– Nada, no es más que… -Molly se encogió de hombros-. Digamos que no eres exactamente lo que esperaba. El Dylan que yo recuerdo llevaba vaqueros y una chaqueta negra de cuero. Llevas traje y corbata, y eres tan respetable.
– Dímelo a mí -gruñó-. Nunca creí que llegaría a serlo. Solía trabajar en vaqueros. Pasaba la mitad del día ensamblando motos o haciendo diseños. Ahora sólo hago papeleos. Me he convertido en todo lo que odiaba cuando era niño. Llevo corbata, algo que juré que nunca haría. Conduzco un Mercedes. Tengo un teléfono móvil. Llevo mi ropa a la tintorería.
– Eres un ciudadano responsable.
– Peor. Soy viejo. La semana pasada estaba en un vídeo club y vi a tres chicos armando ruido. Sin pensarlo, les dije que bajaran la voz. Se fueron, pero no sin antes llamarme viejo. Me di cuenta de que tenían razón.
Molly se echó a reír.
– Ni siquiera tienes treinta y cinco. Eso no es ser viejo.
– Para un chico de quince años, sí.
– ¿De verdad te preocupa lo que piensan esos chicos?
– No, no es más que… -no podía explicarlo. Sin saber cómo, todo había cambiado. No sabía cuándo o cómo había ocurrido, pero era una de las razones por la que quería irse a algún lugar lejano. Necesitaba aclarar sus ideas y ver qué era lo importante-. Me he vendido -dijo en tono lúgubre, y se preguntó si iba a hacerlo otra vez. ¿Haría lo que su abogado y otras personas habían sugerido y vendería su compañía, o mantendría su independencia?
– Te has convertido en un hombre de negocios -dijo Molly-. Hay una diferencia. Deberías estar orgulloso de ti mismo.
Varios mechones de pelo rizado se habían escapado de la trenza. Oscilaban en torno a su rostro y le rozaban el hombro. En un momento durante la tarde se había subido las mangas de la camisa, dejando ver muñecas y antebrazos. Tenía curvas. A juicio de Evie, era gruesa. Dylan no estaba seguro de qué pensaba de Molly, no era a lo que estaba acostumbrado en una mujer. De acuerdo, nadie la llamaría hermosa, pero a la luz de aquella lámpara, gesticulando mientras hablaba y sonriendo, era bonita. Tenía una sinceridad que le gustaba. Molly era una persona de verdad.
– ¿Te preocupa que el precio sea demasiado alto? -le preguntó-. ¿Crees que has tenido que renunciar a demasiadas cosas para conseguir lo que querías?
Molly veía más allá de lo que Dylan quería que viese.
– Una conversación demasiado seria -dijo en tono desenfadado, y se puso en pie-. Si echaste un vistazo a la nevera, te habrás dado cuenta de que no tengo comida en casa. ¿Te apetece una pizza para cenar?
– ¿Por qué no?
– Conozco una pizzería que las envía a domicilio. ¿Qué te gusta que lleve?
– Cualquier cosa -Molly también se puso en pie-. ¿Quieres que llame yo?
– No, me sé el número de memoria. Un hombre soltero que vive solo… No es ninguna sorpresa, ¿verdad? Voy a ponerme unos vaqueros y llamaré a la pizzería. Luego tendré que ponerme a trabajar.
Molly le enseñó su libro.
– No te preocupes por hacer de anfitrión. Estaré entretenida.
– Te lo agradezco. No me gusta dejar asuntos pendientes si vamos a estar fuera unos días -se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo al recordar algo-. Me gustaría que nos fuéramos mañana a mediodía. Pensé que podríamos pasar por tu casa y dejar allí tu coche. De lo contrario, tendrías que volver aquí para recogerlo y eso te llevaría una hora.
– Bien -repuso Molly-. Entonces, ¿no vamos en dirección este?
Si lo hacían, dejar su coche allí tendría más sentido.
– No, pero no pienso decirte nada más.
– Creo que me gusta la idea de una agradable sorpresa -le dijo.
Charlaron durante un par de minutos más y, luego, Dylan la dejó en la biblioteca y se dirigió hacia su dormitorio. La habitación de invitados estaba al otro extremo del pasillo. Se había olvidado de preguntar a Molly si había encontrado todo lo que necesitaba, pero cuando regresó a la biblioteca, ya no estaba allí. Pidió la pizza, fue a por su cartera y se dispuso a trabajar.
Aproximadamente media hora después, oyó un golpe suave en la puerta.
– Pasa -dijo con aire ausente, sin apartar la vista del ordenador.
– La cena está lista -le dijo Molly.
Le dejó en la mesa un plato enorme con varios trozos de pizza humeante y un botellín de cerveza. Antes de poder darle las gracias, se había ido.
Dylan se quedó mirando la puerta cerrada, dividido entre el trabajo y la curiosidad. Luego pensó que lo mejor sería volver a prestar atención a sus papeles.
Casi era la una y media de la tarde cuando Molly cerró la puerta delantera de su apartamento. Lanzó una mirada a través del jardín hasta la calle, donde Dylan la estaba esperando. Había aparcado su utilitario, subido la maleta al apartamento y mirado si tenía algún mensaje en el contestador. Ya estaba lista para empezar la aventura.
El estómago se le encogió por la emoción y los nervios. Por un segundo, pensó en tirar la toalla. Después de todo, apenas conocía a Dylan. ¿En qué diablos había estado pensando cuando le pidió que la llevara con él a correr una aventura?
– No voy a echarme atrás ahora -dijo en voz baja-. Si lo hago, me quedaré sola. Me niego a pasar los próximos quince días esperando a que suene el teléfono.
Zanjada la cuestión, se cuadró de hombros y bajó a la entrada del edificio. Cuando Dylan la vio, se enderezó y tomó el casco de pasajero que había dejado en el asiento detrás de él. Ya había cargado la pequeña bolsa de ropa con su neceser. Molly vio el casco, luego la moto y se lo pensó dos veces.
– Sé qué estás pensando -dijo Dylan, acercándose a ella para tenderle el casco-. Llevo conduciendo en moto años, así que no tienes nada de qué preocuparte.
– Por extraño que te parezca, mi integridad física no me preocupa -le dijo alegremente-, sino mi estabilidad mental. Esto es una locura, ¿o no te habías dado cuenta?
Dylan le colocó el casco y le ajustó la cinta bajo la barbilla.
– Entonces, los dos estamos locos porque he accedido a hacer esto, ¿no?
– Supongo que sí.
– Oye, se supone que esto debería hacerte sentirte mejor.
Descalzo, Dylan le sacaba más de veinte centímetros. Con botas, se cernía sobre ella. Al mirarlo a los ojos, algo se agitó en su interior. Una sensación, un estremecimiento de calor, pero desde luego captó su atención. Se sentía atraída por aquel hombre. A sus veintitrés años, Dylan había sido un seductor. A los treinta y dos, era irresistible.
Pero que Dylan le resultara atractivo era tan útil como utilizar una cucharilla de té para sacar un barco del mar. Aun así, sería una distracción. Siempre que no perdiera el sentido común, estaría bien.
– ¿Tienes todo? -le preguntó-. No esperaba que metieras todas tus cosas en esa bolsa, así que te dejé un poco de espacio en la mía.
– Puedo seguir instrucciones -le dijo-. No te preocupes por mí, tengo todo lo que necesito.
Por razones que todavía no comprendía, había vuelto a guardar el anillo. Quería tenerlo cerca. Tal vez como una especie de talismán que la protegiera de lo que iba a ocurrir.
– Entonces, pongámonos en marcha -le dijo, y le entregó una chaqueta de cuero-. Te quedará un poco grande, pero la necesitarás para no quedarte fría. La brisa es un poco cortante yendo en moto.
La ayudó a ponérsela y luego se la cerró. Sus atenciones le hacían sentirse como una niña. Seguramente era así cómo pensaba en ella, pero no iba a protestar. Por una vez, era agradable tener a alguien que cuidara de ella. Cuando terminó, Dylan le tocó la cara.
– Todavía estás a tiempo de cambiar de idea -le dijo.
– Lo mismo te digo.