklyn. Me gusta. Puede que yo también me compre uno. -Por su tono de voz, supe que se había dado la vuelta-. Es más, puede que me quede con este, que me traslade aquí. ¿Qué te parecería eso, imbécil?

– Sería estupendo, Gennadi -repuse-. De todos modos, estaba buscando un compañero de piso para costear los pagos.

– Fíjate, un cómico con los pantalones manchados de mierda. ¿Qué demonios está pasando aquí, Eddie?

Bordeó de nuevo las cajas y se detuvo cuando vio el dinero en el suelo.

– No te gustan nada los bancos, ¿verdad?

Dándome la espalda, se agachó y empezó a coger fajos.

– Aquí debe de haber trescientos o cuatrocientos mil dólares. -Silbó-. No sé en qué andas metido, Eddie, pero si prevés embolsarte más pasta, deberías plantearte invertir parte de ella. Mi empresa de importación se pondrá en marcha en poco tiempo, así que si quieres comprar una parte, ya sabes, podemos acordar un precio.

¿Acordar un precio?

Gennadi lo ignoraba, pero cuando en unos días se agotara su suministro de MDT, estaría muerto.

– Bien -dijo, poniéndose de pie-. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?

Lo miré y dije:

– No vas a conocerlo.

– ¿Qué?

– Que no vas a conocerlo.

Se quedó allí callado, mirándome durante diez segundos. Su expresión era la de un niño al que han desbaratado los planes, un niño, eso sí, con una navaja automática en el bolsillo. La sacó lentamente y la abrió.

– Sabía que esto podía ocurrir -dijo-, así que he hecho los deberes. He descubierto algunas cosas sobre ti, Eddie. Te he estado vigilando.

Tragué saliva.

– Últimamente te ha ido bastante bien, ¿no? Con tus socios y tus fusiones. -Se dio la vuelta y echó a andar-. Pero no creo que Van Loon o Hank Atwood se alegren mucho de conocer tus negocios con un prestamista ruso.

Yo también empezaba a creer que mis planes se habían visto frustrados.

– O tu historial de consumo de drogas. Tampoco daría buena imagen en la prensa.

¿Mi historial de drogas? Eso era cosa del pasado. ¿Cómo podía saberlo?

– Es increíble lo que uno puede averiguar del pasado de los demás, ¿eh? -dijo, como si me hubiese leído el pensamiento-. Historial laboral, créditos e incluso información personal.

– Vete a la mierda.

– Oh, no lo creo.

Dicho esto, se dio la vuelta y vino a mi encuentro. Me puso la navaja cerca de la nariz y la movió de un lado a otro.

– Podría arreglarte la cara, Eddie. Quedaría bien, muy creativo, pero aun así me gustaría que respondieses a mi pregunta. -Me miró a los ojos y lo repitió, esta vez susurrando-. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?

No tenía adónde ir, y muy poco que perder.

– No lo harás -respondí en voz baja.

Tras un corto silencio, me propinó un izquierdazo en el estómago con tanta rapidez y eficacia como lo había hecho en mi viejo piso. Me doblegué y caí sobre unas cajas jadeando y agarrándome la panza con ambas manos.

Gennadi empezó a moverse por todo el salón.

– No pensarías que iba a empezar por la cara, ¿verdad?

El dolor era agudo, pero a la vez lo sentía desde una curiosa distancia. Creo que me preocupaba demasiado aquella invasión de mi privacidad y que Gennadi hubiera podido escarbar en mi pasado.

– Tengo una carpeta entera sobre ti. Así de gruesa. Está todo ahí, Eddie. Información que incluye detalles alucinantes.

Gennadi estaba de espaldas a mí y agitaba los brazos. Justo entonces, algo me llamó la atención, un objeto que asomaba de la caja de utensilios de cocina que tenía delante.

– Lo que quiero saber, Eddie, es lo siguiente: ¿cómo piensas explicar todos esos años de mediocridad a esos nuevos amigos tuyos de las altas esferas, eh? Esa porquería que escribías para K & D. Dando clases en Italia sin permiso de trabajo. Fastidiando las combinaciones de colores en la revista Chrome.

Mientras Gennadi hablaba, me acerqué a la caja, donde sobresalía la empuñadura de un largo cuchillo de acero. Lo cogí, la cabeza latiéndome por el esfuerzo que me supuso intentar controlar el temblor de la mano y el haberme inclinado. Luego me puse en pie trabajosamente, y oculté el cuchillo a mi espalda.

Gennadi se dio la vuelta.

– Además, estuviste casado, ¿no es así?

Atravesó el salón en dirección a mí. Estaba mareado y lo veía doble en aquel trasfondo blanco y retumbante. Pero, a pesar de la falta de equilibrio, parecía saber lo que hacía. Todo estaba claro y en su sitio. Enfado, humillación y temor. Había una lógica en todo ello, cierta inevitabilidad. ¿Así se habían desarrollado los acontecimientos en la planta 15? No visualicé los hechos, pero sabía que jamás lo averiguaría.

– Pero eso tampoco salió bien, ¿verdad?

Gennadi se detuvo un momento y después se acercó unos pasos más.

– ¿Cómo se llamaba?

Levantó la navaja y la agitó delante de mi cara. Pude oler su aliento. Ahora, mi corazón y mi cabeza latían al unísono.

– Melissa.

– Sí -dijo-. Melissa… Y tiene…, ¿qué? ¿Dos hijos?

Abrí los ojos de repente y alcé la vista por encima de su hombro. Cuando se dio la vuelta para ver qué estaba mirando, respiré hondo y, con un rápido movimiento, le clavé la punta del cuchillo en la barriga y lo agarré de la nuca con la otra mano. Hundí la hoja tanto como pude, intentando orientarla hacia arriba. Oí un gorjeo y empezó a agitar los brazos como si se los hubieran arrancado del resto del cuerpo. Di un último empujón al cuchillo y lo solté. Me había supuesto un esfuerzo titánico, y retrocedí tambaleándome, tratando de recobrar el aliento.